El Macroscosmos

 Una visión renovada del origen y la maravilla del universo.

Las flores que nos rodean son hermosas. El amanecer con su luz naciente es majestuoso, y el crepúsculo, con su paleta de colores, es un espectáculo digno de admiración. El universo es hermoso, y la humanidad ha disfrutado de este impresionante escenario desde que apareció en la Tierra.

Las montañas, con su grandeza que inspira respeto; los ríos que fluyen incansables hacia el mar; los desiertos infinitos y el vasto océano; los cielos llenos de estrellas... Todos ellos son sublimes. Esta totalidad que llamamos "Naturaleza" ha marcado profundamente la mente humana desde tiempos antiguos, y la respuesta a su influencia siempre se ha manifestado en una pregunta fundamental: "¿Qué es todo esto? ¿De dónde vino?"

Esta cuestión ya la encontramos en los Vedas, las escrituras más antiguas de la humanidad. Ahí se preguntaban: "¿De dónde ha surgido todo lo que vemos? Cuando nada existía y las tinieblas lo cubrían todo, ¿Quién creó el universo? ¿Cómo sucedió? ¿Quién conoce el misterio?"

Esa pregunta ha llegado hasta nosotros intacta. A lo largo de los siglos, incontables intentos se han hecho por responderla, y sin embargo, la respuesta definitiva sigue eludiéndonos. Sin embargo, cada una de estas respuestas parciales ha aportado algo de verdad, y esa verdad ha ido fortaleciéndose con el tiempo.

Quisiera esbozar una respuesta basada en los antiguos filósofos de la India, alineada con los conocimientos modernos. Hoy en día, algunas partes de esta antiquísima pregunta ya han sido aclaradas. Un primer punto clave es la idea de que hubo un momento en el que nada existía.

Pero, ¿podemos estar realmente seguros de esto? En este viaje, exploraremos cómo los filósofos de la India antigua llegaron a esta conclusión, que aunque no parece definitiva, sigue siendo una pieza clave en el rompecabezas del universo.

El ciclo perpetuo de la vida y la materia.

De una pequeña semilla brota la planta, que crece, se fortalece y se convierte en un árbol frondoso. Al morir, ese árbol deja una nueva semilla de la que surgirá otro árbol, continuando el ciclo. El ave nace de un huevo, crece, vive, muere y deja otros huevos, que serán la semilla de nuevas aves. Lo mismo ocurre con los mamíferos, incluidos los seres humanos. Toda forma de vida comienza desde una semilla, una célula primordial, que luego crece, se desarrolla, decae y muere, dejando a su paso la semilla para futuras generaciones de su misma especie.

La gota de lluvia, que brilla bajo el rayo del sol, proviene del océano en forma de vapor. Junto a otras gotas, forma nubes, que luego se condensan en lluvia y vuelven a evaporarse, reiniciando el ciclo. Las imponentes montañas, desgastadas lentamente por la nieve y el agua, se desmoronan poco a poco en partículas que son arrastradas hacia el océano. En su fondo, se formarán nuevas montañas, futuros continentes que acogerán a generaciones por venir.

Así, la arena da origen a montañas, que a su vez, con el paso de los milenios, retornan a ser arena. Si observamos con detenimiento, veremos que la Naturaleza sigue una misma ley en todo lo que hace. De la misma manera que forma un grano de arena, moldea los gigantescos soles del universo. Según los Vedas, "si conocemos un trozo de arcilla, conoceremos toda la arcilla del universo".

Si lográramos entender la esencia íntima de un simple grano de arena o el ciclo vital de una planta, podríamos comprender todo el universo. Este razonamiento revela que todos los fenómenos son, en esencia, similares. Las montañas no son más que acumulaciones de partículas que eventualmente se disuelven. Los ríos son vapor de agua que se condensa, y luego vuelve a ser vapor. Las plantas surgen de semillas y generan nuevas semillas. La vida humana brota de un germen y retorna a él. Y así, el universo que tuvo su origen en una nebulosa, algún día retornará a su forma primigenia.

¿Qué nos enseña todo esto? Que lo denso es el resultado, y lo sutil es la causa. Hace miles de años, Kapila, el padre de la filosofía Samkhya, mostró que toda destrucción es, en realidad, un regreso a la causa original. Si destruimos una mesa o cualquier objeto material, sus componentes regresan a la fuente de la que provienen. Cuando el cuerpo humano muere, los elementos que lo conformaban vuelven a su estado primordial. Incluso cuando la Tierra misma se desintegre, sus componentes retornarán al estado en el que estaban antes de su formación.

Por lo tanto, podemos concluir que todo lo que percibimos como efectos materiales no es más que una manifestación temporal de su causa subyacente. El objeto, en sí mismo, es solo una forma pasajera; cuando esa forma desaparece, los elementos que la conforman persisten. De igual manera, las formas de vida vegetal, animal y humana nacen, se reproducen y mueren, en un ciclo interminable de creación y disolución.

El ciclo eterno del universo y la presencia de lo divino.

Así como una semilla no se transforma de inmediato en un árbol, sino que permanece en la tierra, en un proceso oculto y gradual, hasta que germina y crece, el universo también tuvo un tiempo de gestación invisible. En su inicio, estuvo en un estado de caos y latencia hasta que surgió plenamente manifestado. Todo efecto tiene su causa, y esa causa es una forma más sutil del efecto. Esto nos lleva a la conclusión de que el universo no pudo haber surgido de la nada; fue el resultado de un universo anterior, tal como la planta es el resultado de una semilla precedente. Así es como evoluciona el cosmos.

Antes de toda evolución, debe haber una involución. La célula que dará lugar a una forma humana ya contiene, de manera involucionada, la estructura futura de esa forma, al igual que una semilla contiene la potencialidad del árbol que será. De la nada no puede surgir algo; todo ha existido desde siempre, sin principio ni fin en cuanto a su esencia, aunque con principio y fin en cuanto a su forma y existencia temporal.

En las formas más básicas de la vida, donde comienza la evolución, está involucionado el espíritu de lo divino, que anima a todas las formas. A medida que estas formas evolucionan, ese espíritu se va manifestando de manera más clara, hasta revelarse plenamente en el mundo físico, en la forma superior del ser humano.

La ley de la conservación y transformación de la energía nos dice que no es posible obtener trabajo sin antes aplicar energía. De la misma manera, ni un solo átomo de materia ni una partícula de energía en el universo se destruyen; solo se transforman y se conservan. Así, el ser humano perfecto, el ser divino, ya estaba presente, de manera involucionada, en el primer protoplasma que inició el proceso evolutivo.

Esto explica cómo todo, absolutamente todo, procede de lo divino y a lo divino debe regresar. Muchas veces me han preguntado por qué utilizo la palabra "Dios" para referirme a la suprema inteligencia involucionada en el universo, y respondo que es porque no encuentro un término más adecuado. A lo largo de los siglos, en todos los idiomas y culturas, la humanidad ha invocado a esa suprema entidad, llamándola Dios, expresando con ese nombre sus alegrías, esperanzas, miedos, angustias y aspiraciones. Aunque la ignorancia y las supersticiones populares hayan desvirtuado su significado, los sabios de todos los tiempos han comprendido su verdadera esencia.

Si consideramos la ley de asociación, veremos que la palabra Dios está estrechamente vinculada a ideas de infinitud, omnisciencia, omnipotencia, bondad, verdad y belleza. Millones de almas humanas han adorado a ese Ser infinito, identificándolo con todo lo noble y sublime en la naturaleza humana. Todas las formas de energía cósmica no son más que manifestaciones de ese Dios supremo y absoluto. Todo lo que existe en el universo emanó de Él, o mejor dicho, fue proyectado por Él y es de su misma esencia.

Dios brilla en los astros, está presente en la tierra y el mar, en la lluvia y el viento, en el cuerpo humano, en las flores, en los animales y en cada rincón del universo. Dios es la causa material y eficiente del cosmos. Está presente en la célula y vuelve a manifestarse como Dios en el último extremo de la evolución.

Como enseñan los Upanishads:

"Tú eres el hombre. Tú eres la mujer. Tú eres el joven. Tú eres el anciano apoyado en su bastón. Tú estás en todas las cosas. Tú eres el Todo, oh, Señor."

Esta es la única explicación del universo que satisface verdaderamente a la inteligencia humana. En resumen: de Él venimos, en Él vivimos y a Él regresaremos.


El Microcosmos: La búsqueda interna de la verdad eterna.

Por ley natural, el ser humano tiende a explorar el mundo exterior utilizando los órganos de los sentidos. El ojo está diseñado para ver, el oído para escuchar, y los demás sentidos para percibir las múltiples sensaciones del mundo que nos rodea. Desde los primeros tiempos, las bellezas de la naturaleza cautivaron la atención de la humanidad, y fue precisamente el mundo exterior el que provocó las primeras preguntas que surgieron de la mente humana al contemplarlo.

Los antiguos intentaron resolver el misterio de la existencia observando los astros, los ríos, los mares y las montañas. En las religiones más primitivas, encontramos vestigios de esta investigación intuitiva que emprendió la humanidad en sus primeros intentos de entender el mundo que la rodeaba. El hombre imaginó dioses que representaban cada uno de los elementos y fenómenos que, sin comprender del todo, observaba en la naturaleza. Así surgieron divinidades para el agua, los vientos, los mares, los ríos, las montañas, la tierra, el cielo, el sol y la luna. Cada una de las fuerzas de la naturaleza estaba simbolizada por alguna deidad, y para los pueblos de entonces, estos dioses eran tan humanos como lo es hoy, para muchas personas, el concepto de un único Dios.

Sin embargo, a medida que la humanidad avanzaba en su evolución, estas figuras divinas dejaron de satisfacerla. La observación y la experiencia mostraron que los fenómenos antes atribuidos a los dioses eran en realidad parte de la naturaleza, con causas que podían explicarse. Así, los pensadores apartaron la mirada del macrocosmos, del vasto universo externo, y la dirigieron hacia el microcosmos: el mundo interno del ser humano. La atención pasó de lo externo a lo interno, de las grandes preguntas sobre el mundo a las más profundas interrogantes sobre la naturaleza humana.

No existe cuestión cuya respuesta sea más relevante para el ser humano que la de su verdadera naturaleza. A lo largo de la historia, en todas las épocas y lugares, reyes y sabios, ricos y pobres, justos y pecadores, se han hecho la misma pregunta: ¿Hay algo en el ser humano que sobreviva a la muerte del cuerpo? Y si lo hay, ¿de dónde proviene esa esencia inmortal y cuál es su destino?

