El Macroscosmos
Una visión renovada del origen y la maravilla del universo.
Las flores que nos rodean
son hermosas. El amanecer con su luz naciente es majestuoso, y el crepúsculo,
con su paleta de colores, es un espectáculo digno de admiración. El universo es
hermoso, y la humanidad ha disfrutado de este impresionante escenario desde que
apareció en la Tierra.
Las montañas, con su
grandeza que inspira respeto; los ríos que fluyen incansables hacia el mar; los
desiertos infinitos y el vasto océano; los cielos llenos de estrellas... Todos
ellos son sublimes. Esta totalidad que llamamos "Naturaleza" ha marcado
profundamente la mente humana desde tiempos antiguos, y la respuesta a su
influencia siempre se ha manifestado en una pregunta fundamental: "¿Qué
es todo esto? ¿De dónde vino?"
Esta cuestión ya la
encontramos en los Vedas, las escrituras más antiguas de la humanidad. Ahí se
preguntaban: "¿De dónde ha surgido todo lo que vemos? Cuando nada existía
y las tinieblas lo cubrían todo, ¿Quién creó el universo? ¿Cómo sucedió? ¿Quién
conoce el misterio?"
Esa pregunta ha llegado
hasta nosotros intacta. A lo largo de los siglos, incontables intentos se han
hecho por responderla, y sin embargo, la respuesta definitiva sigue
eludiéndonos. Sin embargo, cada una de estas respuestas parciales ha aportado
algo de verdad, y esa verdad ha ido fortaleciéndose con el tiempo.
Quisiera esbozar una
respuesta basada en los antiguos filósofos de la India, alineada con los
conocimientos modernos. Hoy en día, algunas partes de esta antiquísima pregunta
ya han sido aclaradas. Un primer punto clave es la idea de que hubo un momento
en el que nada existía.
Pero, ¿podemos estar
realmente seguros de esto? En este viaje, exploraremos cómo los filósofos de la
India antigua llegaron a esta conclusión, que aunque no parece definitiva,
sigue siendo una pieza clave en el rompecabezas del universo.
El ciclo
perpetuo de la vida y la materia.
De una pequeña semilla
brota la planta, que crece, se fortalece y se convierte en un árbol frondoso.
Al morir, ese árbol deja una nueva semilla de la que surgirá otro árbol,
continuando el ciclo. El ave nace de un huevo, crece, vive, muere y deja otros
huevos, que serán la semilla de nuevas aves. Lo mismo ocurre con los mamíferos,
incluidos los seres humanos. Toda forma de vida comienza desde una semilla, una
célula primordial, que luego crece, se desarrolla, decae y muere, dejando a su
paso la semilla para futuras generaciones de su misma especie.
La gota de lluvia, que
brilla bajo el rayo del sol, proviene del océano en forma de vapor. Junto a
otras gotas, forma nubes, que luego se condensan en lluvia y vuelven a
evaporarse, reiniciando el ciclo. Las imponentes montañas, desgastadas
lentamente por la nieve y el agua, se desmoronan poco a poco en partículas que
son arrastradas hacia el océano. En su fondo, se formarán nuevas montañas,
futuros continentes que acogerán a generaciones por venir.
Así, la arena da origen a
montañas, que a su vez, con el paso de los milenios, retornan a ser arena. Si
observamos con detenimiento, veremos que la Naturaleza sigue una misma ley en
todo lo que hace. De la misma manera que forma un grano de arena, moldea los
gigantescos soles del universo. Según los Vedas, "si conocemos un trozo de
arcilla, conoceremos toda la arcilla del universo".
Si lográramos entender la
esencia íntima de un simple grano de arena o el ciclo vital de una planta,
podríamos comprender todo el universo. Este razonamiento revela que todos los
fenómenos son, en esencia, similares. Las montañas no son más que acumulaciones
de partículas que eventualmente se disuelven. Los ríos son vapor de agua que se
condensa, y luego vuelve a ser vapor. Las plantas surgen de semillas y generan
nuevas semillas. La vida humana brota de un germen y retorna a él. Y así, el
universo que tuvo su origen en una nebulosa, algún día retornará a su forma
primigenia.
¿Qué nos enseña todo
esto? Que lo denso es el resultado, y lo sutil es la causa. Hace miles de años,
Kapila, el padre de la filosofía Samkhya, mostró que toda destrucción es, en
realidad, un regreso a la causa original. Si destruimos una mesa o cualquier
objeto material, sus componentes regresan a la fuente de la que provienen.
Cuando el cuerpo humano muere, los elementos que lo conformaban vuelven a su
estado primordial. Incluso cuando la Tierra misma se desintegre, sus
componentes retornarán al estado en el que estaban antes de su formación.
Por lo tanto, podemos
concluir que todo lo que percibimos como efectos materiales no es más que una
manifestación temporal de su causa subyacente. El objeto, en sí mismo, es solo
una forma pasajera; cuando esa forma desaparece, los elementos que la conforman
persisten. De igual manera, las formas de vida vegetal, animal y humana nacen,
se reproducen y mueren, en un ciclo interminable de creación y disolución.
El ciclo
eterno del universo y la presencia de lo divino.
Así como
una semilla no se transforma de inmediato en un árbol, sino que permanece en la
tierra, en un proceso oculto y gradual, hasta que germina y crece, el universo
también tuvo un tiempo de gestación invisible. En su inicio, estuvo en un
estado de caos y latencia hasta que surgió plenamente manifestado. Todo efecto
tiene su causa, y esa causa es una forma más sutil del efecto. Esto nos lleva a
la conclusión de que el universo no pudo haber surgido de la nada; fue el
resultado de un universo anterior, tal como la planta es el resultado de una
semilla precedente. Así es como evoluciona el cosmos.
Antes de
toda evolución, debe haber una involución. La célula que dará lugar a una forma
humana ya contiene, de manera involucionada, la estructura futura de esa forma,
al igual que una semilla contiene la potencialidad del árbol que será. De la
nada no puede surgir algo; todo ha existido desde siempre, sin principio ni fin
en cuanto a su esencia, aunque con principio y fin en cuanto a su forma y
existencia temporal.
En las
formas más básicas de la vida, donde comienza la evolución, está involucionado
el espíritu de lo divino, que anima a todas las formas. A medida que estas
formas evolucionan, ese espíritu se va manifestando de manera más clara, hasta
revelarse plenamente en el mundo físico, en la forma superior del ser humano.
La ley
de la conservación y transformación de la energía nos dice que no es posible
obtener trabajo sin antes aplicar energía. De la misma manera, ni un solo átomo
de materia ni una partícula de energía en el universo se destruyen; solo se
transforman y se conservan. Así, el ser humano perfecto, el ser divino, ya
estaba presente, de manera involucionada, en el primer protoplasma que inició
el proceso evolutivo.
Esto
explica cómo todo, absolutamente todo, procede de lo divino y a lo divino debe
regresar. Muchas veces me han preguntado por qué utilizo la palabra
"Dios" para referirme a la suprema inteligencia involucionada en el
universo, y respondo que es porque no encuentro un término más adecuado. A lo
largo de los siglos, en todos los idiomas y culturas, la humanidad ha invocado
a esa suprema entidad, llamándola Dios, expresando con ese nombre sus alegrías,
esperanzas, miedos, angustias y aspiraciones. Aunque la ignorancia y las
supersticiones populares hayan desvirtuado su significado, los sabios de todos
los tiempos han comprendido su verdadera esencia.
Si
consideramos la ley de asociación, veremos que la palabra Dios está
estrechamente vinculada a ideas de infinitud, omnisciencia, omnipotencia,
bondad, verdad y belleza. Millones de almas humanas han adorado a ese Ser
infinito, identificándolo con todo lo noble y sublime en la naturaleza humana.
Todas las formas de energía cósmica no son más que manifestaciones de ese Dios
supremo y absoluto. Todo lo que existe en el universo emanó de Él, o mejor
dicho, fue proyectado por Él y es de su misma esencia.
Dios
brilla en los astros, está presente en la tierra y el mar, en la lluvia y el
viento, en el cuerpo humano, en las flores, en los animales y en cada rincón
del universo. Dios es la causa material y eficiente del cosmos. Está presente
en la célula y vuelve a manifestarse como Dios en el último extremo de la
evolución.
Como enseñan los Upanishads:
"Tú eres el hombre. Tú eres la mujer. Tú eres el joven. Tú eres el anciano
apoyado en su bastón. Tú estás en todas las cosas. Tú eres el Todo, oh,
Señor."
Esta es
la única explicación del universo que satisface verdaderamente a la
inteligencia humana. En resumen: de Él venimos, en Él vivimos y a Él
regresaremos.
El
Microcosmos: La búsqueda interna de la verdad eterna.
Por ley natural, el ser
humano tiende a explorar el mundo exterior utilizando los órganos de los
sentidos. El ojo está diseñado para ver, el oído para escuchar, y los demás
sentidos para percibir las múltiples sensaciones del mundo que nos rodea. Desde
los primeros tiempos, las bellezas de la naturaleza cautivaron la atención de
la humanidad, y fue precisamente el mundo exterior el que provocó las primeras
preguntas que surgieron de la mente humana al contemplarlo.
Los antiguos intentaron
resolver el misterio de la existencia observando los astros, los ríos, los
mares y las montañas. En las religiones más primitivas, encontramos vestigios
de esta investigación intuitiva que emprendió la humanidad en sus primeros intentos
de entender el mundo que la rodeaba. El hombre imaginó dioses que representaban
cada uno de los elementos y fenómenos que, sin comprender del todo, observaba
en la naturaleza. Así surgieron divinidades para el agua, los vientos, los
mares, los ríos, las montañas, la tierra, el cielo, el sol y la luna. Cada una
de las fuerzas de la naturaleza estaba simbolizada por alguna deidad, y para
los pueblos de entonces, estos dioses eran tan humanos como lo es hoy, para
muchas personas, el concepto de un único Dios.
Sin embargo, a medida que
la humanidad avanzaba en su evolución, estas figuras divinas dejaron de
satisfacerla. La observación y la experiencia mostraron que los fenómenos antes
atribuidos a los dioses eran en realidad parte de la naturaleza, con causas que
podían explicarse. Así, los pensadores apartaron la mirada del macrocosmos, del
vasto universo externo, y la dirigieron hacia el microcosmos: el mundo interno
del ser humano. La atención pasó de lo externo a lo interno, de las grandes
preguntas sobre el mundo a las más profundas interrogantes sobre la naturaleza
humana.
No existe cuestión cuya
respuesta sea más relevante para el ser humano que la de su verdadera
naturaleza. A lo largo de la historia, en todas las épocas y lugares, reyes y
sabios, ricos y pobres, justos y pecadores, se han hecho la misma pregunta: ¿Hay
algo en el ser humano que sobreviva a la muerte del cuerpo? Y si lo hay,
¿de dónde proviene esa esencia inmortal y cuál es su destino?
