LA HUMANIDAD ACTUAL Y SUS PROBLEMAS

José Manuel Fernández Outeiral


Lo que podéis leer a continuación, es un resumen de la visión  de la humanidad actual, a través de los ojos y la mente de un maestro de sabiduría. Todas las ideas fundamentales son suyas pues, como ya dejé aclarado en comunicaciones anteriores, tanto en este como en otros asuntos, siempre intento rodearme de testimonios cuya autoridad sea difícilmente cuestionable.

También apelo a Michael de Montaigne“Es inútil y absurdo decir peor lo que otro ha dicho antes mejor”.

Es muy importante que todas las personas preocupadas por el devenir de la humanidad dediquen algo de su tiempo a pensar y considerar los principales problemas mundiales a los que hoy nos enfrentamos, algunos de los cuales pueden solucio­narse con relativa rapidez, siempre que haya sentido común y predomine el interés; otros requerirán un planea­miento prudente y mucha paciencia a medida que se dan uno tras otro los pasos necesarios que llevarán a reajustar los valores humanos y a iniciar nuevas actitudes mentales, respecto a las correctas relaciones humanas. Si reconoce­mos la expansión de la conciencia humana y comprendemos la evidente diferencia que existe entre el hombre primitivo y nuestra inteligente y moderna humanidad, tendremos las bases del inquebrantable optimismo respecto al destino humano.

Los lentos y restringidos movimientos de las razas pri­mitivas del género humano han cedido su lugar a la velo­cidad, al movimiento increíblemente rápido propiciado por los modernos medios de transporte y la relativa facilidad para ser usados. Los sonidos inarticulados y el reducido vocabula­rio de las razas salvajes se han trasformado en los complicados idiomas de las actuales naciones. Los primitivos medios de comunicación, mediante tambores y fogatas, han sido reemplazados por el teléfono y la internet; las canoas de los primitivos isleños han sido trasformadas en grandes trasatlánticos y navegan en breve tiempo de un puerto a otro, movidos por la fuerza mecánica; los lentos sistemas de viajar a pie, a caballo o en carruaje, han sido reemplazados por trenes que cruzan los continen­tes a 200 o más kilómetros por hora y los modernos aviones nos llevan de un continente a otro en cuestión de horas. A las sim­ples y primitivas civilizaciones ha seguido la complicada, moderna y bien organizada civilización social, económica y política. La cultura, las artes, la literatura, la música y la filosofía de todas las épocas, están hoy al alcance de todo el mundo.

Existen necesariamente muchos problemas menores, pero en esta comunicación se tratan los principales que afectan hoy a la humanidad y deben ser solucionados lo antes posible. Esto tendrá que hacerse por el sencillo método (fácil de decir, difícil de realizar) de establecer co­rrectas relaciones humanas entre las personas y entre las naciones.

El problema espiritual inmediato que todos enfrenta­mos es contrarrestar gradualmente el odio e iniciar la nue­va técnica de la buena voluntad entrenada, ingeniosa, crea­dora y práctica.

La buena voluntad es el primer paso de cada uno de nosotros para expresar el amor y traerá como resultado la paz en la tierra. La buena voluntad es tan simple y prác­tica que las personas no sabemos valorar su poder o efecto científico y dinámico. Quien practica sinceramente la bue­na voluntad en su propio hogar, puede cambiar totalmente las acti­tudes familiares. Cuando la buena voluntad sea practicada verdaderamente entre los grupos de cualquier nación, entre los partidos políticos, sectores religiosos y entre las naciones, el mundo sufrirá una revolución. 

La clave de las dificultades que sufre la humanidad se debe a que recibió y no dio, aceptó y no compartió, acumuló y no distribuyó.

Las guerras han sido, y son, el elevado precio que el género humano tiene que pagar debido al gran problema del separatismo y división. La situación es mucho más difícil de lo que parece al analizarla superficialmente. El problema psicológico implicado posee un trasfondo de siglos; es inherente al alma de cada nación y condiciona actualmente la mente de todos esos pueblos. Aquí reside la mayor dificultad.

 El trabajo que debe realizarse es tan vivamente ne­cesario, y el riesgo de que no se realice es tan tremendo que, lógicamente indica que ciertas importantes y peligrosas líneas y determinadas actitudes nacionales, constituirían una amenaza para la paz del mundo. Estos problemas se divi­den en dos categorías.