Esta pregunta se ha transmitido de generación en generación y seguirá haciéndose mientras existan seres humanos capaces de pensar. Sin embargo, no es que la pregunta quede sin respuesta o que sea imposible contestarla. Más bien, las respuestas ofrecidas a lo largo de la historia no han satisfecho a todas las personas. Sin embargo, la respuesta que los antiguos sabios dieron hace miles de años sigue ganando fuerza y claridad con el paso del tiempo. No necesitamos hacer otra cosa más que reafirmar esa antigua verdad.

No pretendemos arrojar una nueva luz sobre este enigma tan profundo, sino simplemente expresar esa verdad antigua con un lenguaje moderno. Nuestro objetivo es traducir, en términos comprensibles, el pensamiento divino que ya late en la mente humana, porque si esa verdad reside en nuestro interior, somos capaces de comprenderla.


La percepción humana: un viaje desde los sentidos hasta el Yo.

Para poder ver, necesitamos varias cosas. En primer lugar, los ojos, ya que, aunque una persona esté perfectamente constituida en todo lo demás, si carece de ojos, no podrá ver. Sin embargo, tener ojos no es suficiente. El verdadero órgano de la visión no es el ojo en sí, sino el centro nervioso en el cerebro que procesa la información visual. Los ojos son simplemente el instrumento que permite la visión. Si el centro cerebral encargado de la visión está dañado, no importa lo sanos que estén los ojos, la persona no podrá ver.

Lo mismo sucede con los otros sentidos: el oído, el olfato, el gusto y el tacto. Cada uno de estos sentidos tiene su propio instrumento sensorial (el oído, la nariz, la lengua, la piel) y su correspondiente centro nervioso en el cerebro. Por ejemplo, el aparato auditivo no es más que el medio que transmite las vibraciones sonoras al centro nervioso encargado de procesar el sonido. Sin embargo, ni el instrumento sensorial ni el centro nervioso son suficientes para percibir el mundo exterior por sí solos.

Imaginemos a una persona concentrada en la lectura de un libro. Mientras lee, podría no oír el sonido del reloj que da las horas. Las vibraciones sonoras habrán llegado a su oído, el tímpano habrá vibrado, y el nervio auditivo habrá transmitido esas vibraciones al cerebro, pero la persona no habrá escuchado el sonido. ¿Por qué? Porque no es el oído el que escucha, ni el ojo el que ve, ni la nariz la que huele, ni la lengua la que saborea, ni la piel la que toca. Tampoco es el cerebro el que percibe. Quien realmente percibe es algo más profundo, algo que no es el cuerpo: el verdadero ser humano, a menudo llamado alma, ego, jiva, espíritu o simplemente Yo.

Este Yo dispone de un instrumento especial para recibir todas las sensaciones que le transmiten los centros cerebrales. Este instrumento se llama mente. Cuando el Yo enfoca la mente en un objeto externo, percibe solo ese objeto, y las demás sensaciones que lleguen de otros órganos no son captadas, aunque las señales fisiológicas lleguen al cerebro.

La mente es como un vórtice dentro del cuerpo invisible del ser humano. Está formada por una materia increíblemente sutil, mucho más refinada que la materia física, y es conocida como materia mental. La mente vibra al ritmo que le imprime el Yo, y estas vibraciones se manifiestan en diferentes capacidades intelectuales, cuya suma se llama intelecto.

Así, el proceso de percepción sigue una cadena bien definida, que involucra varios elementos:

1.    El órgano externo o instrumento de sensación (ojos, oídos, nariz, etc.).

2.    El centro cerebral correspondiente.

3.    La mente, que recibe las impresiones.

4.    El intelecto, que interpreta las señales.

5.    El Perceptor, el Yo, que es el verdadero ser humano.

Una vez que el Yo percibe la sensación transmitida, responde a ella. Esta respuesta sigue el camino inverso: pasa por el intelecto, la mente, el centro cerebral y finalmente llega al órgano sensorial. Todo este proceso ocurre de manera casi instantánea, sin que apenas seamos conscientes de ello.

La condición septenaria del ser humano y la manifestación del Yo.

El ser humano, según las antiguas enseñanzas, está compuesto por siete principios o aspectos, que reflejan diferentes niveles de su existencia. Estos son:

1.    Cuerpo Físico (Rupa): el cuerpo material hecho de carne y huesos.

2.    Vitalidad (Prana-Jiva): la fuerza vital que anima el cuerpo físico.

3.    Cuerpo Astral (Linga-Sarira): el doble etéreo o cuerpo sutil que sirve de molde al cuerpo físico.

4.    Mente Inferior (Kama-Rupa): el asiento de las pasiones, deseos y emociones.

5.    Mente Superior (Manas): la mente racional y espiritual, la fuente del pensamiento elevado.

6.    Alma (Buddhi): el aspecto de la sabiduría y la intuición espiritual.

7.    Espíritu (Atma): el principio más elevado, la chispa divina o esencia pura.

Los primeros cuatro componentes —el cuerpo físico, la vitalidad, el cuerpo astral y la mente inferior— se consideran mortales. Estos aspectos se abandonan al momento de la muerte, cuando el cuerpo físico se desintegra y los otros componentes sutiles se desvanecen progresivamente.

En cambio, el Yo verdadero está constituido por los dos principios más elevados: Buddhi (el alma) y Atma (el espíritu), que forman el núcleo inmortal del ser humano. Al morir, el Yo arrastra consigo una parte de la Mente Superior (Manas), una especie de "copia" que contiene las experiencias más sublimes y espirituales de la vida que acaba de terminar. Solo esta porción espiritual de la mente pasa al Devachán, conocido en Occidente como el paraíso, donde el Yo se regocija en un estado de plenitud espiritual.

El cuerpo físico, junto con sus órganos sensoriales, se desintegra cuando termina la vida terrenal, expuesto siempre a accidentes y fragilidad. Pero el cuerpo sutil (o cuerpo astral), aunque no perece con el cuerpo físico, también tiene un ciclo de vida y descomposición, sirviendo como vehículo para el Yo en el más allá. Este cuerpo sutil también se desintegra cuando el Yo se prepara para reencarnar en un nuevo cuerpo físico, según la ley de causación o karma.

El cuerpo sutil, al igual que el cuerpo físico, atraviesa un proceso de crecimiento y decadencia. Durante la vejez, las facultades intelectuales pueden verse afectadas, pero esto no se debe a la mente en sí, sino a la debilitación de los instrumentos físicos que la expresan. Sin embargo, el Yo en su esencia no se debilita ni decae, porque es inmortal.

Tanto el cuerpo físico como el cuerpo sutil son simplemente instrumentos del Yo. Mientras estos instrumentos estén en buen estado, el Yo puede manifestarse a través de ellos. Sin embargo, al desgastarse, como todo lo compuesto, deben descomponerse. El Yo, entonces, debe renovar estos instrumentos para continuar su ciclo de aprendizaje y experiencia en nuevas vidas.

Es importante señalar que el Yo no evoluciona en su esencia, ya que su naturaleza es divina e inmutable. El Yo no puede acrecentarse ni disminuirse, porque es en sí mismo conocimiento, existencia y felicidad. Al hablar de la evolución del Yo, no nos referimos a que el Yo adquiera algo que no posee, sino que se manifiesta cada vez más plenamente a lo largo de las diferentes etapas de la vida, y vida tras vida. El Yo, desde la eternidad, ya posee todas sus cualidades, atributos y poderes esenciales.

Las cualidades divinas del Yo se reflejan con mayor o menor claridad en la mente, y esta, a su vez, las refleja en el cuerpo físico. Por eso, la diferencia entre los seres humanos no es una diferencia esencial, sino una diferencia en el grado de manifestación de ese Yo divino. Cada ser humano, en diferentes etapas de su vida y su evolución, refleja estas cualidades divinas de maneras más o menos intensas.

La naturaleza eterna del Yo y la reencarnación.

Se nos plantea ahora un nuevo problema: si el Yo humano es eterno, omnisciente y feliz por su propia naturaleza, no puede haber sido creado, y mucho menos a partir de la nada. Si el Yo existe, debe ser de la misma esencia que el Ser absoluto e increado, ya que, como sabemos, de la nada no puede surgir algo. Los teólogos cristianos, en su interpretación, han tergiversado las enseñanzas originales al afirmar que Dios crea un alma de la nada para cada cuerpo que nace. Si fuera cierto, Dios estaría creando almas constantemente, ya que cada día nacen innumerables cuerpos humanos.

Además, estos teólogos sostienen que Dios crea las almas a su imagen y semejanza, como si cada alma fuese una simple proyección de Dios, similar a una película proyectada en una pantalla. Sin embargo, la experiencia y la observación demuestran que las almas se manifiestan de manera muy diferente, incluso entre personas nacidas en el mismo entorno, criadas por la misma madre y sometidas a las mismas influencias. No es razonable pensar que Dios proyecte imágenes tan distintas, e incluso contradictorias, de sí mismo.

Lo más lógico, razonable y congruente con la intuición es que el alma humana no sea una mera imagen de Dios, sino que sea esencialmente divina, una identidad real con Dios en su naturaleza. Aunque distinta de Dios, esta distinción no implica una diferencia esencial. Es como el oxígeno: el oxígeno que inhalan todos los seres del mundo es el mismo en su esencia, pero la porción que cada ser respira es distinta aunque no diferente. De manera similar, el espíritu infinito de Dios puede animar a todas las formas corporales sin perder su unidad indivisible. Cada alma humana es, por tanto, idéntica en esencia a Dios, pero su manifestación varía según las condiciones orgánicas y el grado de evolución de cada individuo.

Estas reflexiones nos llevan al tema de la reencarnación del Yo, una verdad que ha sido objeto de debate. Algunos, aferrados a dogmas religiosos tergiversados, afirman que la reencarnación es imposible. Sin embargo, esos mismos aceptan la imposibilidad de que las almas se creen de la nada y sostienen la inmortalidad de las almas en una vida ultraterrena sin fin. Esta contradicción es evidente: si algo pudiera salir de la nada, necesariamente debería volver a la nada, lo cual no es el caso del alma humana.

El alma humana, considerada como una sustancia espiritual, simple e indivisible, existe desde la eternidad y jamás dejará de existir. Como dice el Bhagavad Gita:

"Ni Yo, ni tú, ni esos príncipes de hombres, en tiempo alguno hemos dejado de ser ni dejaremos de ser en adelante."
"Lo que no existe no tiene ser, y lo que existe jamás dejará de ser."
"Los videntes de la esencia de las cosas han percibido esta verdad."