Esta pregunta se ha
transmitido de generación en generación y seguirá haciéndose mientras existan
seres humanos capaces de pensar. Sin embargo, no es que la pregunta quede sin
respuesta o que sea imposible contestarla. Más bien, las respuestas ofrecidas a
lo largo de la historia no han satisfecho a todas las personas. Sin embargo, la
respuesta que los antiguos sabios dieron hace miles de años sigue ganando
fuerza y claridad con el paso del tiempo. No necesitamos hacer otra cosa más
que reafirmar esa antigua verdad.
No pretendemos arrojar
una nueva luz sobre este enigma tan profundo, sino simplemente expresar esa
verdad antigua con un lenguaje moderno. Nuestro objetivo es traducir, en
términos comprensibles, el pensamiento divino que ya late en la mente humana,
porque si esa verdad reside en nuestro interior, somos capaces de comprenderla.
La
percepción humana: un viaje desde los sentidos hasta el Yo.
Para poder ver,
necesitamos varias cosas. En primer lugar, los ojos, ya que, aunque una persona
esté perfectamente constituida en todo lo demás, si carece de ojos, no podrá
ver. Sin embargo, tener ojos no es suficiente. El verdadero órgano de la visión
no es el ojo en sí, sino el centro nervioso en el cerebro que procesa la
información visual. Los ojos son simplemente el instrumento que permite la
visión. Si el centro cerebral encargado de la visión está dañado, no importa lo
sanos que estén los ojos, la persona no podrá ver.
Lo mismo sucede con los
otros sentidos: el oído, el olfato, el gusto y el tacto. Cada uno de estos
sentidos tiene su propio instrumento sensorial (el oído, la nariz, la lengua,
la piel) y su correspondiente centro nervioso en el cerebro. Por ejemplo, el aparato
auditivo no es más que el medio que transmite las vibraciones sonoras al centro
nervioso encargado de procesar el sonido. Sin embargo, ni el instrumento
sensorial ni el centro nervioso son suficientes para percibir el mundo exterior
por sí solos.
Imaginemos a una persona
concentrada en la lectura de un libro. Mientras lee, podría no oír el sonido
del reloj que da las horas. Las vibraciones sonoras habrán llegado a su oído,
el tímpano habrá vibrado, y el nervio auditivo habrá transmitido esas vibraciones
al cerebro, pero la persona no habrá escuchado el sonido. ¿Por qué? Porque no
es el oído el que escucha, ni el ojo el que ve, ni la nariz la que huele, ni la
lengua la que saborea, ni la piel la que toca. Tampoco es el cerebro el que
percibe. Quien realmente percibe es algo más profundo, algo que no es el
cuerpo: el verdadero ser humano, a menudo llamado alma, ego, jiva, espíritu o
simplemente Yo.
Este Yo dispone de un
instrumento especial para recibir todas las sensaciones que le transmiten los
centros cerebrales. Este instrumento se llama mente. Cuando el Yo enfoca
la mente en un objeto externo, percibe solo ese objeto, y las demás sensaciones
que lleguen de otros órganos no son captadas, aunque las señales fisiológicas
lleguen al cerebro.
La mente es como un
vórtice dentro del cuerpo invisible del ser humano. Está formada por una
materia increíblemente sutil, mucho más refinada que la materia física, y es
conocida como materia mental. La mente vibra al ritmo que le imprime el
Yo, y estas vibraciones se manifiestan en diferentes capacidades intelectuales,
cuya suma se llama intelecto.
Así, el proceso de
percepción sigue una cadena bien definida, que involucra varios elementos:
1.
El órgano externo o
instrumento de sensación (ojos, oídos, nariz, etc.).
2.
El centro cerebral
correspondiente.
3.
La mente, que recibe las
impresiones.
4.
El intelecto, que
interpreta las señales.
5.
El Perceptor, el Yo,
que es el verdadero ser humano.
Una vez que el Yo percibe
la sensación transmitida, responde a ella. Esta respuesta sigue el camino
inverso: pasa por el intelecto, la mente, el centro cerebral y finalmente llega
al órgano sensorial. Todo este proceso ocurre de manera casi instantánea, sin
que apenas seamos conscientes de ello.
La
condición septenaria del ser humano y la manifestación del Yo.
El ser humano, según las
antiguas enseñanzas, está compuesto por siete principios o aspectos, que
reflejan diferentes niveles de su existencia. Estos son:
1.
Cuerpo Físico (Rupa):
el cuerpo material hecho de carne y huesos.
2.
Vitalidad (Prana-Jiva): la fuerza
vital que anima el cuerpo físico.
3.
Cuerpo Astral
(Linga-Sarira): el doble etéreo o cuerpo sutil que sirve de molde al cuerpo
físico.
4.
Mente Inferior (Kama-Rupa):
el asiento de las pasiones, deseos y emociones.
5.
Mente Superior
(Manas): la mente racional y espiritual, la fuente del pensamiento elevado.
6.
Alma (Buddhi): el aspecto de la
sabiduría y la intuición espiritual.
7.
Espíritu (Atma): el principio más
elevado, la chispa divina o esencia pura.
Los primeros cuatro
componentes —el cuerpo físico, la vitalidad, el cuerpo astral y la mente
inferior— se consideran mortales. Estos aspectos se abandonan al momento
de la muerte, cuando el cuerpo físico se desintegra y los otros componentes
sutiles se desvanecen progresivamente.
En cambio, el Yo
verdadero está constituido por los dos principios más elevados: Buddhi
(el alma) y Atma (el espíritu), que forman el núcleo inmortal del ser
humano. Al morir, el Yo arrastra consigo una parte de la Mente Superior
(Manas), una especie de "copia" que contiene las experiencias más
sublimes y espirituales de la vida que acaba de terminar. Solo esta porción
espiritual de la mente pasa al Devachán, conocido en Occidente como el
paraíso, donde el Yo se regocija en un estado de plenitud espiritual.
El cuerpo físico, junto
con sus órganos sensoriales, se desintegra cuando termina la vida terrenal,
expuesto siempre a accidentes y fragilidad. Pero el cuerpo sutil (o
cuerpo astral), aunque no perece con el cuerpo físico, también tiene un ciclo
de vida y descomposición, sirviendo como vehículo para el Yo en el más allá.
Este cuerpo sutil también se desintegra cuando el Yo se prepara para reencarnar
en un nuevo cuerpo físico, según la ley de causación o karma.
El cuerpo sutil, al igual
que el cuerpo físico, atraviesa un proceso de crecimiento y decadencia. Durante
la vejez, las facultades intelectuales pueden verse afectadas, pero esto no se
debe a la mente en sí, sino a la debilitación de los instrumentos físicos que
la expresan. Sin embargo, el Yo en su esencia no se debilita ni decae,
porque es inmortal.
Tanto el cuerpo físico
como el cuerpo sutil son simplemente instrumentos del Yo. Mientras estos
instrumentos estén en buen estado, el Yo puede manifestarse a través de ellos.
Sin embargo, al desgastarse, como todo lo compuesto, deben descomponerse. El
Yo, entonces, debe renovar estos instrumentos para continuar su ciclo de
aprendizaje y experiencia en nuevas vidas.
Es importante señalar que
el Yo no evoluciona en su esencia, ya que su naturaleza es divina e
inmutable. El Yo no puede acrecentarse ni disminuirse, porque es en sí mismo
conocimiento, existencia y felicidad. Al hablar de la evolución del Yo,
no nos referimos a que el Yo adquiera algo que no posee, sino que se manifiesta
cada vez más plenamente a lo largo de las diferentes etapas de la vida, y vida
tras vida. El Yo, desde la eternidad, ya posee todas sus cualidades, atributos
y poderes esenciales.
Las cualidades divinas
del Yo se reflejan con mayor o menor claridad en la mente, y esta, a su vez,
las refleja en el cuerpo físico. Por eso, la diferencia entre los seres humanos
no es una diferencia esencial, sino una diferencia en el grado de manifestación
de ese Yo divino. Cada ser humano, en diferentes etapas de su vida y su
evolución, refleja estas cualidades divinas de maneras más o menos intensas.
La
naturaleza eterna del Yo y la reencarnación.
Se nos plantea ahora un
nuevo problema: si el Yo humano es eterno, omnisciente y feliz por su propia
naturaleza, no puede haber sido creado, y mucho menos a partir de la nada. Si
el Yo existe, debe ser de la misma esencia que el Ser absoluto e increado,
ya que, como sabemos, de la nada no puede surgir algo. Los teólogos cristianos,
en su interpretación, han tergiversado las enseñanzas originales al afirmar que
Dios crea un alma de la nada para cada cuerpo que nace. Si fuera cierto, Dios
estaría creando almas constantemente, ya que cada día nacen innumerables
cuerpos humanos.
Además, estos teólogos
sostienen que Dios crea las almas a su imagen y semejanza, como si cada
alma fuese una simple proyección de Dios, similar a una película proyectada en
una pantalla. Sin embargo, la experiencia y la observación demuestran que las
almas se manifiestan de manera muy diferente, incluso entre personas nacidas en
el mismo entorno, criadas por la misma madre y sometidas a las mismas
influencias. No es razonable pensar que Dios proyecte imágenes tan distintas, e
incluso contradictorias, de sí mismo.
Lo más lógico, razonable
y congruente con la intuición es que el alma humana no sea una mera
imagen de Dios, sino que sea esencialmente divina, una identidad real
con Dios en su naturaleza. Aunque distinta de Dios, esta distinción no implica
una diferencia esencial. Es como el oxígeno: el oxígeno que inhalan todos los
seres del mundo es el mismo en su esencia, pero la porción que cada ser respira
es distinta aunque no diferente. De manera similar, el espíritu infinito de
Dios puede animar a todas las formas corporales sin perder su unidad
indivisible. Cada alma humana es, por tanto, idéntica en esencia a Dios, pero
su manifestación varía según las condiciones orgánicas y el grado de evolución
de cada individuo.
Estas reflexiones nos
llevan al tema de la reencarnación del Yo, una verdad que ha sido objeto
de debate. Algunos, aferrados a dogmas religiosos tergiversados, afirman que la
reencarnación es imposible. Sin embargo, esos mismos aceptan la imposibilidad
de que las almas se creen de la nada y sostienen la inmortalidad de las almas
en una vida ultraterrena sin fin. Esta contradicción es evidente: si algo
pudiera salir de la nada, necesariamente debería volver a la nada, lo cual no
es el caso del alma humana.
El alma humana,
considerada como una sustancia espiritual, simple e indivisible, existe
desde la eternidad y jamás dejará de existir. Como dice el Bhagavad Gita:
"Ni
Yo, ni tú, ni esos príncipes de hombres, en tiempo alguno hemos dejado de ser
ni dejaremos de ser en adelante."
"Lo que no existe no tiene ser, y lo que existe jamás dejará de
ser."
"Los videntes de la esencia de las cosas han percibido esta
verdad."