Lejos de ser espeluznante, la verdad de la reencarnación es esencial para el bienestar moral de la humanidad. Es la única conclusión lógica a la que puede llegar un pensador reflexivo. Si hemos de existir eternamente después de esta vida, es necesario que hayamos existido también eternamente antes de ella. La idea de que la existencia es solo un episodio en una continuidad eterna proporciona una base coherente para entender nuestra naturaleza espiritual y el propósito de nuestras vidas.

A menudo, quienes se oponen a la reencarnación presentan objeciones que, para quienes ya han aceptado esta verdad, pueden parecer triviales. Sin embargo, incluso las mentes más brillantes en ciertas áreas pueden hacer declaraciones absurdas en temas que no comprenden completamente. Como se ha dicho con acierto, "no hay absurdo sin filósofo que lo defienda."

La reencarnación y el enigma del recuerdo de vidas pasadas.

Una de las objeciones más comunes contra la reencarnación es la aparente falta de memoria sobre nuestras vidas anteriores. Es cierto que, para la mayoría de las personas, el recuerdo de esas vidas pasadas es inexistente. Si todos recordáramos nuestras vidas anteriores, no habría motivo de discusión, ya que sería algo evidente para todos. Sin embargo, decir que nadie recuerda sus vidas pasadas es una falacia. Hay quienes sí tienen recuerdos claros de vidas anteriores, y algunos pueden acceder a esos recuerdos mediante prácticas de clarividencia o técnicas espirituales.

Además, si la memoria fuera el único criterio para determinar la existencia de una vida anterior, tendríamos que admitir el absurdo de que no existimos en nuestra infancia, ya que la mayoría de las personas no recuerda todos los detalles de sus primeros años. A lo largo de nuestra vida, olvidamos muchas experiencias y acontecimientos sin que eso niegue nuestra existencia en esos momentos. Esto nos ocurre todos los días de nuestra vida.

Los instrumentos que el Yo utiliza para manifestarse y expresarse en cada vida no son los mismos de una encarnación a otra. El cerebro físico que tenemos en esta vida no es el mismo cerebro que tuvimos en una vida pasada, por lo que las impresiones y experiencias previas no están grabadas en este cerebro actual. En lugar de eso, el resultado o fruto de esas experiencias pasadas se manifiesta en nuestra vida actual en forma de tendencias, aptitudes y disposiciones, lo que nos muestra que en cada vida nos presentamos como el resultado de nuestras acciones pasadas.

Grandes maestros espirituales como Krishna, Buda y Cristo han hablado implícita o explícitamente sobre la reencarnación. Sin embargo, tanto materialistas como teólogos poco reflexivos se oponen a esta idea, calificándola de absurda. Curiosamente, muchos de estos mismos críticos aceptan sin cuestionar las afirmaciones de científicos y filósofos como Huxley o Tyndall, cuyas palabras son tomadas como verdad incuestionable. Esto refleja una paradoja en la que se ha llegado a otorgar una infalibilidad dogmática a los científicos, similar a la que se atribuye al Papa en el ámbito religioso.

La objeción basada en la falta de recuerdo de vidas pasadas no tiene peso significativo. Muchas personas que han alcanzado la liberación de la "rueda de nacimientos y muertes" han reportado que, en ese estado, recuerdan todas sus vidas anteriores. Desde esa perspectiva, las experiencias terrenales se ven como sueños transitorios, y se comprende que la vida es una escuela experimental donde, a lo largo de múltiples encarnaciones, asumimos diferentes roles y personalidades. Hemos sido padres, madres, hijos, esposos, amigos, ricos y pobres, y hemos vivido en lo más alto de la gloria y en lo más bajo del sufrimiento. Cuando se alcanza este nivel de comprensión, el deseo por la vida sensorial se desvanece, y el ser ha vencido la muerte.

Argumentos en favor de la reencarnación.

La reencarnación es la única teoría que explica de manera racional las profundas diferencias que observamos entre las aptitudes y posibilidades de los seres humanos para adquirir conocimiento. Para comprender esto, consideremos cómo adquirimos conocimiento. Por ejemplo, si vemos un perro, sabemos que es un perro porque lo reconocemos. En nuestra mente hay grupos de impresiones pasadas, como si fueran archivos. Cuando recibimos una nueva impresión, la comparamos con esas impresiones previas almacenadas y, al encontrar similitudes, la colocamos en el archivo correspondiente. Así, sabemos que hemos visto un perro porque la nueva impresión coincide con experiencias previas.

Si no encontráramos impresiones similares en nuestra mente, no sabríamos qué estamos viendo, y ese estado lo llamamos ignorancia. El conocimiento, por otro lado, surge cuando podemos relacionar nuevas impresiones con las ya conocidas. Esto mismo ocurrió cuando la humanidad vio caer una manzana por primera vez. Al principio, el fenómeno era extraño, pero después de observarlo repetidamente, Newton pudo formular la ley de la gravitación a partir de un conjunto de impresiones acumuladas.

Si, como afirmaba Aristóteles, naciéramos con la mente en blanco, como una tabla rasa, no tendríamos ninguna referencia para procesar nuevas impresiones, lo que haría imposible adquirir conocimiento. Sin embargo, cada persona nace con una capacidad diferente para aprender, lo que demuestra que hemos llegado a este mundo con un bagaje de conocimientos y experiencias acumuladas. Estos conocimientos previos no pueden explicarse únicamente por las experiencias de una sola vida.

El instinto de conservación y el temor a la muerte son también ejemplos de este conocimiento innato. Un polluelo recién salido del cascarón se esconde instintivamente bajo las alas de su madre cuando percibe un peligro, como un águila. Los naturalistas usan la palabra "instinto" para describir este comportamiento, pero no pueden explicar completamente de dónde proviene ese temor a la muerte en un ser tan joven y sin experiencia.

La reencarnación, por tanto, ofrece una explicación más coherente y profunda: lo que aprendemos y experimentamos en una vida se acumula y nos acompaña en las siguientes, moldeando nuestra capacidad de conocer, aprender y evolucionar.

El instinto, la herencia y la reencarnación: una perspectiva evolutiva.

Una de las preguntas más fascinantes sobre el instinto es por qué ciertos comportamientos parecen ser innatos y automáticos en los seres vivos, sin necesidad de aprendizaje previo. Un ejemplo claro es el de los patos que, cuando nacen de huevos empollados por una gallina, se zambullen en el agua instintivamente, mientras la gallina madre cloquea con desesperación creyendo que se están ahogando. Estos polluelos nunca han nadado antes, y nadie les ha enseñado cómo hacerlo. De manera similar, cuando un niño comienza a aprender a tocar el piano, al principio debe prestar mucha atención a cada tecla, pero una vez que domina la técnica, la ejecución de las notas se vuelve casi automática, sin necesidad de concentración consciente. Lo que antes requería esfuerzo y voluntad, más tarde se convierte en algo instintivo.

Sin embargo, muchas de las acciones que ahora realizamos de forma automática o instintiva pueden, si lo deseamos, ser controladas por nuestra voluntad. Podemos regular conscientemente nuestros músculos, nuestra respiración e incluso nuestras funciones digestivas, que normalmente operan de manera involuntaria. Aunque para la mayoría de las personas, este control voluntario sobre funciones automáticas sería un retroceso en lugar de un avance, demuestra que lo que llamamos "instinto" es, en realidad, la transformación de acciones voluntarias pasadas en hábitos inconscientes.

De acuerdo con la ley de que la evolución y la involución son procesos correlativos, podemos ver que el instinto no es otra cosa que la razón involucionada. Lo que llamamos instinto, tanto en humanos como en animales, es el resultado de experiencias pasadas. Los científicos ya aceptan que los seres humanos y los animales nacen con un bagaje de experiencias, pero tienden a atribuir este conocimiento innato a la transmisión hereditaria, en lugar de reconocerlo como una consecuencia del alma y sus vidas previas.

La ley de herencia es innegable, pero no es incompatible con la reencarnación; de hecho, la confirma. Cada ser humano nace en este mundo con el fruto de sus acciones pasadas, con la oportunidad de dar un nuevo paso en su evolución. Para hacerlo, debe asumir un cuerpo físico adecuado a las condiciones de su karma. Este cuerpo es proporcionado por los padres y, por lo tanto, comparte las características físicas y fisiológicas de los progenitores, así como de los antepasados o parientes cercanos. En este sentido, el cuerpo hereda los caracteres de familia.

Sin embargo, el Yo elige reencarnar en un cuerpo específico porque ese cuerpo físico le ofrece las condiciones más adecuadas para manifestar sus cualidades en esa vida, de acuerdo con su karma. Pero en cuanto a las cualidades mentales y morales, la ley de la herencia no se aplica. Esto explica por qué vemos casos en los que de padres buenos nacen hijos malos, y de padres malos nacen hijos buenos. Las características mentales y morales que el Yo manifiesta en una vida no son heredadas, sino que son propias del Yo, moldeadas por sus experiencias y acciones pasadas.

La verdad de la reencarnación también resuelve muchos problemas filosóficos y teológicos que no pueden resolverse satisfactoriamente mediante teorías tradicionales. La reencarnación está inseparablemente ligada a la ley de causa y efecto (karma). Según esta ley, cada persona es responsable de sus acciones y, por ende, del curso de su vida. Cada uno es el artífice de su propia fortuna o desgracia, y no puede culpar a nadie más por lo que le sucede. Así como un velero recibe el viento favorable si despliega sus velas, mientras que otro que no las despliega no puede aprovechar el viento, lo mismo sucede con nuestras vidas. No es culpa del viento ni de Dios que unos sean dichosos y otros desgraciados; es el resultado de las acciones que cada uno ha realizado.

El futuro es infinito y está abierto ante nosotros. Es esencial que tengamos presente que nuestros pensamientos, palabras y acciones determinan, según su naturaleza, el curso de nuestro porvenir. Cada decisión que tomamos contribuye al desarrollo de nuestro karma y define el camino que seguiremos en nuestras vidas futuras.

La inmortalidad: una reflexión perenne sobre el destino del alma.

El problema de la inmortalidad del alma ha sido una constante fuente de inquietud y reflexión desde tiempos inmemoriales, ocupando las mentes de bardos y sabios, sacerdotes y profetas, reyes y mendigos por igual. Esta pregunta, que toca lo más profundo de la existencia humana, ha fascinado a todas las civilizaciones, y su relevancia no ha disminuido ni disminuirá mientras el ser humano siga existiendo.

A lo largo de la historia, se han propuesto diversas soluciones para este enigma, y en todas las épocas los pensadores han debatido su significado, sin que el problema pierda su frescura o su carácter esencial. Aunque en la vida cotidiana muchas veces quedamos atrapados en las preocupaciones mundanas, este interrogante emerge con fuerza cuando enfrentamos la muerte de un ser querido. En esos momentos, el ruido del mundo se desvanece, y nos encontramos contemplando preguntas profundas: "¿Qué hay más allá de la muerte? ¿Qué sucede con el alma?"

Todo el conocimiento humano proviene de la experiencia, y nuestros razonamientos se basan en la generalización de esas experiencias. ¿Qué observamos a nuestro alrededor? Un continuo cambio que se repite en un ciclo: nacimiento, desarrollo, reproducción, decadencia, muerte y renacimiento. Esta es la experiencia que todos compartimos. Pero, al observar más detenidamente, descubrimos que detrás de esta interminable variedad de formas, desde el átomo más pequeño hasta el hombre más desarrollado, hay una unidad subyacente.

A medida que avanza el conocimiento científico, la barrera que solía separar diferentes fenómenos se vuelve cada vez más tenue. La ciencia moderna ha llegado a reconocer la unidad esencial de la materia, como hace tiempo reconoció la unidad de la energía. Las formas que observamos en el universo, desde los objetos inertes hasta los seres vivos, no son más que manifestaciones de la misma energía o vida. Todas están conectadas como los eslabones de una cadena que constituye la evolución de la forma, la vida y la conciencia.

Sin embargo, los antiguos sabios vislumbraron una verdad que a menudo se pasa por alto en la modernidad: la involución. Mientras que la evolución es el despliegue gradual de lo que está latente, la involución es el estado de latencia en el que se encuentran todas las posibilidades futuras. Por ejemplo, una semilla contiene en sí misma el potencial para convertirse en una planta, pero este desarrollo solo es posible porque todas las características del árbol ya están involucionadas en la semilla. Un grano de arena, por otro lado, no se convertirá jamás en una planta porque no tiene ese potencial involucionado.

Del mismo modo, todas las posibilidades del futuro ser humano están presentes en el niño, tal como el árbol está presente en la semilla. Esta capacidad latente es lo que los antiguos filósofos de la India llamaron involución. Así, toda evolución, ya sea física, mental o espiritual, presupone una involución previa. Nada puede evolucionar si no está ya involucionado en lo que evoluciona. Este principio de involución nos lleva a reconocer que la inmortalidad del alma está relacionada con la evolución continua del ser, y que las potencialidades futuras están ya contenidas en el presente.

La inmortalidad no es simplemente una cuestión de perduración en el tiempo, sino de la manifestación gradual de lo que siempre ha estado latente en el alma. Como cada ser humano lleva en su interior todas las posibilidades de desarrollo espiritual, el viaje del alma no termina con la muerte física. La evolución del alma, alimentada por lo que está involucionado en ella, continúa más allá de la vida física, en un proceso que es tan eterno como la propia esencia del ser.

La inmortalidad del alma y su relación con la evolución y la involución.

La ciencia moderna, a través de la física, nos recuerda un principio fundamental: la energía en el universo ni se crea ni se destruye. La materia tampoco puede aniquilarse, sino que se transforma y conserva en diversas formas. Este principio se aplica también a la evolución: nada puede surgir de la nada, lo que implica que todo lo que evoluciona debe haber estado previamente involucionado. De manera análoga, el niño es el hombre en estado de involución, y el hombre es el niño evolucionado. La semilla contiene en sí misma todas las posibilidades del árbol, y el árbol es el resultado de la evolución de esa semilla. Desde el protoplasma más simple hasta el hombre más desarrollado, toda vida está unida en un continuo encadenamiento.

Este proceso nos lleva a una idea clave: la vida no "crece" en sí misma, ya que la vida que anima todas las formas es la infinita vida de Dios, independiente de las condiciones externas. En lugar de hablar de un crecimiento de la vida, debemos referirnos a la manifestación de esa vida, que se despliega en diferentes formas físicas y espirituales. Las formas perecen, pero la vida subyacente subsiste, perpetuándose en nuevas formas. Sin embargo, este ciclo de transformación no es la inmortalidad del alma en sí misma, sino la renovación continua de las formas a través de las cuales se manifiesta.

Al igual que la energía y la materia no pueden desaparecer, sino que se transforman en nuevas modalidades y ciclos, lo mismo ocurre con el alma. El universo no avanza en una línea recta; todo sucede en ciclos o en espiral. Esto es fundamental porque la alma, en la que está involucrada la energía cósmica de Dios, también sigue un ciclo de evolución hasta que finalmente regresa a su fuente, Dios.

Es importante notar que el alma no es una fuerza ni un pensamiento. Aunque es la productora del pensamiento, no es el pensamiento en sí mismo. Y aunque construye y utiliza el cuerpo físico, no es el cuerpo. Sabemos que el cuerpo no puede ser el alma porque no tiene inteligencia propia. La inteligencia es un poder que reacciona, y es el Yo o el alma quien realmente percibe y reacciona ante las sensaciones transmitidas por el cuerpo.

Un ejemplo ilustrativo es cuando un individuo está profundamente concentrado en una conversación interesante. Mientras tanto, un mosquito lo pica, pero no siente la picadura en ese momento. Aunque la señal sensorial se ha transmitido a través del sistema nervioso, el Yo no reacciona porque está enfocado en otro estímulo. Esto demuestra que no es el cuerpo el que siente, sino el Yo o alma que, cuando no reacciona ante una sensación, es como si la sensación no hubiera existido. El cuerpo es solo un instrumento para la percepción, mientras que el Yo es el verdadero perceptor.

Existen casos documentados donde una persona ha hablado en un idioma que no había aprendido conscientemente. Sin embargo, al investigar más a fondo, se descubre que esa persona estuvo expuesta a ese idioma en su infancia, aunque no lo recordara. Esto muestra que el Yo puede activar impresiones almacenadas en la mente incluso después de muchos años. Este fenómeno demuestra que la mente, aunque poderosa, es solo un instrumento del Yo, y el Yo es el verdadero ser, el alma.

Para los materialistas, el pensamiento es el resultado de cambios moleculares en el cerebro. Sin embargo, este enfoque no puede explicar fenómenos como el de la persona que habla un idioma no aprendido conscientemente. La mente está conectada al cerebro mientras el cuerpo está vivo, pero cuando el cuerpo muere, la mente continúa existiendo como instrumento del Yo en planos supra físicos.

El Yo o alma es el iluminador, mientras que la mente es solo el medio a través del cual el Yo gobierna los órganos del cuerpo y recibe impresiones. Los órganos de los sentidos reciben las impresiones del mundo externo, las transmiten al cerebro, y el cerebro las transfiere a la mente. Finalmente, es el Yo quien percibe y reacciona. De este modo, queda claro que el verdadero ser humano no es ni el cuerpo ni la mente. El cuerpo y la mente son compuestos y, como todo lo compuesto, están sujetos a descomposición y muerte.

El Yo, sin embargo, no está compuesto de partes, ni es materia ni energía; es algo puro, simple y eterno, lo que implica que nunca puede morir. Vida y muerte son solo dos caras de una misma moneda en el mundo relativo, pero el alma está más allá de estas transiciones. El alma nunca nació ni nunca morirá. Es eterna y constituye la esencia de toda vida.

Aunque el cuerpo experimente nacimiento y muerte, el alma trasciende esas experiencias. La omnipresencia del alma no se refiere a su limitación por el cuerpo físico, sino a su esencia, que está más allá del tiempo y el espacio. Si el alma proviene de Dios, debe compartir su naturaleza divina, lo que implica la identidad esencial de todas las almas y su omnisciencia y omnipresencia. Estos atributos están latentes en el alma hasta que alcanzan su plena manifestación.

La Unidad Esencial del Ser y el Engaño de la Separación.

El siguiente fragmento nos ofrece una reflexión profunda sobre la esencial unidad de todos los seres y la ilusión de la separación que nos lleva al conflicto. Nos dice: "Por Él se extiende el firmamento y brilla el sol y todo vive. Es la Realidad del universo. Es el Alma de nuestra alma. Somos unos con Él. Somos Él." Este reconocimiento es clave para entender la verdadera naturaleza de la existencia, donde no hay lugar para el odio ni para el conflicto.

En el mundo de la dualidad, donde percibimos que hay "yo" y "el otro", surgen el miedo, el recelo, el conflicto y la lucha. La sensación de separación es lo que alimenta estos antagonismos. Sin embargo, cuando nos damos cuenta de que hay un único Ser que se manifiesta en cada ser individual, desaparece la posibilidad de enfrentarnos unos a otros, porque sería equivalente a luchar contra nosotros mismos.

Los odios, las enemistades, la envidia y cualquier forma de antagonismo surgen del engaño de la ilusión. Esta ilusión nos hace creer que estamos separados unos de otros porque nos identificamos únicamente con el cuerpo y la forma física. Hemos olvidado nuestra verdadera naturaleza, que es una con el Ser absoluto, y nos dejamos atrapar por los engaños de la maya o ilusión.

Esta unidad es la verdadera naturaleza de la vida y de la existencia. Es la perfección que subyace a todas las cosas, y es también lo que entendemos como Dios. Mientras sigamos viendo el mundo como una multiplicidad de seres separados, estaremos atrapados en la ilusión, ciegos a la verdad fundamental de la unidad de todo lo que existe.

Cuando comprendemos esta unidad esencial, desaparece el miedo, el odio y el conflicto, ya que se vuelve imposible odiar o temer a aquello que es, en esencia, una extensión de nosotros mismos. La división es solo una apariencia; la realidad es la unidad subyacente que conecta a todos los seres en un único Ser.

Atman y la diversidad del pensamiento religioso en India.

El pensamiento religioso de la India es vasto y multifacético, y aunque en Occidente a menudo se identifica principalmente con la escuela advaita o monista, esta no es la única expresión de las enseñanzas védicas. La escuela advaita, tal como fue expuesta por autores como Max Müller y Paul Deussen, es ciertamente una de las más racionales y científicas dentro del contexto filosófico indio, pero en la práctica tiene muchos menos adherentes que otras tradiciones religiosas de la India.

Desde tiempos antiguos, India ha sido el hogar de diversas sectas religiosas. A diferencia de Occidente, donde muchas religiones se organizan en torno a una jerarquía con un liderazgo definido, en India nunca ha existido una iglesia organizada con un jefe supremo que dictara lo que se debía creer o negar. Esto ha permitido una gran libertad para que los individuos formulen sus propias creencias y establezcan filosofías únicas. En India, la filosofía y la religión están inseparablemente unidas, por lo que una escuela filosófica también representa una secta religiosa.