Lejos de ser
espeluznante, la verdad de la reencarnación es esencial para el
bienestar moral de la humanidad. Es la única conclusión lógica a la que puede
llegar un pensador reflexivo. Si hemos de existir eternamente después de esta
vida, es necesario que hayamos existido también eternamente antes de ella. La
idea de que la existencia es solo un episodio en una continuidad eterna
proporciona una base coherente para entender nuestra naturaleza espiritual y el
propósito de nuestras vidas.
A menudo, quienes se
oponen a la reencarnación presentan objeciones que, para quienes ya han
aceptado esta verdad, pueden parecer triviales. Sin embargo, incluso las mentes
más brillantes en ciertas áreas pueden hacer declaraciones absurdas en temas
que no comprenden completamente. Como se ha dicho con acierto, "no hay
absurdo sin filósofo que lo defienda."
La
reencarnación y el enigma del recuerdo de vidas pasadas.
Una de las objeciones más
comunes contra la reencarnación es la aparente falta de memoria sobre nuestras
vidas anteriores. Es cierto que, para la mayoría de las personas, el recuerdo
de esas vidas pasadas es inexistente. Si todos recordáramos nuestras vidas
anteriores, no habría motivo de discusión, ya que sería algo evidente para
todos. Sin embargo, decir que nadie recuerda sus vidas pasadas es una
falacia. Hay quienes sí tienen recuerdos claros de vidas anteriores, y algunos
pueden acceder a esos recuerdos mediante prácticas de clarividencia o técnicas
espirituales.
Además, si la memoria
fuera el único criterio para determinar la existencia de una vida anterior,
tendríamos que admitir el absurdo de que no existimos en nuestra infancia, ya
que la mayoría de las personas no recuerda todos los detalles de sus primeros años.
A lo largo de nuestra vida, olvidamos muchas experiencias y acontecimientos sin
que eso niegue nuestra existencia en esos momentos. Esto nos ocurre todos los días de nuestra vida.
Los instrumentos
que el Yo utiliza para manifestarse y expresarse en cada vida no son los mismos
de una encarnación a otra. El cerebro físico que tenemos en esta vida no es el
mismo cerebro que tuvimos en una vida pasada, por lo que las impresiones y
experiencias previas no están grabadas en este cerebro actual. En lugar de eso,
el resultado o fruto de esas experiencias pasadas se manifiesta
en nuestra vida actual en forma de tendencias, aptitudes y disposiciones, lo
que nos muestra que en cada vida nos presentamos como el resultado de nuestras
acciones pasadas.
Grandes maestros
espirituales como Krishna, Buda y Cristo han hablado implícita o explícitamente
sobre la reencarnación. Sin embargo, tanto materialistas como teólogos poco
reflexivos se oponen a esta idea, calificándola de absurda. Curiosamente,
muchos de estos mismos críticos aceptan sin cuestionar las afirmaciones de
científicos y filósofos como Huxley o Tyndall, cuyas palabras son tomadas como
verdad incuestionable. Esto refleja una paradoja en la que se ha llegado a
otorgar una infalibilidad dogmática a los científicos, similar a la que se
atribuye al Papa en el ámbito religioso.
La objeción basada
en la falta de recuerdo de vidas pasadas no tiene peso significativo. Muchas
personas que han alcanzado la liberación de la "rueda de nacimientos y
muertes" han reportado que, en ese estado, recuerdan todas sus vidas
anteriores. Desde esa perspectiva, las experiencias terrenales se ven como
sueños transitorios, y se comprende que la vida es una escuela experimental
donde, a lo largo de múltiples encarnaciones, asumimos diferentes roles y
personalidades. Hemos sido padres, madres, hijos, esposos, amigos, ricos y
pobres, y hemos vivido en lo más alto de la gloria y en lo más bajo del
sufrimiento. Cuando se alcanza este nivel de comprensión, el deseo por la vida
sensorial se desvanece, y el ser ha vencido la muerte.
Argumentos
en favor de la reencarnación.
La reencarnación
es la única teoría que explica de manera racional las profundas diferencias que
observamos entre las aptitudes y posibilidades de los seres humanos para
adquirir conocimiento. Para comprender esto, consideremos cómo adquirimos
conocimiento. Por ejemplo, si vemos un perro, sabemos que es un perro porque lo
reconocemos. En nuestra mente hay grupos de impresiones pasadas, como si
fueran archivos. Cuando recibimos una nueva impresión, la comparamos con esas
impresiones previas almacenadas y, al encontrar similitudes, la colocamos en el
archivo correspondiente. Así, sabemos que hemos visto un perro porque la nueva
impresión coincide con experiencias previas.
Si no encontráramos
impresiones similares en nuestra mente, no sabríamos qué estamos viendo, y ese
estado lo llamamos ignorancia. El conocimiento, por otro lado, surge
cuando podemos relacionar nuevas impresiones con las ya conocidas. Esto mismo
ocurrió cuando la humanidad vio caer una manzana por primera vez. Al principio,
el fenómeno era extraño, pero después de observarlo repetidamente, Newton pudo
formular la ley de la gravitación a partir de un conjunto de impresiones
acumuladas.
Si, como afirmaba
Aristóteles, naciéramos con la mente en blanco, como una tabla rasa, no
tendríamos ninguna referencia para procesar nuevas impresiones, lo que haría
imposible adquirir conocimiento. Sin embargo, cada persona nace con una
capacidad diferente para aprender, lo que demuestra que hemos llegado a este
mundo con un bagaje de conocimientos y experiencias acumuladas. Estos
conocimientos previos no pueden explicarse únicamente por las experiencias de
una sola vida.
El instinto de
conservación y el temor a la muerte son también ejemplos de este
conocimiento innato. Un polluelo recién salido del cascarón se esconde
instintivamente bajo las alas de su madre cuando percibe un peligro, como un
águila. Los naturalistas usan la palabra "instinto" para describir
este comportamiento, pero no pueden explicar completamente de dónde proviene
ese temor a la muerte en un ser tan joven y sin experiencia.
La reencarnación, por
tanto, ofrece una explicación más coherente y profunda: lo que aprendemos y
experimentamos en una vida se acumula y nos acompaña en las siguientes,
moldeando nuestra capacidad de conocer, aprender y evolucionar.
El
instinto, la herencia y la reencarnación: una perspectiva evolutiva.
Una de las preguntas
más fascinantes sobre el instinto es por qué ciertos comportamientos parecen
ser innatos y automáticos en los seres vivos, sin necesidad de aprendizaje
previo. Un ejemplo claro es el de los patos que, cuando nacen de huevos
empollados por una gallina, se zambullen en el agua instintivamente, mientras
la gallina madre cloquea con desesperación creyendo que se están ahogando.
Estos polluelos nunca han nadado antes, y nadie les ha enseñado cómo hacerlo.
De manera similar, cuando un niño comienza a aprender a tocar el piano, al
principio debe prestar mucha atención a cada tecla, pero una vez que domina la
técnica, la ejecución de las notas se vuelve casi automática, sin necesidad de
concentración consciente. Lo que antes requería esfuerzo y voluntad, más tarde
se convierte en algo instintivo.
Sin embargo, muchas
de las acciones que ahora realizamos de forma automática o instintiva pueden,
si lo deseamos, ser controladas por nuestra voluntad. Podemos regular
conscientemente nuestros músculos, nuestra respiración e incluso nuestras
funciones digestivas, que normalmente operan de manera involuntaria. Aunque
para la mayoría de las personas, este control voluntario sobre funciones
automáticas sería un retroceso en lugar de un avance, demuestra que lo que
llamamos "instinto" es, en realidad, la transformación de acciones
voluntarias pasadas en hábitos inconscientes.
De acuerdo con la ley
de que la evolución y la involución son procesos correlativos,
podemos ver que el instinto no es otra cosa que la razón involucionada. Lo que
llamamos instinto, tanto en humanos como en animales, es el resultado de experiencias
pasadas. Los científicos ya aceptan que los seres humanos y los animales
nacen con un bagaje de experiencias, pero tienden a atribuir este conocimiento
innato a la transmisión hereditaria, en lugar de reconocerlo como una
consecuencia del alma y sus vidas previas.
La ley de herencia
es innegable, pero no es incompatible con la reencarnación; de hecho, la
confirma. Cada ser humano nace en este mundo con el fruto de sus acciones
pasadas, con la oportunidad de dar un nuevo paso en su evolución. Para hacerlo,
debe asumir un cuerpo físico adecuado a las condiciones de su karma.
Este cuerpo es proporcionado por los padres y, por lo tanto, comparte las
características físicas y fisiológicas de los progenitores, así como de los
antepasados o parientes cercanos. En este sentido, el cuerpo hereda los caracteres
de familia.
Sin embargo, el Yo
elige reencarnar en un cuerpo específico porque ese cuerpo físico le ofrece las
condiciones más adecuadas para manifestar sus cualidades en esa vida, de
acuerdo con su karma. Pero en cuanto a las cualidades mentales y morales,
la ley de la herencia no se aplica. Esto explica por qué vemos casos en los que
de padres buenos nacen hijos malos, y de padres malos nacen hijos buenos. Las
características mentales y morales que el Yo manifiesta en una vida no son
heredadas, sino que son propias del Yo, moldeadas por sus experiencias y
acciones pasadas.
La verdad de la reencarnación
también resuelve muchos problemas filosóficos y teológicos que no pueden
resolverse satisfactoriamente mediante teorías tradicionales. La reencarnación
está inseparablemente ligada a la ley de causa y efecto (karma). Según
esta ley, cada persona es responsable de sus acciones y, por ende, del
curso de su vida. Cada uno es el artífice de su propia fortuna o desgracia,
y no puede culpar a nadie más por lo que le sucede. Así como un velero recibe
el viento favorable si despliega sus velas, mientras que otro que no las
despliega no puede aprovechar el viento, lo mismo sucede con nuestras vidas. No
es culpa del viento ni de Dios que unos sean dichosos y otros desgraciados; es
el resultado de las acciones que cada uno ha realizado.
El futuro es infinito
y está abierto ante nosotros. Es esencial que tengamos presente que nuestros pensamientos,
palabras y acciones determinan, según su naturaleza, el curso de
nuestro porvenir. Cada decisión que tomamos contribuye al desarrollo de nuestro
karma y define el camino que seguiremos en nuestras vidas futuras.
La
inmortalidad: una reflexión perenne sobre el destino del alma.
El problema de la
inmortalidad del alma ha sido una constante fuente de inquietud y reflexión
desde tiempos inmemoriales, ocupando las mentes de bardos y sabios, sacerdotes
y profetas, reyes y mendigos por igual. Esta pregunta, que toca lo más profundo
de la existencia humana, ha fascinado a todas las civilizaciones, y su
relevancia no ha disminuido ni disminuirá mientras el ser humano siga
existiendo.
A lo largo de la
historia, se han propuesto diversas soluciones para este enigma, y en todas las
épocas los pensadores han debatido su significado, sin que el problema pierda
su frescura o su carácter esencial. Aunque en la vida cotidiana muchas veces quedamos
atrapados en las preocupaciones mundanas, este interrogante emerge con fuerza
cuando enfrentamos la muerte de un ser querido. En esos momentos, el
ruido del mundo se desvanece, y nos encontramos contemplando preguntas
profundas: "¿Qué hay más allá de la muerte? ¿Qué sucede con el
alma?"
Todo el conocimiento
humano proviene de la experiencia, y nuestros razonamientos se basan en la
generalización de esas experiencias. ¿Qué observamos a nuestro alrededor? Un continuo
cambio que se repite en un ciclo: nacimiento, desarrollo, reproducción,
decadencia, muerte y renacimiento. Esta es la experiencia que todos
compartimos. Pero, al observar más detenidamente, descubrimos que detrás de
esta interminable variedad de formas, desde el átomo más pequeño hasta el
hombre más desarrollado, hay una unidad subyacente.
A medida que avanza
el conocimiento científico, la barrera que solía separar diferentes fenómenos
se vuelve cada vez más tenue. La ciencia moderna ha llegado a reconocer la unidad
esencial de la materia, como hace tiempo reconoció la unidad de la energía.
Las formas que observamos en el universo, desde los objetos inertes hasta los
seres vivos, no son más que manifestaciones de la misma energía o vida.
Todas están conectadas como los eslabones de una cadena que constituye la evolución
de la forma, la vida y la conciencia.
Sin embargo, los
antiguos sabios vislumbraron una verdad que a menudo se pasa por alto en la
modernidad: la involución. Mientras que la evolución es el despliegue
gradual de lo que está latente, la involución es el estado de latencia en el
que se encuentran todas las posibilidades futuras. Por ejemplo, una semilla
contiene en sí misma el potencial para convertirse en una planta, pero este
desarrollo solo es posible porque todas las características del árbol ya están involucionadas
en la semilla. Un grano de arena, por otro lado, no se convertirá jamás en una
planta porque no tiene ese potencial involucionado.
Del mismo modo, todas
las posibilidades del futuro ser humano están presentes en el niño, tal
como el árbol está presente en la semilla. Esta capacidad latente es lo que los
antiguos filósofos de la India llamaron involución. Así, toda evolución,
ya sea física, mental o espiritual, presupone una involución previa. Nada
puede evolucionar si no está ya involucionado en lo que evoluciona. Este
principio de involución nos lleva a reconocer que la inmortalidad del alma está
relacionada con la evolución continua del ser, y que las potencialidades
futuras están ya contenidas en el presente.
La inmortalidad
no es simplemente una cuestión de perduración en el tiempo, sino de la
manifestación gradual de lo que siempre ha estado latente en el alma.
Como cada ser humano lleva en su interior todas las posibilidades de desarrollo
espiritual, el viaje del alma no termina con la muerte física. La evolución del
alma, alimentada por lo que está involucionado en ella, continúa más allá de la
vida física, en un proceso que es tan eterno como la propia esencia del ser.
La
inmortalidad del alma y su relación con la evolución y la involución.
La ciencia moderna,
a través de la física, nos recuerda un principio fundamental: la energía
en el universo ni se crea ni se destruye. La materia tampoco puede
aniquilarse, sino que se transforma y conserva en diversas formas. Este
principio se aplica también a la evolución: nada puede surgir de la
nada, lo que implica que todo lo que evoluciona debe haber estado previamente involucionado.
De manera análoga, el niño es el hombre en estado de involución, y el hombre es
el niño evolucionado. La semilla contiene en sí misma todas las posibilidades
del árbol, y el árbol es el resultado de la evolución de esa semilla. Desde el
protoplasma más simple hasta el hombre más desarrollado, toda vida está unida
en un continuo encadenamiento.
Este proceso nos
lleva a una idea clave: la vida no "crece" en sí misma, ya que la
vida que anima todas las formas es la infinita vida de Dios,
independiente de las condiciones externas. En lugar de hablar de un crecimiento
de la vida, debemos referirnos a la manifestación de esa vida, que se
despliega en diferentes formas físicas y espirituales. Las formas
perecen, pero la vida subyacente subsiste, perpetuándose en nuevas
formas. Sin embargo, este ciclo de transformación no es la inmortalidad del
alma en sí misma, sino la renovación continua de las formas a través de las
cuales se manifiesta.
Al igual que la
energía y la materia no pueden desaparecer, sino que se transforman en nuevas
modalidades y ciclos, lo mismo ocurre con el alma. El universo no avanza
en una línea recta; todo sucede en ciclos o en espiral. Esto es fundamental
porque la alma, en la que está involucrada la energía cósmica de Dios,
también sigue un ciclo de evolución hasta que finalmente regresa a su fuente,
Dios.
Es importante notar
que el alma no es una fuerza ni un pensamiento. Aunque es la
productora del pensamiento, no es el pensamiento en sí mismo. Y aunque
construye y utiliza el cuerpo físico, no es el cuerpo. Sabemos que el cuerpo no
puede ser el alma porque no tiene inteligencia propia. La inteligencia
es un poder que reacciona, y es el Yo o el alma quien
realmente percibe y reacciona ante las sensaciones transmitidas por el cuerpo.
Un ejemplo
ilustrativo es cuando un individuo está profundamente concentrado en una
conversación interesante. Mientras tanto, un mosquito lo pica, pero no siente
la picadura en ese momento. Aunque la señal sensorial se ha transmitido a
través del sistema nervioso, el Yo no reacciona porque está enfocado en
otro estímulo. Esto demuestra que no es el cuerpo el que siente, sino el Yo
o alma que, cuando no reacciona ante una sensación, es como si la sensación no
hubiera existido. El cuerpo es solo un instrumento para la percepción,
mientras que el Yo es el verdadero perceptor.
Existen casos
documentados donde una persona ha hablado en un idioma que no había aprendido
conscientemente. Sin embargo, al investigar más a fondo, se descubre que esa
persona estuvo expuesta a ese idioma en su infancia, aunque no lo recordara.
Esto muestra que el Yo puede activar impresiones almacenadas en la mente
incluso después de muchos años. Este fenómeno demuestra que la mente, aunque
poderosa, es solo un instrumento del Yo, y el Yo es el verdadero ser, el
alma.
Para los materialistas,
el pensamiento es el resultado de cambios moleculares en el cerebro. Sin
embargo, este enfoque no puede explicar fenómenos como el de la persona que
habla un idioma no aprendido conscientemente. La mente está conectada al
cerebro mientras el cuerpo está vivo, pero cuando el cuerpo muere, la mente
continúa existiendo como instrumento del Yo en planos supra físicos.
El Yo o alma
es el iluminador, mientras que la mente es solo el medio a través del
cual el Yo gobierna los órganos del cuerpo y recibe impresiones. Los órganos
de los sentidos reciben las impresiones del mundo externo, las transmiten
al cerebro, y el cerebro las transfiere a la mente. Finalmente, es el Yo quien percibe
y reacciona. De este modo, queda claro que el verdadero ser humano no es ni el
cuerpo ni la mente. El cuerpo y la mente son compuestos y, como todo lo
compuesto, están sujetos a descomposición y muerte.
El Yo, sin
embargo, no está compuesto de partes, ni es materia ni energía; es algo puro,
simple y eterno, lo que implica que nunca puede morir. Vida y muerte son
solo dos caras de una misma moneda en el mundo relativo, pero el alma está más
allá de estas transiciones. El alma nunca nació ni nunca morirá. Es eterna y
constituye la esencia de toda vida.
Aunque el cuerpo
experimente nacimiento y muerte, el alma trasciende esas experiencias.
La omnipresencia del alma no se refiere a su limitación por el cuerpo físico,
sino a su esencia, que está más allá del tiempo y el espacio. Si el alma
proviene de Dios, debe compartir su naturaleza divina, lo que implica la
identidad esencial de todas las almas y su omnisciencia y omnipresencia.
Estos atributos están latentes en el alma hasta que alcanzan su plena
manifestación.
La
Unidad Esencial del Ser y el Engaño de la Separación.
El siguiente fragmento nos ofrece una reflexión profunda sobre la esencial unidad de todos
los seres y la ilusión de la separación que nos lleva al conflicto. Nos dice: "Por
Él se extiende el firmamento y brilla el sol y todo vive. Es la Realidad del
universo. Es el Alma de nuestra alma. Somos unos con Él. Somos Él." Este
reconocimiento es clave para entender la verdadera naturaleza de la existencia,
donde no hay lugar para el odio ni para el conflicto.
En
el mundo de la dualidad, donde percibimos que hay "yo" y "el
otro", surgen el miedo, el recelo, el conflicto y la lucha. La sensación
de separación es lo que alimenta estos antagonismos. Sin embargo, cuando nos
damos cuenta de que hay un único Ser que se manifiesta en cada ser individual,
desaparece la posibilidad de enfrentarnos unos a otros, porque sería
equivalente a luchar contra nosotros mismos.
Los odios,
las enemistades, la envidia y cualquier forma de antagonismo surgen del engaño
de la ilusión. Esta ilusión nos hace creer que estamos separados unos de otros
porque nos identificamos únicamente con el cuerpo y la forma física. Hemos
olvidado nuestra verdadera naturaleza, que es una con el Ser absoluto, y nos
dejamos atrapar por los engaños de la maya o ilusión.
Esta
unidad es la verdadera naturaleza de la vida y de la existencia. Es la
perfección que subyace a todas las cosas, y es también lo que entendemos como Dios.
Mientras sigamos viendo el mundo como una multiplicidad de seres separados,
estaremos atrapados en la ilusión, ciegos a la verdad fundamental de la unidad
de todo lo que existe.
Cuando
comprendemos esta unidad esencial, desaparece el miedo, el odio y el conflicto,
ya que se vuelve imposible odiar o temer a aquello que es, en esencia, una
extensión de nosotros mismos. La división es solo una apariencia; la realidad
es la unidad subyacente que conecta a todos los seres en un único Ser.
Atman
y la diversidad del pensamiento religioso en India.
El pensamiento
religioso de la India es vasto y multifacético, y aunque en Occidente a menudo
se identifica principalmente con la escuela advaita o monista,
esta no es la única expresión de las enseñanzas védicas. La escuela advaita,
tal como fue expuesta por autores como Max Müller y Paul Deussen, es
ciertamente una de las más racionales y científicas dentro del contexto
filosófico indio, pero en la práctica tiene muchos menos adherentes que
otras tradiciones religiosas de la India.
Desde tiempos
antiguos, India ha sido el hogar de diversas sectas religiosas. A
diferencia de Occidente, donde muchas religiones se organizan en torno a una
jerarquía con un liderazgo definido, en India nunca ha existido una iglesia
organizada con un jefe supremo que dictara lo que se debía creer o negar. Esto
ha permitido una gran libertad para que los individuos formulen sus
propias creencias y establezcan filosofías únicas. En India, la filosofía y la
religión están inseparablemente unidas, por lo que una escuela filosófica
también representa una secta religiosa.
Hoy en día, hay
numerosas sectas religiosas en India, y cada año emergen nuevas, lo que
refleja la inagotable vitalidad espiritual de la nación. Estas sectas se
dividen en dos grandes grupos: las ortodoxas y las heterodoxas.