Hoy en día, hay numerosas sectas religiosas en India, y cada año emergen nuevas, lo que refleja la inagotable vitalidad espiritual de la nación. Estas sectas se dividen en dos grandes grupos: las ortodoxas y las heterodoxas. Las sectas ortodoxas son aquellas que aceptan los Vedas como la eterna revelación de la verdad, mientras que las sectas heterodoxas no reconocen la autoridad de los Vedas.

Entre las sectas heterodoxas más importantes se encuentran los jainos y los budistas, que se consideran no simplemente como sectas, sino como religiones completamente distintas del hinduismo. En cuanto a las sectas ortodoxas, algunas sostienen que los Vedas tienen una autoridad superior a la razón, mientras que otras creen que solo deben aceptarse las partes de los Vedas que sean acordes con la razón, desechando las que no lo son.

Dentro de las sectas ortodoxas, hay tres grandes escuelas filosóficas: los sankhyas, los naiyayikas y los mimamsakas. Sin embargo, en la actualidad solo los mimamsakas o vedantistas han sobrevivido como sectas verdaderamente religiosas, ya que los otros dos grupos no llegaron a consolidarse de manera similar.

Entre los vedantistas, hay tres principales corrientes de pensamiento, aunque todas coinciden en algunos puntos clave: la creencia en Dios y en los Vedas como la palabra revelada de Dios. No obstante, su concepto de revelación es diferente del que tienen los cristianos con respecto a la Biblia o los musulmanes respecto al Corán. Los vedantistas ven los Vedas como una expresión del conocimiento de Dios, un conocimiento que es eterno, ya que Dios mismo es eterno, y por lo tanto, los Vedas también lo son.

Además, todos los vedantistas aceptan la idea de una creación cíclica. Según esta creencia, los universos surgen y desaparecen en ciclos alternos. Cuando un universo aparece, primero tiene una forma sutil que se va condensando gradualmente. Después de un período incalculable de tiempo, el universo vuelve a sutilizarse hasta desaparecer, entrando en un período de descanso. Este ciclo se repite indefinidamente: tras el descanso, surge un nuevo universo, y el proceso comienza de nuevo.

El Dualismo Hinduista y la Naturaleza del Universo según los Vedantistas.

Los vedantistas proponen una visión del universo basada en dos principios fundamentales: akasha y prana. Akasha es la materia primordial e indiferenciada, la raíz de todas las sustancias materiales, mientras que prana es la energía primordial, de la que derivan todas las energías operantes en el universo. Según esta visión, prana pone en vibración al akasha, y de esa interacción surge el universo. Al final de su ciclo, el universo se disuelve y todas sus formas materiales regresan al akasha, mientras que las energías vuelven a su estado original de prana inactiva, en espera de un nuevo ciclo.

Los dualistas creen en un Dios personal, que es el creador y gobernador del universo, independiente tanto de la materia como del hombre. Para los dualistas, Dios no tiene un cuerpo humano, pero es una entidad espiritual que posee atributos como la misericordia, la justicia, la sabiduría y la omnipotencia, digno de alabanza y adoración. Dios es, para ellos, la suma Bondad, la infalible Verdad y la eterna Belleza.

Sin embargo, los vedantistas rechazan la teoría atómica de algunos dualistas, que postulan que Dios utiliza átomos indivisibles para crear el universo. Según los vedantistas, los átomos carecen de partes y dimensiones, y por lo tanto, no pueden constituir algo material o físico. En lugar de eso, Dios crea el universo utilizando una materia homogénea e indiferenciada. Los dualistas vedantinos creen que este proceso de creación sigue ciclos, donde el universo aparece, evoluciona, se disuelve y reaparece en un ciclo interminable.

El dualismo no es exclusivo del hinduismo. Otras religiones, como el cristianismo, el judaísmo y el islam, también son dualistas, ya que presentan a un Dios separado del universo y del hombre. La mayoría de la humanidad, al no estar acostumbrada a las abstracciones filosóficas, tiende a concebir a Dios como un ser trascendente, separado de su creación, con cualidades como poder, justicia y bondad en su máximo grado. Esta concepción es accesible y comprensible para la mayoría, y por eso ha prevalecido.

Una crítica frecuente contra el dualismo es la presencia del mal en el mundo. Si Dios es completamente bueno y misericordioso, ¿Cómo se explica la existencia del mal? Las religiones dualistas, como el cristianismo y el islam, introducen la figura del demonio para justificar la presencia del mal. En cambio, los hinduistas responden que el mal es el resultado de las acciones humanas y que cada persona es responsable de su propio destino a través de las leyes de la reencarnación y el karma.

Según la ley del karma, cada ser humano es el resultado de sus acciones pasadas y será en el futuro el producto de sus acciones presentes. De esta forma, la vida actual es una consecuencia de lo que hemos hecho anteriormente, y nuestras acciones actuales forjan el destino futuro. Esta idea elimina la responsabilidad de Dios sobre el mal, porque cada persona cosecha lo que siembra. En lugar de culpar a una entidad externa por nuestras dificultades, el karma enseña que nuestras circunstancias son el fruto de nuestras propias acciones.

La salvación, según los dualistas, es el estado en el que el alma se libera del ciclo de muertes y renacimientos. Todos los seres humanos alcanzarán eventualmente la perfección y la liberación, aunque algunos tarden más tiempo que otros debido a sus acciones pasadas. Cuando el alma ha aprendido todas las lecciones de las vidas terrenales, no necesita reencarnar más. Los dualistas creen en la existencia de un mundo ultraterreno de paz y felicidad, donde el alma experimenta la eterna bienaventuranza en la presencia de Dios, libre de las aflicciones y enfermedades de la vida terrenal.

En la cosmología dualista hinduista, los dioses mitológicos no son entidades eternas. Representan cargos o funciones que son desempeñados temporalmente por almas suficientemente evolucionadas. Por ejemplo, Indra, el rey de los dioses, es un cargo ocupado por un alma espiritual avanzada durante un ciclo cósmico. Al final del ciclo, esa alma renacerá como humano y será reemplazada por otra alma digna de ocupar el cargo. Así, los dioses también están sujetos a la muerte y al renacimiento, al igual que los seres humanos.

El deseo de alcanzar el cielo, el poder o la gloria, aunque puedan parecer nobles, no lleva a la verdadera liberación. Para los hinduistas dualistas, la salvación solo es posible cuando el alma renuncia completamente al fruto de sus acciones y a todo deseo de recompensa. Mientras el alma busque reconocimiento o placeres en el más allá, seguirá atrapada en el ciclo de renacimientos. Solo a través de la renuncia total al deseo y al egoísmo, que generan la ilusión de la separación, se puede alcanzar la verdadera libertad y liberación del ciclo de la vida y la muerte.

El Dualismo Hinduista y la Devoción a Dios.

En el dualismo hinduista, hay una profunda confianza en Dios, y los devotos creen que todo lo que poseen —hijos, bienes materiales, y todas las posesiones terrenales— pertenece en última instancia a Dios. Este sentimiento de desprendimiento va acompañado de un profundo respeto por toda forma de vida. Los hinduistas dualistas, como norma, son vegetarianos y se oponen a la vivisección y al sacrificio de animales, aunque su enfoque difiere del de los budistas. Mientras que un budista rechaza la matanza de animales porque nadie tiene el derecho de quitar una vida que no ha dado, un dualista lo hace porque considera que toda vida pertenece a Dios.

Cuando una persona alcanza un punto de evolución espiritual en el que ha renunciado a las ideas de "lo mío" y "lo tuyo", entregando todo a Dios, y ama a todos los seres al punto de sacrificar su vida por el bienestar de un animal, sin esperar recompensa alguna, entonces el amor de Dios comenzará a vibrar en su corazón purificado. Este acto desinteresado y altruista refleja la pureza espiritual que los dualistas buscan alcanzar.

Para los dualistas, Dios es el centro de atracción de todas las almas, un poderoso imán que atrae las almas humanas hacia Él. Pero, tal como una aguja cubierta de arcilla no puede ser atraída por un imán, el alma humana cubierta por las impurezas de las malas acciones no puede ser atraída por Dios. Sin embargo, una vez que se purifica, el alma, que por naturaleza es pura, es atraída por Dios y se une a Él de manera íntima, aunque sigue siendo distinta de Él, al igual que la aguja sigue siendo distinta del imán, a pesar de su unión.

Cuando un ser humano alcanza la perfección espiritual, adquiere un dominio sobre las fuerzas de la Naturaleza y puede asumir cualquier forma. Sin embargo, según los dualistas, hay dos fuerzas que permanecen fuera del control humano: la creación y la gobernación del universo, que son prerrogativas exclusivas de Dios.

Una característica notable del dualismo hinduista es que no conciben la idea de suplicar a Dios por beneficios materiales. Las cosas relacionadas con la vida terrena, como la riqueza o la prosperidad, deben pedirse a seres intermediarios entre Dios y el hombre, como los devas, ángeles o santos. Pedirle a Dios algo material es considerado blasfemia, ya que el amor por Dios debe ser desinteresado. Los dualistas creen que lo que el hombre necesita en su vida llegará, pero no de manos de Dios, sino de estos intermediarios subalternos. A Dios solo se le debe pedir una cosa: la salvación.

Esta devoción centrada en el amor desinteresado y la renuncia al deseo es el núcleo de la religión para las masas populares de India. Aunque se reconoce la existencia de seres superiores y deidades menores, el objetivo final del devoto dualista es unirse espiritualmente con Dios, manteniendo siempre una relación de reverencia, respeto y amor puro hacia Él.

Monismo Calificado: La Relación entre Dios, el Alma y el Universo.

Los monistas calificados, a diferencia de los dualistas, afirman que el efecto no es esencialmente distinto de la causa, sino que es una modalidad de esta. Si consideramos que el universo es el efecto y Dios la causa, entonces el universo no es algo separado o diferente de Dios, sino una manifestación de Dios mismo. Según esta visión, Dios es tanto la causa eficiente (quien crea) como la causa material (la sustancia misma) del universo. Dios no solo es el Creador, sino también la materia de la que el universo está hecho, lo que significa que el universo es Dios en otro aspecto.

En sánscrito, no existe un equivalente exacto al concepto europeo de creación como la producción de algo de la nada. Las religiones y escuelas filosóficas de India no aceptan la idea de crear algo que no existía previamente. Para los hinduistas, crear significa proyectar o emanar algo que ya existe, como se expresa en los Vedas: "Así como la araña teje la tela de su propia substancia, así el universo surgió del seno de aquel Ser."

No obstante, surge una objeción: si el universo es una manifestación de Dios, y Dios es la suprema inteligencia, ¿Cómo puede ser que la materia que constituye el universo parezca ciega, insensible y material, cuando su origen es Dios, quien es puro y perfecto? ¿Cómo puede ser que el efecto (el universo) sea tan diferente de la causa (Dios)?