Las sectas ortodoxas son aquellas que aceptan los Vedas como la eterna
revelación de la verdad, mientras que las sectas heterodoxas no reconocen la
autoridad de los Vedas.
Entre las sectas
heterodoxas más importantes se encuentran los jainos y los budistas,
que se consideran no simplemente como sectas, sino como religiones
completamente distintas del hinduismo. En cuanto a las sectas ortodoxas,
algunas sostienen que los Vedas tienen una autoridad superior a la razón,
mientras que otras creen que solo deben aceptarse las partes de los Vedas que
sean acordes con la razón, desechando las que no lo son.
Dentro de las sectas ortodoxas,
hay tres grandes escuelas filosóficas: los sankhyas, los naiyayikas
y los mimamsakas. Sin embargo, en la actualidad solo los mimamsakas
o vedantistas han sobrevivido como sectas verdaderamente religiosas, ya
que los otros dos grupos no llegaron a consolidarse de manera similar.
Entre los vedantistas,
hay tres principales corrientes de pensamiento, aunque todas coinciden
en algunos puntos clave: la creencia en Dios y en los Vedas como
la palabra revelada de Dios. No obstante, su concepto de revelación es
diferente del que tienen los cristianos con respecto a la Biblia o los
musulmanes respecto al Corán. Los vedantistas ven los Vedas como una expresión
del conocimiento de Dios, un conocimiento que es eterno, ya que Dios mismo
es eterno, y por lo tanto, los Vedas también lo son.
Además, todos los
vedantistas aceptan la idea de una creación cíclica. Según esta
creencia, los universos surgen y desaparecen en ciclos alternos.
Cuando un universo aparece, primero tiene una forma sutil que se va
condensando gradualmente. Después de un período incalculable de tiempo, el
universo vuelve a sutilizarse hasta desaparecer, entrando en un período
de descanso. Este ciclo se repite indefinidamente: tras el descanso, surge un nuevo
universo, y el proceso comienza de nuevo.
El
Dualismo Hinduista y la Naturaleza del Universo según los Vedantistas.
Los vedantistas
proponen una visión del universo basada en dos principios fundamentales: akasha
y prana. Akasha es la materia primordial e indiferenciada, la raíz de
todas las sustancias materiales, mientras que prana es la energía primordial,
de la que derivan todas las energías operantes en el universo. Según esta
visión, prana pone en vibración al akasha, y de esa interacción surge el
universo. Al final de su ciclo, el universo se disuelve y todas sus formas
materiales regresan al akasha, mientras que las energías vuelven a su estado
original de prana inactiva, en espera de un nuevo ciclo.
Los dualistas
creen en un Dios personal, que es el creador y gobernador del universo,
independiente tanto de la materia como del hombre. Para los dualistas, Dios no
tiene un cuerpo humano, pero es una entidad espiritual que posee atributos como
la misericordia, la justicia, la sabiduría y la omnipotencia, digno de alabanza
y adoración. Dios es, para ellos, la suma Bondad, la infalible Verdad y la
eterna Belleza.
Sin embargo, los
vedantistas rechazan la teoría atómica de algunos dualistas, que
postulan que Dios utiliza átomos indivisibles para crear el universo. Según los
vedantistas, los átomos carecen de partes y dimensiones, y por lo tanto, no
pueden constituir algo material o físico. En lugar de eso, Dios crea el
universo utilizando una materia homogénea e indiferenciada. Los
dualistas vedantinos creen que este proceso de creación sigue ciclos, donde el
universo aparece, evoluciona, se disuelve y reaparece en un ciclo interminable.
El
dualismo no es exclusivo del hinduismo. Otras religiones, como el cristianismo,
el judaísmo y el islam, también son dualistas, ya que presentan a
un Dios separado del universo y del hombre. La mayoría de la humanidad, al no
estar acostumbrada a las abstracciones filosóficas, tiende a concebir a Dios
como un ser trascendente, separado de su creación, con cualidades como poder,
justicia y bondad en su máximo grado. Esta concepción es accesible y
comprensible para la mayoría, y por eso ha prevalecido.
Una crítica
frecuente contra el dualismo es la presencia del mal en el mundo. Si
Dios es completamente bueno y misericordioso, ¿Cómo se explica la existencia
del mal? Las religiones dualistas, como el cristianismo y el islam, introducen
la figura del demonio para justificar la presencia del mal. En cambio,
los hinduistas responden que el mal es el resultado de las acciones humanas
y que cada persona es responsable de su propio destino a través de las leyes de
la reencarnación y el karma.
Según la ley del
karma, cada ser humano es el resultado de sus acciones pasadas y será en el
futuro el producto de sus acciones presentes. De esta forma, la vida actual es
una consecuencia de lo que hemos hecho anteriormente, y nuestras acciones
actuales forjan el destino futuro. Esta idea elimina la responsabilidad de Dios
sobre el mal, porque cada persona cosecha lo que siembra. En lugar de
culpar a una entidad externa por nuestras dificultades, el karma enseña que
nuestras circunstancias son el fruto de nuestras propias acciones.
La
salvación, según los dualistas, es el estado en el que el alma se libera
del ciclo de muertes y renacimientos. Todos los seres humanos alcanzarán
eventualmente la perfección y la liberación, aunque algunos tarden más tiempo
que otros debido a sus acciones pasadas. Cuando el alma ha aprendido todas las
lecciones de las vidas terrenales, no necesita reencarnar más. Los dualistas
creen en la existencia de un mundo ultraterreno de paz y felicidad,
donde el alma experimenta la eterna bienaventuranza en la presencia de
Dios, libre de las aflicciones y enfermedades de la vida terrenal.
En la cosmología
dualista hinduista, los dioses mitológicos no son entidades eternas.
Representan cargos o funciones que son desempeñados temporalmente por almas
suficientemente evolucionadas. Por ejemplo, Indra, el rey de los dioses,
es un cargo ocupado por un alma espiritual avanzada durante un ciclo cósmico.
Al final del ciclo, esa alma renacerá como humano y será reemplazada por otra
alma digna de ocupar el cargo. Así, los dioses también están sujetos a la muerte
y al renacimiento, al igual que los seres humanos.
El deseo de alcanzar
el cielo, el poder o la gloria, aunque puedan parecer nobles, no lleva a la
verdadera liberación. Para los hinduistas dualistas, la salvación
solo es posible cuando el alma renuncia completamente al fruto de sus acciones
y a todo deseo de recompensa. Mientras el alma busque reconocimiento o placeres
en el más allá, seguirá atrapada en el ciclo de renacimientos. Solo a través de
la renuncia total al deseo y al egoísmo, que generan la ilusión de la
separación, se puede alcanzar la verdadera libertad y liberación del ciclo de
la vida y la muerte.
El
Dualismo Hinduista y la Devoción a Dios.
En el dualismo
hinduista, hay una profunda confianza en Dios, y los devotos creen
que todo lo que poseen —hijos, bienes materiales, y todas las posesiones
terrenales— pertenece en última instancia a Dios. Este sentimiento de
desprendimiento va acompañado de un profundo respeto por toda forma de vida.
Los hinduistas dualistas, como norma, son vegetarianos y se oponen a la
vivisección y al sacrificio de animales, aunque su enfoque difiere del de los budistas.
Mientras que un budista rechaza la matanza de animales porque nadie tiene el
derecho de quitar una vida que no ha dado, un dualista lo hace porque considera
que toda vida pertenece a Dios.
Cuando una persona
alcanza un punto de evolución espiritual en el que ha renunciado a las ideas de
"lo mío" y "lo tuyo", entregando todo a Dios, y ama a todos
los seres al punto de sacrificar su vida por el bienestar de un animal,
sin esperar recompensa alguna, entonces el amor de Dios comenzará a
vibrar en su corazón purificado. Este acto desinteresado y altruista refleja la
pureza espiritual que los dualistas buscan alcanzar.
Para los dualistas,
Dios es el centro de atracción de todas las almas, un poderoso imán que
atrae las almas humanas hacia Él. Pero, tal como una aguja cubierta de arcilla
no puede ser atraída por un imán, el alma humana cubierta por las impurezas de
las malas acciones no puede ser atraída por Dios. Sin embargo, una vez que se
purifica, el alma, que por naturaleza es pura, es atraída por Dios y se une a
Él de manera íntima, aunque sigue siendo distinta de Él, al igual que la aguja
sigue siendo distinta del imán, a pesar de su unión.
Cuando un ser humano
alcanza la perfección espiritual, adquiere un dominio sobre las fuerzas
de la Naturaleza y puede asumir cualquier forma. Sin embargo, según los
dualistas, hay dos fuerzas que permanecen fuera del control humano: la creación
y la gobernación del universo, que son prerrogativas exclusivas de Dios.
Una característica
notable del dualismo hinduista es que no conciben la idea de suplicar
a Dios por beneficios materiales. Las cosas relacionadas con la vida
terrena, como la riqueza o la prosperidad, deben pedirse a seres
intermediarios entre Dios y el hombre, como los devas, ángeles o
santos. Pedirle a Dios algo material es considerado blasfemia, ya que el
amor por Dios debe ser desinteresado. Los dualistas creen que lo que el
hombre necesita en su vida llegará, pero no de manos de Dios, sino de estos
intermediarios subalternos. A Dios solo se le debe pedir una cosa: la
salvación.
Esta devoción
centrada en el amor desinteresado y la renuncia al deseo es el núcleo de la
religión para las masas populares de India. Aunque se reconoce la
existencia de seres superiores y deidades menores, el objetivo final del
devoto dualista es unirse espiritualmente con Dios, manteniendo siempre una
relación de reverencia, respeto y amor puro hacia Él.
Monismo
Calificado: La Relación entre Dios, el Alma y el Universo.
Los monistas
calificados, a diferencia de los dualistas, afirman que el efecto no
es esencialmente distinto de la causa, sino que es una modalidad
de esta. Si consideramos que el universo es el efecto y Dios la causa, entonces
el universo no es algo separado o diferente de Dios, sino una manifestación
de Dios mismo. Según esta visión, Dios es tanto la causa eficiente
(quien crea) como la causa material (la sustancia misma) del universo.
Dios no solo es el Creador, sino también la materia de la que el
universo está hecho, lo que significa que el universo es Dios en otro aspecto.
En sánscrito, no
existe un equivalente exacto al concepto europeo de creación como la
producción de algo de la nada. Las religiones y escuelas filosóficas de India
no aceptan la idea de crear algo que no existía previamente. Para los
hinduistas, crear significa proyectar o emanar algo que ya
existe, como se expresa en los Vedas: "Así como la araña teje la
tela de su propia substancia, así el universo surgió del seno de aquel
Ser."
No obstante, surge
una objeción: si el universo es una manifestación de Dios, y Dios es la
suprema inteligencia, ¿Cómo puede ser que la materia que constituye el universo
parezca ciega, insensible y material, cuando su origen es Dios, quien es puro y
perfecto? ¿Cómo puede ser que el efecto (el universo) sea tan diferente
de la causa (Dios)?
Los monistas
calificados responden afirmando que Dios, el universo y las almas
individuales son tres manifestaciones de una misma esencia. Dios es el Alma
Suprema, mientras que el universo y las almas individuales son como el
cuerpo de Dios. De la misma manera que el hombre es un alma encarnada en un
cuerpo, Dios tiene como cuerpo el universo y las almas. Así, el universo es
el cuerpo de Dios, pero los cambios en el universo no afectan a Dios,
del mismo modo que los cambios en el cuerpo humano no afectan al alma.
El universo,
entonces, es una manifestación de Dios en su aspecto material. Aunque
los cuerpos cambian, nacen, crecen, envejecen y mueren, el alma es
inmutable y eterna. Del mismo modo, los cambios del universo no afectan
a la esencia de Dios. A lo largo de los ciclos cósmicos, el universo se
proyecta a partir de Dios, condensándose gradualmente de lo sutil a lo denso.
Al término de cada ciclo, este proceso se invierte, y el universo vuelve a lo
sutil, para que un nuevo universo surja al comienzo de otro ciclo.
Tanto los dualistas
como los monistas calificados coinciden en que el alma es
esencialmente pura, aunque las malas acciones pueden manchar su manifestación.
Sin embargo, los monistas calificados explican esta pureza de una forma
más clara: la pureza y perfección del alma están comprimidas o contraídas,
como un muelle que ha sido oprimido. Al encarnarse en un cuerpo, el alma se
esfuerza por manifestar su verdadera naturaleza y recuperar su estado
pleno.
Según los monistas
calificados, el alma posee infinidad de cualidades, pero no es omnipotente
ni omnisciente como Dios. Las acciones malas contraen la naturaleza del
alma, mientras que las acciones buenas la dilatan y permiten que el alma
se exprese de manera más plena. Las almas, afirman, son porciones de Dios,
como chispas que emanan de una hoguera, compartiendo la misma naturaleza
que el fuego de donde provienen.
El Dios de los
monistas calificados es individual, con un número infinito de buenas
cualidades. Está presente en todas partes y en todas las cosas, no en el
sentido de que Dios sea una piedra o una pared, sino que Dios está
presente en la piedra y en la pared. No hay ni un solo átomo en el universo
que no esté penetrado por la energía de Dios.
Las almas
están limitadas y no son omnipresentes, pero cuando logran manifestar
todos sus poderes y alcanzan su perfección, ya no están sujetas a reencarnar.
Una vez alcanzada esta perfección, el alma ya no experimenta ni nacimiento ni
muerte, y vive eternamente en unión con Dios.
El
Monismo Puro: La Realización de la Unidad Absoluta en el Advaitismo.
El monismo puro
o advaitismo representa la cima del pensamiento filosófico y religioso
de la India. En esta tradición, el pensamiento humano alcanza su máxima
expresión, trascendiendo los misterios que parecían impenetrables. Sin embargo,
el advaitismo es demasiado abstracto y complejo para servir como base religiosa
para la mayoría de las personas. Incluso en India, donde esta corriente ha sido
influyente durante más de tres mil años, su comprensión ha quedado limitada a
un pequeño grupo de pensadores debido a su dificultad. La mayoría de las
personas prefieren una religión que se ajuste a su temperamento habitual y que
no requiera el esfuerzo de trazar "nuevos surcos" en su manera de
pensar.
El advaitismo
sostiene que Dios es tanto la causa eficiente (quien crea) como
la causa material (la materia de la creación) del universo. En otras
palabras, Dios es el Creador y lo creado, el universo mismo. Sin embargo, lo
que llamamos universo y todo lo que percibimos con nuestros sentidos no tiene existencia
real. No hay más que una sola y absoluta existencia: la del Infinito Ser,
el Atman. Todo lo que experimentamos como el mundo es un sueño,
una manifestación de este Ser único e infinito.
El Atman
trasciende todo lo conocido y lo cognoscible. Es la única Realidad que se
manifiesta en todos los seres y en todas las formas, pero en su esencia es sin
forma, sin nombre, sin sexo. Las distinciones de género,
raza, y nacionalidad, que dominan el mundo de la ilusión, desaparecen
para quien ha vencido la ilusión y percibe en todos los seres la manifestación
del mismo Dios. El Atman, el Ser puro y bienaventurado, reside en todos
los seres, y cuando nos deshacemos de las formas y los nombres, solo queda la esencia
unificada que es el universo.
El advaita nos
enseña que no podemos conocer al Conocedor ni ver nuestro verdadero Ser.
Solo a través de la introversión o del reflejo sobre sí mismo podemos
percibir la esencia del Ser. Así, el universo no es más que el reflejo
del único y eterno Ser. Dependiendo del "reflector" que lo recibe, el
reflejo será bueno o malo. En una persona virtuosa, el reflector es puro, y el
reflejo es claro y positivo. En una persona malvada, el reflector es
defectuoso, y el reflejo se distorsiona. Sin embargo, el Ser mismo, el Atman,
siempre es puro e inmutable.
El advaitismo
nos invita a ver el universo como una Unidad física, mental, moral y
espiritual. A los ojos de quien ha alcanzado un nivel superior de
comprensión, el mundo no es más que un reflejo del Atman. El universo tiene una
sola Alma, que es eterna, y no está sujeta ni al nacimiento ni a la
muerte, ni a la reencarnación. El Ser del hombre, en su verdadera esencia, es uno
con Dios y con el alma del universo.
El advaita
rechaza todos los dioses creados por la imaginación, el miedo o la fantasía. En
lugar de adorar entidades externas, el advaitista adora a su propio Yo,
porque el Yo es uno con todos los demás yos y con la única Realidad. Según esta
filosofía, pedir ayuda a un dios externo es ignorar que el reino de los cielos
ya reside en nuestro interior. Cuando alguien suplica a una deidad y recibe lo
que pide, cree que esa entidad se lo ha concedido, pero en realidad la gracia
y la respuesta provienen del propio interior del suplicante.
El advaitismo explica
que, aunque el hombre busque ayuda en dioses externos, al final siempre regresa
a su verdadero Ser, donde encuentra a Dios. Este Dios que el hombre ha
buscado en templos, iglesias y mezquitas, no está en el cielo sentado en un
trono de gloria, sino dentro de su propio ser. La razón por la que el ser
humano no se reconoce como Dios es simplemente un eclipse temporal de la luz
del Atman, similar a cómo el sol parece ocultarse tras las nubes. La luz de
Atman nunca se debilita ni se eclipsa, pero puede parecerlo cuando se
interponen las nubes de la ilusión. Una vez que la ilusión se disipa, el
Atman se reconoce a sí mismo.
Quien reconoce esta verdad
y comprende su identidad esencial con el infinito Ser del universo
alcanza de inmediato la liberación. Las tinieblas de la ignorancia
desaparecen, y con ellas, el temor, los celos, la envidia
y el odio se disipan. Ya no hay separación entre los seres, porque quien
ha alcanzado este estado de realización no puede odiar, dañar ni temer a otro,
puesto que reconoce que todos los seres son uno.
Como dicen los textos advaitistas:
"De perenne paz goza quien en este mundo de multiplicidad ve al único Ser; quien en esta masa insensible ve al único Ser sensitivo; quien en este mundo de sombras vislumbra la única Realidad."
Las
Etapas del Pensamiento Religioso de la India: Dualismo, Monismo Calificado y
Monismo Puro.
El pensamiento
religioso de la India, en su camino hacia el conocimiento de Dios,
atraviesa tres grandes etapas que reflejan la evolución espiritual de la
humanidad. Estas etapas son el dualismo, el monismo calificado y
el monismo puro o advaitismo.
1.
Dualismo: En
esta primera etapa, el hombre cree en un Dios individual y extracósmico,
separado del universo y del ser humano. Aquí, Dios es visto como un creador
externo que gobierna el cosmos, y el hombre se relaciona con Dios como una
entidad aparte, dependiente de su misericordia y poder. Es una etapa donde la
visión de Dios está profundamente influenciada por la idea de la separación
y la dualidad entre lo divino y lo terrenal.
2.
Monismo Calificado: En
la segunda etapa, se reconoce a Dios inmanente en el universo. Dios ya
no es visto únicamente como un ser trascendente y separado, sino como una
fuerza presente en todo lo creado. El universo es percibido como una
manifestación de Dios, y las almas individuales son reflejos de lo divino,
aunque todavía hay una distinción entre Dios y el universo. Es un paso
intermedio en el que se concibe a Dios como el alma del cosmos y de los seres
individuales, sin que estos pierdan completamente su individualidad.
3.
Monismo Puro: La
tercera y última etapa es el advaitismo o monismo puro, donde se
reconoce que Dios y el Yo verdadero son uno y el mismo.
Aquí, se comprende que no hay ninguna separación real entre Dios, el universo y
el alma individual. Todo es una única y absoluta Realidad. El universo y
el ser humano no son más que manifestaciones de ese Ser único, el Atman.
En esta etapa, la ilusión de la multiplicidad es superada, y el hombre
reconoce que su verdadero Ser es el mismo Ser que todo lo abarca.
Este proceso de
evolución espiritual es el corazón de las enseñanzas de los Vedas, que
comienzan con el dualismo, progresan hacia el monismo calificado, y culminan en
el monismo puro. Aunque el monismo es la culminación de este camino, no es
fácilmente comprensible para la mayoría de las personas. Requiere un grado de profundidad
intelectual y práctica espiritual que muy pocos están dispuestos a
alcanzar, ya que implica un cambio radical en la percepción de uno mismo y del
universo.
A pesar de su
dificultad, el monismo puro contiene en sí mismo toda la ética, moral,
justicia y bondad que los seres humanos buscan. El principio de "amar
al prójimo como a uno mismo" solo tiene sentido si reconocemos que el prójimo
es esencialmente idéntico a uno mismo. La predicación de la fraternidad
humana por grandes instructores espirituales a lo largo de la historia se
basa en la verdad subyacente de la unidad esencial de todos los seres.
El monismo, en su
forma más pura, enseña que el mundo tal como lo percibimos es una ilusión
creada por los sentidos y las limitaciones de nuestra mente. Para el hombre que
ha superado las ilusiones del mal y ha purificado su percepción, este mundo no
es ni un lugar terrible ni un cielo de placeres sensoriales, sino una manifestación
de su propio Ser.
Las tres etapas
—dualismo, monismo calificado y monismo puro— no son contradictorias, aunque a
primera vista lo parezcan. Cada una es una ampliación o complemento de la
anterior, y todas son necesarias en el proceso de evolución espiritual
del ser humano. El dualismo es un punto de partida legítimo para muchas
personas, y no se debe perturbar a aquellos que se encuentran en esa etapa de
su desarrollo espiritual. Para aquellos que han comprendido el monismo, su
tarea no es criticar las creencias de los demás, sino auxiliar y elevar
a quienes estén dispuestos a avanzar hacia una mayor comprensión.