Los monistas calificados responden afirmando que Dios, el universo y las almas individuales son tres manifestaciones de una misma esencia. Dios es el Alma Suprema, mientras que el universo y las almas individuales son como el cuerpo de Dios. De la misma manera que el hombre es un alma encarnada en un cuerpo, Dios tiene como cuerpo el universo y las almas. Así, el universo es el cuerpo de Dios, pero los cambios en el universo no afectan a Dios, del mismo modo que los cambios en el cuerpo humano no afectan al alma.

El universo, entonces, es una manifestación de Dios en su aspecto material. Aunque los cuerpos cambian, nacen, crecen, envejecen y mueren, el alma es inmutable y eterna. Del mismo modo, los cambios del universo no afectan a la esencia de Dios. A lo largo de los ciclos cósmicos, el universo se proyecta a partir de Dios, condensándose gradualmente de lo sutil a lo denso. Al término de cada ciclo, este proceso se invierte, y el universo vuelve a lo sutil, para que un nuevo universo surja al comienzo de otro ciclo.

Tanto los dualistas como los monistas calificados coinciden en que el alma es esencialmente pura, aunque las malas acciones pueden manchar su manifestación. Sin embargo, los monistas calificados explican esta pureza de una forma más clara: la pureza y perfección del alma están comprimidas o contraídas, como un muelle que ha sido oprimido. Al encarnarse en un cuerpo, el alma se esfuerza por manifestar su verdadera naturaleza y recuperar su estado pleno.

Según los monistas calificados, el alma posee infinidad de cualidades, pero no es omnipotente ni omnisciente como Dios. Las acciones malas contraen la naturaleza del alma, mientras que las acciones buenas la dilatan y permiten que el alma se exprese de manera más plena. Las almas, afirman, son porciones de Dios, como chispas que emanan de una hoguera, compartiendo la misma naturaleza que el fuego de donde provienen.

El Dios de los monistas calificados es individual, con un número infinito de buenas cualidades. Está presente en todas partes y en todas las cosas, no en el sentido de que Dios sea una piedra o una pared, sino que Dios está presente en la piedra y en la pared. No hay ni un solo átomo en el universo que no esté penetrado por la energía de Dios.

Las almas están limitadas y no son omnipresentes, pero cuando logran manifestar todos sus poderes y alcanzan su perfección, ya no están sujetas a reencarnar. Una vez alcanzada esta perfección, el alma ya no experimenta ni nacimiento ni muerte, y vive eternamente en unión con Dios.

El Monismo Puro: La Realización de la Unidad Absoluta en el Advaitismo.

El monismo puro o advaitismo representa la cima del pensamiento filosófico y religioso de la India. En esta tradición, el pensamiento humano alcanza su máxima expresión, trascendiendo los misterios que parecían impenetrables. Sin embargo, el advaitismo es demasiado abstracto y complejo para servir como base religiosa para la mayoría de las personas. Incluso en India, donde esta corriente ha sido influyente durante más de tres mil años, su comprensión ha quedado limitada a un pequeño grupo de pensadores debido a su dificultad. La mayoría de las personas prefieren una religión que se ajuste a su temperamento habitual y que no requiera el esfuerzo de trazar "nuevos surcos" en su manera de pensar.

El advaitismo sostiene que Dios es tanto la causa eficiente (quien crea) como la causa material (la materia de la creación) del universo. En otras palabras, Dios es el Creador y lo creado, el universo mismo. Sin embargo, lo que llamamos universo y todo lo que percibimos con nuestros sentidos no tiene existencia real. No hay más que una sola y absoluta existencia: la del Infinito Ser, el Atman. Todo lo que experimentamos como el mundo es un sueño, una manifestación de este Ser único e infinito.

El Atman trasciende todo lo conocido y lo cognoscible. Es la única Realidad que se manifiesta en todos los seres y en todas las formas, pero en su esencia es sin forma, sin nombre, sin sexo. Las distinciones de género, raza, y nacionalidad, que dominan el mundo de la ilusión, desaparecen para quien ha vencido la ilusión y percibe en todos los seres la manifestación del mismo Dios. El Atman, el Ser puro y bienaventurado, reside en todos los seres, y cuando nos deshacemos de las formas y los nombres, solo queda la esencia unificada que es el universo.

El advaita nos enseña que no podemos conocer al Conocedor ni ver nuestro verdadero Ser. Solo a través de la introversión o del reflejo sobre sí mismo podemos percibir la esencia del Ser. Así, el universo no es más que el reflejo del único y eterno Ser. Dependiendo del "reflector" que lo recibe, el reflejo será bueno o malo. En una persona virtuosa, el reflector es puro, y el reflejo es claro y positivo. En una persona malvada, el reflector es defectuoso, y el reflejo se distorsiona. Sin embargo, el Ser mismo, el Atman, siempre es puro e inmutable.

El advaitismo nos invita a ver el universo como una Unidad física, mental, moral y espiritual. A los ojos de quien ha alcanzado un nivel superior de comprensión, el mundo no es más que un reflejo del Atman. El universo tiene una sola Alma, que es eterna, y no está sujeta ni al nacimiento ni a la muerte, ni a la reencarnación. El Ser del hombre, en su verdadera esencia, es uno con Dios y con el alma del universo.

El advaita rechaza todos los dioses creados por la imaginación, el miedo o la fantasía. En lugar de adorar entidades externas, el advaitista adora a su propio Yo, porque el Yo es uno con todos los demás yos y con la única Realidad. Según esta filosofía, pedir ayuda a un dios externo es ignorar que el reino de los cielos ya reside en nuestro interior. Cuando alguien suplica a una deidad y recibe lo que pide, cree que esa entidad se lo ha concedido, pero en realidad la gracia y la respuesta provienen del propio interior del suplicante.

El advaitismo explica que, aunque el hombre busque ayuda en dioses externos, al final siempre regresa a su verdadero Ser, donde encuentra a Dios. Este Dios que el hombre ha buscado en templos, iglesias y mezquitas, no está en el cielo sentado en un trono de gloria, sino dentro de su propio ser. La razón por la que el ser humano no se reconoce como Dios es simplemente un eclipse temporal de la luz del Atman, similar a cómo el sol parece ocultarse tras las nubes. La luz de Atman nunca se debilita ni se eclipsa, pero puede parecerlo cuando se interponen las nubes de la ilusión. Una vez que la ilusión se disipa, el Atman se reconoce a sí mismo.

Quien reconoce esta verdad y comprende su identidad esencial con el infinito Ser del universo alcanza de inmediato la liberación. Las tinieblas de la ignorancia desaparecen, y con ellas, el temor, los celos, la envidia y el odio se disipan. Ya no hay separación entre los seres, porque quien ha alcanzado este estado de realización no puede odiar, dañar ni temer a otro, puesto que reconoce que todos los seres son uno.

Como dicen los textos advaitistas:

"De perenne paz goza quien en este mundo de multiplicidad ve al único Ser; quien en esta masa insensible ve al único Ser sensitivo; quien en este mundo de sombras vislumbra la única Realidad."

Las Etapas del Pensamiento Religioso de la India: Dualismo, Monismo Calificado y Monismo Puro.

El pensamiento religioso de la India, en su camino hacia el conocimiento de Dios, atraviesa tres grandes etapas que reflejan la evolución espiritual de la humanidad. Estas etapas son el dualismo, el monismo calificado y el monismo puro o advaitismo.

1.    Dualismo: En esta primera etapa, el hombre cree en un Dios individual y extracósmico, separado del universo y del ser humano. Aquí, Dios es visto como un creador externo que gobierna el cosmos, y el hombre se relaciona con Dios como una entidad aparte, dependiente de su misericordia y poder. Es una etapa donde la visión de Dios está profundamente influenciada por la idea de la separación y la dualidad entre lo divino y lo terrenal.

2.    Monismo Calificado: En la segunda etapa, se reconoce a Dios inmanente en el universo. Dios ya no es visto únicamente como un ser trascendente y separado, sino como una fuerza presente en todo lo creado. El universo es percibido como una manifestación de Dios, y las almas individuales son reflejos de lo divino, aunque todavía hay una distinción entre Dios y el universo. Es un paso intermedio en el que se concibe a Dios como el alma del cosmos y de los seres individuales, sin que estos pierdan completamente su individualidad.

3.    Monismo Puro: La tercera y última etapa es el advaitismo o monismo puro, donde se reconoce que Dios y el Yo verdadero son uno y el mismo. Aquí, se comprende que no hay ninguna separación real entre Dios, el universo y el alma individual. Todo es una única y absoluta Realidad. El universo y el ser humano no son más que manifestaciones de ese Ser único, el Atman. En esta etapa, la ilusión de la multiplicidad es superada, y el hombre reconoce que su verdadero Ser es el mismo Ser que todo lo abarca.

Este proceso de evolución espiritual es el corazón de las enseñanzas de los Vedas, que comienzan con el dualismo, progresan hacia el monismo calificado, y culminan en el monismo puro. Aunque el monismo es la culminación de este camino, no es fácilmente comprensible para la mayoría de las personas. Requiere un grado de profundidad intelectual y práctica espiritual que muy pocos están dispuestos a alcanzar, ya que implica un cambio radical en la percepción de uno mismo y del universo.

A pesar de su dificultad, el monismo puro contiene en sí mismo toda la ética, moral, justicia y bondad que los seres humanos buscan. El principio de "amar al prójimo como a uno mismo" solo tiene sentido si reconocemos que el prójimo es esencialmente idéntico a uno mismo. La predicación de la fraternidad humana por grandes instructores espirituales a lo largo de la historia se basa en la verdad subyacente de la unidad esencial de todos los seres.

El monismo, en su forma más pura, enseña que el mundo tal como lo percibimos es una ilusión creada por los sentidos y las limitaciones de nuestra mente. Para el hombre que ha superado las ilusiones del mal y ha purificado su percepción, este mundo no es ni un lugar terrible ni un cielo de placeres sensoriales, sino una manifestación de su propio Ser.

Las tres etapas —dualismo, monismo calificado y monismo puro— no son contradictorias, aunque a primera vista lo parezcan. Cada una es una ampliación o complemento de la anterior, y todas son necesarias en el proceso de evolución espiritual del ser humano. El dualismo es un punto de partida legítimo para muchas personas, y no se debe perturbar a aquellos que se encuentran en esa etapa de su desarrollo espiritual. Para aquellos que han comprendido el monismo, su tarea no es criticar las creencias de los demás, sino auxiliar y elevar a quienes estén dispuestos a avanzar hacia una mayor comprensión.