El monismo puro
enseña que, al final, todos alcanzaremos la Verdad y la inmortalidad. Como dice
el texto védico:
"Cuando están vencidos todos los deseos del corazón, lo mortal logra la
inmortalidad."
El
Ser Aparente y el Ser Real.
Desde que el ser
humano comenzó a pensar, ha dirigido su mirada hacia el futuro, deseando
comprender qué sucede después de la desintegración de su cuerpo mortal. A lo
largo de los siglos, se han propuesto diversas teorías y sistemas para intentar
explicar el enigma de la muerte. Algunas de estas ideas han sido aceptadas
mientras otras se han descartado, y así seguirá siendo mientras el hombre
exista y no se canse de reflexionar.
Sin embargo, todas
las teorías religiosas y filosóficas contienen algo de verdad, y no es inútil
tratar de armonizar aquellas que parecen más contradictorias. El tema central
de la filosofía vedántica es la búsqueda de la unidad, ya que la mente
india no se enfoca tanto en lo particular, sino que siempre busca lo universal.
Esta búsqueda se resume en un aforismo fundamental: "¿Qué es lo que,
una vez conocido, permite conocerlo todo?"
Un símil lo ilustra
de esta manera: "Así como al conocer un trozo de arcilla podemos entender
toda la arcilla del universo, ¿qué será aquello que, una vez comprendido, nos
permita entender todo el universo?"
Según los filósofos
de la India, el universo puede reducirse a una materia primordial que
llaman akasha, de la cual surgen todas las cosas que percibimos con
nuestros sentidos, desde los objetos más duros hasta los gases más sutiles.
Junto con esta materia primordial, existe una energía que la anima, y esta
energía es también única, manifestándose en diversas formas como la energía
mental, nerviosa, eléctrica, magnética, lumínica, calórica y mecánica, según su
nivel de vibración. A esta energía la llaman prana.
El universo surge de
la interacción entre prana y akasha. Al inicio de un ciclo cósmico, ambos están
en reposo; pero cuando prana comienza a vibrar, akasha se condensa y da lugar a
los sistemas planetarios, los mundos y los seres que los habitan. Todas las
manifestaciones de energía son prana, y todas las manifestaciones de materia
son akasha. Al final de cada ciclo, la materia vuelve a hacerse sutil hasta
regresar a su estado primordial como akasha, y todas las energías se disuelven
nuevamente en prana. En ese momento, prana y akasha permanecen inactivas hasta
que comienza un nuevo ciclo, repitiéndose este proceso indefinidamente.
Sin embargo, este
análisis no está completo. Aunque la ciencia moderna reconoce y acepta
gran parte de esta visión, no puede ir más allá de lo que la observación y la
experiencia pueden alcanzar. Por eso, es necesario profundizar más para
descubrir aquello que, una vez comprendido, nos permita entender todo el
universo. Hasta ahora, hemos reducido la inmensa variedad de formas y fuerzas
del universo a dos elementos primordiales: energía (prana) y materia (akasha).
Pero si consideráramos ambos como principios absolutos y eternos, no
resolveríamos el problema, ya que también debemos investigar la causa de
la energía y la materia. Estos elementos no pueden existir por sí mismos, ya
que es imposible concebir dos principios absolutos sin una causa superior.
Por ello, la
filosofía vedántica introduce la idea de Mahat, la Mente Universal,
de cuya condensación surge la energía, y de la condensación de esta energía, la
materia. Aunque también es posible pensar que mente, energía y materia no son
sucesivas, sino que se desdoblan simultáneamente desde Mahat.
Reflexión
de la Ciencia Moderna.
La ciencia moderna
también reconoce esta conexión. Albert Einstein expresó la idea de que
el universo debe ser algo armónico y ordenado, y es famosa su frase: "Dios
no juega a los dados". Del mismo modo, Max Planck, fundador de
la teoría cuántica, afirmó: "Toda la materia surge y persiste únicamente
debido a una fuerza que hace vibrar las partículas atómicas, manteniéndolas
juntas en el sistema más diminuto: el átomo. Y, aunque esta fuerza no es por sí
misma inteligente ni eterna, debemos asumir que detrás de ella existe una Mente
Inteligente o un Espíritu Superior."
La teoría de la
relatividad de Einstein y la física cuántica de Planck han
revolucionado la forma en que vemos el mundo. Ya hemos explicado, en
conferencias anteriores, que ni el ojo ve ni el oído oye por sí mismos. Todos
los órganos de los sentidos son solo medios que transmiten sensaciones al alma
o Yo, el verdadero ser del hombre, que es permanente y esencialmente
inmutable.
Un ejemplo puede
ayudar a aclarar esta idea: cuando queremos fotografiar algo en movimiento,
debemos mantener el objeto quieto o usar una cámara especial. De manera
similar, para que el Yo perciba una sensación, debe estar enfocado o
atento. Entre los constantes cambios de nuestras sensaciones, pensamientos y
emociones, la experiencia nos demuestra que existe algo en nosotros que
permanece, algo que no cambia, que es individual y permanente.
Este algo es el alma, el Yo verdadero, que trasciende al cuerpo y
la mente.
Al igual que más allá
de la mente humana se encuentra el alma humana, más allá de Mahat, la Mente
Cósmica, encontramos al Alma Cósmica, o Dios. La Mente de Dios,
al reducir su vibración, se desdobla en prana y akasha. Pero, ¿sucede lo mismo
con el ser humano individual? ¿Es su mente una condensación de su alma, y su
cuerpo una condensación de su mente? ¿Son el alma, la mente y el cuerpo entidades
separadas, o son diferentes estados de una misma entidad?
Procuraremos
responder paso a paso a estas preguntas. Primero, observamos el cuerpo físico
con sus órganos; más allá de estos está la mente con su intelecto y, más allá,
el alma, que es diferente tanto de la mente como del cuerpo. En este punto, las
opiniones religiosas están divididas.
Los dualistas
sostienen que, como el alma es distinta del cuerpo y de la mente, y no está
compuesta de energía ni materia, debe ser inmortal. La mortalidad
implica descomposición, y lo que es simple no puede descomponerse. Lo único
verdaderamente simple en el universo es el espíritu. Si la energía y la materia
son condensaciones de la mente, y la mente es una condensación del espíritu,
entonces para que el alma humana exista, debe ser espiritual. Y si es
espiritual, debe ser esencialmente idéntica a Dios, que también es espíritu, ya
que no puede haber dos tipos diferentes de espíritus.
Por lo tanto, el alma
no pudo haber sido creada de la nada ni puede ser diferente de la esencia de
Dios. Si el espíritu humano fuera distinto al de Dios, caeríamos en un absurdo.
Según la filosofía vedantina, cuando el cuerpo muere, el alma sigue
viviendo, y la energía vital se concentra en la mente, la cual entonces forma
el cuerpo o envoltura que servirá como vehículo para el alma.
En la parte más sutil
de este cuerpo mental que perdura a lo largo de todas las encarnaciones, quedan
impresas las experiencias que el alma ha vivido durante su tiempo en la Tierra.
Para aclarar este concepto: la mente humana está compuesta de materia mental,
similar al agua de un lago. Cada pensamiento puede compararse a una ola en este
lago de materia mental. Al igual que las olas que se levantan y luego
desaparecen en el agua, los pensamientos surgen y luego se disipan, pero dejan
su huella. Estas huellas pueden reaparecer cuando se repiten las circunstancias
que las generaron.
La memoria es
simplemente la capacidad de revivir esas olas mentales que han quedado
dormidas. Así, cada pensamiento, palabra o acción, como expresiones de un
pensamiento, se alojan en la mente, en ese cuerpo mental que sirve de envoltura
al alma cuando la muerte física le quita su cuerpo material. El destino futuro
del alma depende de la suma de todas estas impresiones.
Según
los dualistas, las almas de las personas muy espirituales, al morir,
atraviesan las esferas solar, lunar e ígnea, donde encuentran un alma ya
bienaventurada que las guía hacia la esfera superior, llamada Brahmaloka
o la esfera de Brahma. Allí, estas almas alcanzan un poder y sabiduría casi
absolutos, y habitan eternamente en esa esfera. Por otro lado, según los monistas,
al final del ciclo de evolución, las almas se identifican con Dios, del cual
emanaron.
Por otro lado, en el hinduismo
dualista, las almas de las personas que fueron buenas durante su vida en la
Tierra, no por amor al bien en sí mismo, sino por deseos de recompensa o temor
al castigo, van después de la muerte a la esfera lunar, donde existen varios
cielos. Allí, toman cuerpos sutiles y disfrutan de las delicias celestiales
durante un largo tiempo. Pero cuando su karma remanente se activa,
descienden de nuevo a las esferas inferiores hasta llegar a la Tierra, donde se
adhieren a un cereal que será consumido por un ser humano, quien eventualmente
les proporcionará un nuevo cuerpo físico.
Finalmente, aquellos
que fueron malvados se convierten, al morir, en espectros que habitan en la
región intermedia entre la esfera lunar y la Tierra. Algunos de estos espectros
perturban, tientan u obsesionan a los vivos, mientras que otros actúan como amigos.
Después de un tiempo, reencarnan en formas animales y más adelante, asumen
nuevamente forma humana para tener nuevas oportunidades de redención.
Según la teoría
hinduista, aquellos que están cerca de la perfección y sólo tienen leves
impurezas van a Brahmaloka siguiendo el "camino de los rayos del
sol". Aquellos que no son ni muy buenos ni muy malos, y han realizado
buenas obras en la Tierra con la esperanza de ganarse el cielo, alcanzan dicho
cielo, pero más tarde deben regresar a la Tierra para seguir perfeccionándose.
Finalmente, los malvados se convierten en espectros o demonios, y tras un
tiempo reencarnan en formas animales, para luego volver a ser humanos con
nuevas oportunidades de perfeccionarse.
El hinduismo denomina
a la Tierra Karmabhumi, o la esfera del karma, porque aquí el ser humano
elabora su buen o mal karma. Aquellos que desean ir al cielo y obran bien con
este fin no generan mal karma, sino que cosechan en el cielo los frutos de su
buen karma. Sin embargo, cuando esos frutos se agotan, su karma latente se
activa y deben volver a la Tierra para agotarlo en un nuevo cuerpo de carne.
De manera similar,
aquellos que se convierten en espectros o demonios no generan nuevo karma en
ese estado, pero sufren las consecuencias de sus malas acciones pasadas.
Después de un tiempo, pueden reencarnar en cuerpos animales hasta que,
finalmente, vuelven a tomar forma humana.
Los estados en los
que se cosechan los frutos del buen o mal karma no tienen la energía necesaria
para generar nuevo karma, pues sólo sirven para disfrutar o sufrir. Cuando el
bien o el mal son muy intensos, los resultados del karma se manifiestan rápidamente.
Por ejemplo, si alguien ha cometido muchas malas acciones y realiza una buena
acción, los resultados de esta buena acción aparecerán de inmediato, pero una
vez agotados, deberá enfrentar las consecuencias de sus malas acciones.
Quienes han realizado
algunas buenas obras, pero cuyo comportamiento general no ha sido correcto,
recibirán su recompensa, pero una vez agotada, renacerán en la Tierra para
terminar de saldar su mal karma.
Aquellos que, debido
a sus grandes maldades, se conviertan en espectros o demonios, pero hayan
realizado algo bueno en su vida, reencarnarán en forma humana sin necesidad de
pasar por la etapa animal, una vez que hayan agotado su mal karma.
En sánscrito, el
camino que lleva a Brahmaloka, del cual no se regresa, se llama Devayana,
o "camino de Dios". Por otro lado, el Pihiyana es el
"camino a los antepasados", que conduce al cielo temporal. Según la filosofía
vedantina, el ser humano es el más elevado del universo, y este mundo de
acción es el mejor lugar para perfeccionarse, ya que solo aquí se le presentan
las oportunidades necesarias para hacerlo.
Ahora, vamos a
explorar otro aspecto de la filosofía. Existen budistas que niegan la
existencia del alma, argumentando que no tiene sentido suponer la existencia de
algo que sea el sustrato o base del cuerpo y la mente, ya que el cuerpo es
suficiente para explicar todos los fenómenos. A primera vista, este argumento
parece convincente, ya que si observamos externamente, el cuerpo es una masa de
materia que siempre está cambiando, al igual que la mente. Esta constante
transformación da la falsa apariencia de unidad entre el cuerpo y la mente,
cuando en realidad, según estos budistas, dicha unidad no existe.
Si agitamos
rápidamente una antorcha encendida, veremos una circunferencia luminosa que, en
realidad, no está ahí, pero parece real debido al movimiento rápido de la luz.
De la misma forma, la aparente unidad de nuestro cuerpo es una ilusión
provocada por el movimiento constante de la materia que lo conforma, lo que,
según estos pensadores, elimina la necesidad de una tercera sustancia que lo
unifique. Esta idea budista ha sido presentada como novedosa por algunas
corrientes filosóficas modernas, pero ya era un tema central en las enseñanzas
budistas: todo lo que necesitamos investigar está dentro del universo mismo,
sin requerir un fundamento adicional.
Cada cosa es un
conjunto de cualidades, y no es necesario suponer la existencia de una
sustancia subyacente en todas ellas. La noción de "sustancia" surge
de la rápida interacción de cualidades, no de algo inmutable que esté detrás de
ellas. Este argumento budista tiene resonancia en la experiencia cotidiana de
la mayoría de las personas, quienes tienden a ver solo los fenómenos
superficiales sin profundizar en la verdadera naturaleza de las cosas. Para
muchos, el universo parece una masa de cambios y fluctuaciones, como un mar en
constante agitación.
Así, encontramos dos
posturas: una que afirma que más allá del cuerpo y la mente hay una sustancia
inmutable y permanente; y otra que niega la existencia de algo inmóvil en el
universo, afirmando que todo está en constante cambio. El monismo
armoniza ambas visiones, diciendo que los dualistas tienen razón al suponer que
hay algo inmutable detrás de lo mutable, ya que no podemos concebir un cambio
sin relacionarlo con algo que no cambie. Solo podemos entender algo mutable
comparándolo con algo menos mutable, y así sucesivamente, hasta llegar a lo que
es completamente inmutable.
El universo
manifestado en su conjunto debió, en algún momento, estar en un estado de no
manifestación, tranquilo y silencioso, con todas las fuerzas en perfecto
equilibrio. Y precisamente, el universo se esfuerza por volver a ese equilibrio
original. Los dualistas aciertan al decir que hay algo inmutable, pero cometen
un error al afirmar que es algo diferente de la mente y el cuerpo. Los budistas
aciertan al decir que el universo es un continuo flujo de cambios, pero se
equivocan al pensar que estos cambios y distinciones son esenciales al
universo.
El alma, la mente y
el cuerpo no son tres entidades separadas, sino una sola esencia manifestada de
tres formas diferentes. Aquellos que ven solo el cuerpo no perciben la mente;
quienes ven la mente no pueden ver el alma; y aquellos que ven el alma, prescinden
del cuerpo y la mente. De la misma manera, quien ve el movimiento no percibe la
quietud absoluta, y quien percibe la quietud absoluta no tiene noción del
movimiento.
Cuando confundimos
una cuerda enrollada con una serpiente, vemos la serpiente, no la cuerda. Pero
una vez que se desvanece la ilusión, lo que vemos es la cuerda, no la
serpiente. Por lo tanto, solo existe una única Realidad que todo lo abarca y
que, a nuestros ojos, parece múltiple.
A esta única
Realidad, también llamada única Existencia o única Sustancia, se le conoce en
sánscrito como Brahmán. En Occidente se le llama Dios, y en
términos filosóficos, se le refiere como el Absoluto. Los Upanishads
lo llaman "Aquello", porque ningún nombre le hace justicia. Brahmán
parece múltiple debido a la intervención de nombres y formas.
En el océano, las
olas no son esencialmente diferentes de la masa de agua, ya que emergen de
ella. Lo que las diferencia es su forma, a la cual le damos el nombre de
"ola". Cuando la ola desaparece, pierde su forma y, con ella, su
nombre, pero la esencia de la ola, el agua, regresa a la masa del mar de la que
en realidad nunca se separó. De la misma manera, el universo es una sola y
única Existencia, pero el nombre y la forma crean la ilusión de variedad.
Cuando el sol se
refleja en millones de gotas de agua, en cada gota vemos la imagen del sol. De
igual forma, la única Realidad se manifiesta de manera múltiple en las
innumerables formas del universo. Así, no hay más que un Atman, un Ser
eternamente puro, perfecto, inmutable y permanente, y todos los cambios que
percibimos en el universo son manifestaciones aparentes de ese único Ser.
La forma distingue a
la ola del mar, pero cuando la ola desaparece, también lo hace la forma. La
existencia de la ola depende de la existencia del mar, pero la existencia del
mar no depende de la ola. El nombre y la forma son producto de Maya
(Ilusión), de algo que, sin existencia propia, crea distinciones entre las
cosas. No podemos decir que la forma existe por sí misma, ya que depende de la
cosa formada; pero tampoco podemos negar su existencia, ya que establece las
diferencias entre las cosas.
La forma y el nombre
están relacionados con el tiempo, el espacio y la causalidad. La ciencia
moderna ha demostrado la unidad material del universo, y que el cuerpo humano
es un microcosmos, es decir, está compuesto de los mismos elementos que se
encuentran en el universo. La partícula de materia que hoy está en el cuerpo de
un hombre puede estar mañana en un animal, una planta o un mineral, y
viceversa.
La materia del
universo es una masa continua en la que se forman centros, focos o grupos que
asumen forma y reciben nombre. Desde otro punto de vista, el universo es un
océano de materia mental, cuyas turbulencias son las mentes individuales, y sus
olas, los pensamientos.
Cuando entendemos
esto, las teorías hinduistas ya no deben tomarse de manera literal, ya que las
esferas, ciclos y regiones no son lugares físicos, sino símbolos de estados de
conciencia. Al leer un libro, el lector pasa de una página a otra. No cambia el
lector, cambia la página. Así, el universo es como un libro abierto ante el
alma, que lee capítulo tras capítulo, presentándosele nuevas escenas en cada
uno, pero el alma siempre es la misma. Nunca cambia. El nacimiento y la muerte
pertenecen a la materia, no al alma.
Sin embargo, las
apariencias engañan a aquellos que no conocen la realidad, de la misma forma
que se confunde quien cree que el sol se mueve y la tierra permanece quieta.
Desde la perspectiva mental en la que opera la mente humana, se percibe el
universo como algo material. Para algunos, este mundo terrenal es un lugar de
sufrimiento y castigo, mientras que otros lo ven como un paraíso, bajo el
espejismo de su propio bienestar.
Aquellos que durante su vida terrenal soñaron y desearon ver a
Dios sentado en su trono, rodeado de coros angelicales y de una corte de
bienaventurados, tal como lo describen los libros piadosos y las pinturas de
los santos, experimentarán al morir exactamente aquello que nutrieron y crearon
en su mente durante su vida.
El grave error de la mayoría de las personas es creer que esta
vida terrenal es la única realidad verdadera, lo que las lleva a identificarse
completamente con su cuerpo físico. Sin embargo, en esencia, el alma humana es
idéntica al Dios del universo. Cuando el ser humano llega a conocerse a sí
mismo, cuando logra diferenciar su ser aparente de su ser real, el velo que le
impedía ver con claridad se rasga. Los sueños y las ilusiones que lo habían
atormentado durante toda una serie de vidas se desvanecen, y reconoce que el
reino de los cielos está en su interior. Su cuerpo es el templo del espíritu de
Dios, y su verdadero ser se eleva más allá de los cielos poéticos y
mitológicos, más allá de los dioses simbólicos, porque es infinito y perfecto
como el mismo Dios.
Solo de esta manera el hombre se libera de todo temor, la
ilusión desaparece y entra en el eterno reino de la realidad. Sin embargo,
surge la pregunta: ¿es posible poner en práctica estas enseñanzas esotéricas y
aparentemente incomprensibles en la vida cotidiana? La respuesta es que, aunque
no todas las personas están en el grado de evolución necesario para
practicarlas, sí hay quienes, en este mismo mundo y en este mismo momento, han
logrado vencer la ilusión (Maya).
Las filosofías, doctrinas, argumentos, libros, teorías, iglesias
y sectas son necesarias mientras el ser humano recorre el sendero de
perfeccionamiento, manifestando poco a poco las potencialidades de su verdadero
ser. Sin embargo, todas estas herramientas se vuelven innecesarias una vez que
la persona alcanza el conocimiento pleno de sí misma.
Algunas personas creen que, cuando lleguen a comprender la
unidad esencial de todos los seres y las cosas, las fuentes del amor se
agotarán. Pero no toman en cuenta que los más grandes benefactores de la
humanidad fueron aquellos que renunciaron a todo lo personal por abnegación.
El ser humano solo ama verdaderamente cuando su amor no se
centra en lo mortal y perecedero. Ama de verdad cuando el objeto de su amor es
el mismo Dios, presente en todos los seres. Por eso, el amor al prójimo debe
estar fundamentado en el amor a Dios.
Una mujer amará más intensamente a su marido cuando vea a Dios
en él; el marido amará con más sacrificio y devoción a su esposa cuando vea a
Dios en ella; la madre amará con mayor ternura a sus hijos si ve a Dios en
ellos. Incluso el más acérrimo enemigo será objeto de amor cuando quien lo
contemple vea a Dios en él.
Este es el mayor bien que la humanidad puede cosechar al
reconocer la unidad esencial de todos los seres. En lugar de luchas, guerras,
disputas, contiendas y enemistades, reinará la paz entre todos los seres
humanos, porque todos tendrán como garantía de paz la buena voluntad.
Santiago de
Compostela, 12 de julio de 2018.
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