El monismo puro enseña que, al final, todos alcanzaremos la Verdad y la inmortalidad. Como dice el texto védico:
"Cuando están vencidos todos los deseos del corazón, lo mortal logra la inmortalidad."

El Ser Aparente y el Ser Real.

Desde que el ser humano comenzó a pensar, ha dirigido su mirada hacia el futuro, deseando comprender qué sucede después de la desintegración de su cuerpo mortal. A lo largo de los siglos, se han propuesto diversas teorías y sistemas para intentar explicar el enigma de la muerte. Algunas de estas ideas han sido aceptadas mientras otras se han descartado, y así seguirá siendo mientras el hombre exista y no se canse de reflexionar.

Sin embargo, todas las teorías religiosas y filosóficas contienen algo de verdad, y no es inútil tratar de armonizar aquellas que parecen más contradictorias. El tema central de la filosofía vedántica es la búsqueda de la unidad, ya que la mente india no se enfoca tanto en lo particular, sino que siempre busca lo universal. Esta búsqueda se resume en un aforismo fundamental: "¿Qué es lo que, una vez conocido, permite conocerlo todo?"

Un símil lo ilustra de esta manera: "Así como al conocer un trozo de arcilla podemos entender toda la arcilla del universo, ¿qué será aquello que, una vez comprendido, nos permita entender todo el universo?"

Según los filósofos de la India, el universo puede reducirse a una materia primordial que llaman akasha, de la cual surgen todas las cosas que percibimos con nuestros sentidos, desde los objetos más duros hasta los gases más sutiles. Junto con esta materia primordial, existe una energía que la anima, y esta energía es también única, manifestándose en diversas formas como la energía mental, nerviosa, eléctrica, magnética, lumínica, calórica y mecánica, según su nivel de vibración. A esta energía la llaman prana.

El universo surge de la interacción entre prana y akasha. Al inicio de un ciclo cósmico, ambos están en reposo; pero cuando prana comienza a vibrar, akasha se condensa y da lugar a los sistemas planetarios, los mundos y los seres que los habitan. Todas las manifestaciones de energía son prana, y todas las manifestaciones de materia son akasha. Al final de cada ciclo, la materia vuelve a hacerse sutil hasta regresar a su estado primordial como akasha, y todas las energías se disuelven nuevamente en prana. En ese momento, prana y akasha permanecen inactivas hasta que comienza un nuevo ciclo, repitiéndose este proceso indefinidamente.

Sin embargo, este análisis no está completo. Aunque la ciencia moderna reconoce y acepta gran parte de esta visión, no puede ir más allá de lo que la observación y la experiencia pueden alcanzar. Por eso, es necesario profundizar más para descubrir aquello que, una vez comprendido, nos permita entender todo el universo. Hasta ahora, hemos reducido la inmensa variedad de formas y fuerzas del universo a dos elementos primordiales: energía (prana) y materia (akasha). Pero si consideráramos ambos como principios absolutos y eternos, no resolveríamos el problema, ya que también debemos investigar la causa de la energía y la materia. Estos elementos no pueden existir por sí mismos, ya que es imposible concebir dos principios absolutos sin una causa superior.

Por ello, la filosofía vedántica introduce la idea de Mahat, la Mente Universal, de cuya condensación surge la energía, y de la condensación de esta energía, la materia. Aunque también es posible pensar que mente, energía y materia no son sucesivas, sino que se desdoblan simultáneamente desde Mahat.

Reflexión de la Ciencia Moderna.

La ciencia moderna también reconoce esta conexión. Albert Einstein expresó la idea de que el universo debe ser algo armónico y ordenado, y es famosa su frase: "Dios no juega a los dados". Del mismo modo, Max Planck, fundador de la teoría cuántica, afirmó: "Toda la materia surge y persiste únicamente debido a una fuerza que hace vibrar las partículas atómicas, manteniéndolas juntas en el sistema más diminuto: el átomo. Y, aunque esta fuerza no es por sí misma inteligente ni eterna, debemos asumir que detrás de ella existe una Mente Inteligente o un Espíritu Superior."

La teoría de la relatividad de Einstein y la física cuántica de Planck han revolucionado la forma en que vemos el mundo. Ya hemos explicado, en conferencias anteriores, que ni el ojo ve ni el oído oye por sí mismos. Todos los órganos de los sentidos son solo medios que transmiten sensaciones al alma o Yo, el verdadero ser del hombre, que es permanente y esencialmente inmutable.

Un ejemplo puede ayudar a aclarar esta idea: cuando queremos fotografiar algo en movimiento, debemos mantener el objeto quieto o usar una cámara especial. De manera similar, para que el Yo perciba una sensación, debe estar enfocado o atento. Entre los constantes cambios de nuestras sensaciones, pensamientos y emociones, la experiencia nos demuestra que existe algo en nosotros que permanece, algo que no cambia, que es individual y permanente. Este algo es el alma, el Yo verdadero, que trasciende al cuerpo y la mente.

Al igual que más allá de la mente humana se encuentra el alma humana, más allá de Mahat, la Mente Cósmica, encontramos al Alma Cósmica, o Dios. La Mente de Dios, al reducir su vibración, se desdobla en prana y akasha. Pero, ¿sucede lo mismo con el ser humano individual? ¿Es su mente una condensación de su alma, y su cuerpo una condensación de su mente? ¿Son el alma, la mente y el cuerpo entidades separadas, o son diferentes estados de una misma entidad?

Procuraremos responder paso a paso a estas preguntas. Primero, observamos el cuerpo físico con sus órganos; más allá de estos está la mente con su intelecto y, más allá, el alma, que es diferente tanto de la mente como del cuerpo. En este punto, las opiniones religiosas están divididas.

Los dualistas sostienen que, como el alma es distinta del cuerpo y de la mente, y no está compuesta de energía ni materia, debe ser inmortal. La mortalidad implica descomposición, y lo que es simple no puede descomponerse. Lo único verdaderamente simple en el universo es el espíritu. Si la energía y la materia son condensaciones de la mente, y la mente es una condensación del espíritu, entonces para que el alma humana exista, debe ser espiritual. Y si es espiritual, debe ser esencialmente idéntica a Dios, que también es espíritu, ya que no puede haber dos tipos diferentes de espíritus.

Por lo tanto, el alma no pudo haber sido creada de la nada ni puede ser diferente de la esencia de Dios. Si el espíritu humano fuera distinto al de Dios, caeríamos en un absurdo. Según la filosofía vedantina, cuando el cuerpo muere, el alma sigue viviendo, y la energía vital se concentra en la mente, la cual entonces forma el cuerpo o envoltura que servirá como vehículo para el alma.

En la parte más sutil de este cuerpo mental que perdura a lo largo de todas las encarnaciones, quedan impresas las experiencias que el alma ha vivido durante su tiempo en la Tierra. Para aclarar este concepto: la mente humana está compuesta de materia mental, similar al agua de un lago. Cada pensamiento puede compararse a una ola en este lago de materia mental. Al igual que las olas que se levantan y luego desaparecen en el agua, los pensamientos surgen y luego se disipan, pero dejan su huella. Estas huellas pueden reaparecer cuando se repiten las circunstancias que las generaron.

La memoria es simplemente la capacidad de revivir esas olas mentales que han quedado dormidas. Así, cada pensamiento, palabra o acción, como expresiones de un pensamiento, se alojan en la mente, en ese cuerpo mental que sirve de envoltura al alma cuando la muerte física le quita su cuerpo material. El destino futuro del alma depende de la suma de todas estas impresiones.

Según los dualistas, las almas de las personas muy espirituales, al morir, atraviesan las esferas solar, lunar e ígnea, donde encuentran un alma ya bienaventurada que las guía hacia la esfera superior, llamada Brahmaloka o la esfera de Brahma. Allí, estas almas alcanzan un poder y sabiduría casi absolutos, y habitan eternamente en esa esfera. Por otro lado, según los monistas, al final del ciclo de evolución, las almas se identifican con Dios, del cual emanaron.

Por otro lado, en el hinduismo dualista, las almas de las personas que fueron buenas durante su vida en la Tierra, no por amor al bien en sí mismo, sino por deseos de recompensa o temor al castigo, van después de la muerte a la esfera lunar, donde existen varios cielos. Allí, toman cuerpos sutiles y disfrutan de las delicias celestiales durante un largo tiempo. Pero cuando su karma remanente se activa, descienden de nuevo a las esferas inferiores hasta llegar a la Tierra, donde se adhieren a un cereal que será consumido por un ser humano, quien eventualmente les proporcionará un nuevo cuerpo físico.

Finalmente, aquellos que fueron malvados se convierten, al morir, en espectros que habitan en la región intermedia entre la esfera lunar y la Tierra. Algunos de estos espectros perturban, tientan u obsesionan a los vivos, mientras que otros actúan como amigos. Después de un tiempo, reencarnan en formas animales y más adelante, asumen nuevamente forma humana para tener nuevas oportunidades de redención.

Según la teoría hinduista, aquellos que están cerca de la perfección y sólo tienen leves impurezas van a Brahmaloka siguiendo el "camino de los rayos del sol". Aquellos que no son ni muy buenos ni muy malos, y han realizado buenas obras en la Tierra con la esperanza de ganarse el cielo, alcanzan dicho cielo, pero más tarde deben regresar a la Tierra para seguir perfeccionándose. Finalmente, los malvados se convierten en espectros o demonios, y tras un tiempo reencarnan en formas animales, para luego volver a ser humanos con nuevas oportunidades de perfeccionarse.

El hinduismo denomina a la Tierra Karmabhumi, o la esfera del karma, porque aquí el ser humano elabora su buen o mal karma. Aquellos que desean ir al cielo y obran bien con este fin no generan mal karma, sino que cosechan en el cielo los frutos de su buen karma. Sin embargo, cuando esos frutos se agotan, su karma latente se activa y deben volver a la Tierra para agotarlo en un nuevo cuerpo de carne.

De manera similar, aquellos que se convierten en espectros o demonios no generan nuevo karma en ese estado, pero sufren las consecuencias de sus malas acciones pasadas. Después de un tiempo, pueden reencarnar en cuerpos animales hasta que, finalmente, vuelven a tomar forma humana.

Los estados en los que se cosechan los frutos del buen o mal karma no tienen la energía necesaria para generar nuevo karma, pues sólo sirven para disfrutar o sufrir. Cuando el bien o el mal son muy intensos, los resultados del karma se manifiestan rápidamente. Por ejemplo, si alguien ha cometido muchas malas acciones y realiza una buena acción, los resultados de esta buena acción aparecerán de inmediato, pero una vez agotados, deberá enfrentar las consecuencias de sus malas acciones.

Quienes han realizado algunas buenas obras, pero cuyo comportamiento general no ha sido correcto, recibirán su recompensa, pero una vez agotada, renacerán en la Tierra para terminar de saldar su mal karma.

Aquellos que, debido a sus grandes maldades, se conviertan en espectros o demonios, pero hayan realizado algo bueno en su vida, reencarnarán en forma humana sin necesidad de pasar por la etapa animal, una vez que hayan agotado su mal karma.

En sánscrito, el camino que lleva a Brahmaloka, del cual no se regresa, se llama Devayana, o "camino de Dios". Por otro lado, el Pihiyana es el "camino a los antepasados", que conduce al cielo temporal. Según la filosofía vedantina, el ser humano es el más elevado del universo, y este mundo de acción es el mejor lugar para perfeccionarse, ya que solo aquí se le presentan las oportunidades necesarias para hacerlo.

Ahora, vamos a explorar otro aspecto de la filosofía. Existen budistas que niegan la existencia del alma, argumentando que no tiene sentido suponer la existencia de algo que sea el sustrato o base del cuerpo y la mente, ya que el cuerpo es suficiente para explicar todos los fenómenos. A primera vista, este argumento parece convincente, ya que si observamos externamente, el cuerpo es una masa de materia que siempre está cambiando, al igual que la mente. Esta constante transformación da la falsa apariencia de unidad entre el cuerpo y la mente, cuando en realidad, según estos budistas, dicha unidad no existe.

Si agitamos rápidamente una antorcha encendida, veremos una circunferencia luminosa que, en realidad, no está ahí, pero parece real debido al movimiento rápido de la luz. De la misma forma, la aparente unidad de nuestro cuerpo es una ilusión provocada por el movimiento constante de la materia que lo conforma, lo que, según estos pensadores, elimina la necesidad de una tercera sustancia que lo unifique. Esta idea budista ha sido presentada como novedosa por algunas corrientes filosóficas modernas, pero ya era un tema central en las enseñanzas budistas: todo lo que necesitamos investigar está dentro del universo mismo, sin requerir un fundamento adicional.

Cada cosa es un conjunto de cualidades, y no es necesario suponer la existencia de una sustancia subyacente en todas ellas. La noción de "sustancia" surge de la rápida interacción de cualidades, no de algo inmutable que esté detrás de ellas. Este argumento budista tiene resonancia en la experiencia cotidiana de la mayoría de las personas, quienes tienden a ver solo los fenómenos superficiales sin profundizar en la verdadera naturaleza de las cosas. Para muchos, el universo parece una masa de cambios y fluctuaciones, como un mar en constante agitación.

Así, encontramos dos posturas: una que afirma que más allá del cuerpo y la mente hay una sustancia inmutable y permanente; y otra que niega la existencia de algo inmóvil en el universo, afirmando que todo está en constante cambio. El monismo armoniza ambas visiones, diciendo que los dualistas tienen razón al suponer que hay algo inmutable detrás de lo mutable, ya que no podemos concebir un cambio sin relacionarlo con algo que no cambie. Solo podemos entender algo mutable comparándolo con algo menos mutable, y así sucesivamente, hasta llegar a lo que es completamente inmutable.

El universo manifestado en su conjunto debió, en algún momento, estar en un estado de no manifestación, tranquilo y silencioso, con todas las fuerzas en perfecto equilibrio. Y precisamente, el universo se esfuerza por volver a ese equilibrio original. Los dualistas aciertan al decir que hay algo inmutable, pero cometen un error al afirmar que es algo diferente de la mente y el cuerpo. Los budistas aciertan al decir que el universo es un continuo flujo de cambios, pero se equivocan al pensar que estos cambios y distinciones son esenciales al universo.

El alma, la mente y el cuerpo no son tres entidades separadas, sino una sola esencia manifestada de tres formas diferentes. Aquellos que ven solo el cuerpo no perciben la mente; quienes ven la mente no pueden ver el alma; y aquellos que ven el alma, prescinden del cuerpo y la mente. De la misma manera, quien ve el movimiento no percibe la quietud absoluta, y quien percibe la quietud absoluta no tiene noción del movimiento.

Cuando confundimos una cuerda enrollada con una serpiente, vemos la serpiente, no la cuerda. Pero una vez que se desvanece la ilusión, lo que vemos es la cuerda, no la serpiente. Por lo tanto, solo existe una única Realidad que todo lo abarca y que, a nuestros ojos, parece múltiple.

A esta única Realidad, también llamada única Existencia o única Sustancia, se le conoce en sánscrito como Brahmán. En Occidente se le llama Dios, y en términos filosóficos, se le refiere como el Absoluto. Los Upanishads lo llaman "Aquello", porque ningún nombre le hace justicia. Brahmán parece múltiple debido a la intervención de nombres y formas.

En el océano, las olas no son esencialmente diferentes de la masa de agua, ya que emergen de ella. Lo que las diferencia es su forma, a la cual le damos el nombre de "ola". Cuando la ola desaparece, pierde su forma y, con ella, su nombre, pero la esencia de la ola, el agua, regresa a la masa del mar de la que en realidad nunca se separó. De la misma manera, el universo es una sola y única Existencia, pero el nombre y la forma crean la ilusión de variedad.

Cuando el sol se refleja en millones de gotas de agua, en cada gota vemos la imagen del sol. De igual forma, la única Realidad se manifiesta de manera múltiple en las innumerables formas del universo. Así, no hay más que un Atman, un Ser eternamente puro, perfecto, inmutable y permanente, y todos los cambios que percibimos en el universo son manifestaciones aparentes de ese único Ser.

La forma distingue a la ola del mar, pero cuando la ola desaparece, también lo hace la forma. La existencia de la ola depende de la existencia del mar, pero la existencia del mar no depende de la ola. El nombre y la forma son producto de Maya (Ilusión), de algo que, sin existencia propia, crea distinciones entre las cosas. No podemos decir que la forma existe por sí misma, ya que depende de la cosa formada; pero tampoco podemos negar su existencia, ya que establece las diferencias entre las cosas.

La forma y el nombre están relacionados con el tiempo, el espacio y la causalidad. La ciencia moderna ha demostrado la unidad material del universo, y que el cuerpo humano es un microcosmos, es decir, está compuesto de los mismos elementos que se encuentran en el universo. La partícula de materia que hoy está en el cuerpo de un hombre puede estar mañana en un animal, una planta o un mineral, y viceversa.

La materia del universo es una masa continua en la que se forman centros, focos o grupos que asumen forma y reciben nombre. Desde otro punto de vista, el universo es un océano de materia mental, cuyas turbulencias son las mentes individuales, y sus olas, los pensamientos.

Cuando entendemos esto, las teorías hinduistas ya no deben tomarse de manera literal, ya que las esferas, ciclos y regiones no son lugares físicos, sino símbolos de estados de conciencia. Al leer un libro, el lector pasa de una página a otra. No cambia el lector, cambia la página. Así, el universo es como un libro abierto ante el alma, que lee capítulo tras capítulo, presentándosele nuevas escenas en cada uno, pero el alma siempre es la misma. Nunca cambia. El nacimiento y la muerte pertenecen a la materia, no al alma.

Sin embargo, las apariencias engañan a aquellos que no conocen la realidad, de la misma forma que se confunde quien cree que el sol se mueve y la tierra permanece quieta. Desde la perspectiva mental en la que opera la mente humana, se percibe el universo como algo material. Para algunos, este mundo terrenal es un lugar de sufrimiento y castigo, mientras que otros lo ven como un paraíso, bajo el espejismo de su propio bienestar.

Aquellos que durante su vida terrenal soñaron y desearon ver a Dios sentado en su trono, rodeado de coros angelicales y de una corte de bienaventurados, tal como lo describen los libros piadosos y las pinturas de los santos, experimentarán al morir exactamente aquello que nutrieron y crearon en su mente durante su vida.

El grave error de la mayoría de las personas es creer que esta vida terrenal es la única realidad verdadera, lo que las lleva a identificarse completamente con su cuerpo físico. Sin embargo, en esencia, el alma humana es idéntica al Dios del universo. Cuando el ser humano llega a conocerse a sí mismo, cuando logra diferenciar su ser aparente de su ser real, el velo que le impedía ver con claridad se rasga. Los sueños y las ilusiones que lo habían atormentado durante toda una serie de vidas se desvanecen, y reconoce que el reino de los cielos está en su interior. Su cuerpo es el templo del espíritu de Dios, y su verdadero ser se eleva más allá de los cielos poéticos y mitológicos, más allá de los dioses simbólicos, porque es infinito y perfecto como el mismo Dios.

Solo de esta manera el hombre se libera de todo temor, la ilusión desaparece y entra en el eterno reino de la realidad. Sin embargo, surge la pregunta: ¿es posible poner en práctica estas enseñanzas esotéricas y aparentemente incomprensibles en la vida cotidiana? La respuesta es que, aunque no todas las personas están en el grado de evolución necesario para practicarlas, sí hay quienes, en este mismo mundo y en este mismo momento, han logrado vencer la ilusión (Maya).

Las filosofías, doctrinas, argumentos, libros, teorías, iglesias y sectas son necesarias mientras el ser humano recorre el sendero de perfeccionamiento, manifestando poco a poco las potencialidades de su verdadero ser. Sin embargo, todas estas herramientas se vuelven innecesarias una vez que la persona alcanza el conocimiento pleno de sí misma.

Algunas personas creen que, cuando lleguen a comprender la unidad esencial de todos los seres y las cosas, las fuentes del amor se agotarán. Pero no toman en cuenta que los más grandes benefactores de la humanidad fueron aquellos que renunciaron a todo lo personal por abnegación.

El ser humano solo ama verdaderamente cuando su amor no se centra en lo mortal y perecedero. Ama de verdad cuando el objeto de su amor es el mismo Dios, presente en todos los seres. Por eso, el amor al prójimo debe estar fundamentado en el amor a Dios.

Una mujer amará más intensamente a su marido cuando vea a Dios en él; el marido amará con más sacrificio y devoción a su esposa cuando vea a Dios en ella; la madre amará con mayor ternura a sus hijos si ve a Dios en ellos. Incluso el más acérrimo enemigo será objeto de amor cuando quien lo contemple vea a Dios en él.

Este es el mayor bien que la humanidad puede cosechar al reconocer la unidad esencial de todos los seres. En lugar de luchas, guerras, disputas, contiendas y enemistades, reinará la paz entre todos los seres humanos, porque todos tendrán como garantía de paz la buena voluntad.

Santiago de Compostela, 12 de julio de 2018.

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