 

  1. Los problemas psicológicos internos de cada na­ción.

 

  1. Los problemas mundiales, tales como la relación entre las naciones, la economía y las fuerzas laborales.

          La mayoría de las personas piensan hoy en términos de su propia nación o grupo, el cual es el concepto más amplio que poseen; han sobrepasado la etapa de su indivi­dual bienestar físico y mental y visualizan la posibilidad de aportar su cuota de utilidad y estabilidad al todo nacional, y tratan de colaborar, comprender y acrecentar el bien de la comunidad. Esto no es raro, pero describe la actitud que asumen miles de personas de cada nación. Tal espíritu y actitud caracterizarán algún día la actitud de una nación respecto de otra, lo cual no ocurre en la actualidad, porque rige una sicología muy diferente. Las naciones buscan y exigen lo mejor para sí mismas, no importa lo que ello im­plique para otras naciones, y consideran esto una actitud correcta y típica de buena ciudadanía; además están carac­terizadas por odios y prejuicios, muchos de los cuales no se justifican hoy, como no se justificaría emplear un lenguaje obsceno en una reunión religiosa; están también divididas dentro de sus fronteras y separadas por barreras raciales, diferencias partidarias y actitudes religiosas, lo cual trae inevitablemente desorden y finalmente produce desastres, como podemos comprobar a diario a través de los medios de comunicación.

           Un intenso espíritu nacionalista –afirmativo y jac­tancioso— caracteriza a los ciudadanos de la mayoría de los países, especialmente en sus mutuas relaciones. Esto engendra antipatía y desconfianza y perturba las correctas relaciones humanas. Todas las naciones son culpables de estas cualidades y actitudes, expresadas de acuerdo a su grado de cultura e ingenio individuales. En todas las na­ciones, como en todas las familias, existen grupos o indivi­duos que son reconocidos como fuente de dificultades por personas bien intencionadas. Dentro de la comunidad in­ternacional ocurre lo mismo y algunos países son, y fueron durante largo tiem­po, agentes perturbadores.

            Los efectos del alma de una nación son poderosos. La forma mental nacional (creada en el transcurso de los siglos por el pensamiento, los objetivos y las ambiciones de una nación), constituye su objetivo ideal y es muy eficaz para condicionar y manipular al pueblo.

           Un polaco, un francés, un americano, un hindú, un bri­tánico, un español o un alemán, son fácilmente reconocibles dondequie­ra que se encuentren. Tal reconocimiento no depende ex­clusivamente de su apariencia, acento o hábitos, sino prin­cipalmente de la expresión de su actitud mental, de su sen­tido de lo relativo y la afirmación de su nacionalidad, indicios que expresan la reacción a determinada forma mental nacional bajo la cual esa persona se ha formado. Si dicha reacción lo convierte en un buen ciudadano, que colabora dentro de los límites nacionales, es bueno y deseable; si por el contrario lo hace prepotente, orgulloso y separatista en su modo de pensar, que censura a los ciudadanos de distintas comunidades en su propio país o de otros países, contribuye a la desunión y perturbación de su propio país, así como a la desunión mundial y a la perturba­ción internacional, y esto amenaza la paz del mundo. Por lo tanto, el problema llega a ser compartido por todos los pueblos. Las naciones pueden ser, y frecuentemente lo son, antisociales, pues contienen en sí ese elemento.

        El propio interés, y sus habilidades inherentes, consti­tuyen la característica que predomina hoy en la mayoría de las personas. No obstante, en todos los países se encuentran quienes han trascendido tales actitudes egocéntricas y se interesan por el bienestar cívico y nacional, más que por sí mismos. Unos pocos, en verdad muy pocos, en lo que a las masas humanas se refiere, piensan en forma internacional y se preocupan del bienestar de la humanidad como una totalidad.

        La impor­tancia dada a las posesiones materiales y a los extensos te­rritorios, no indican madurez; luchar para conservarlos o expandirlos, son signos de inmadurez, propia de adoles­centes.

        La última guerra mun­dial fue sintomática de la inmadurez, del pensar adolescente, de las incontroladas emociones infantiles y de los reclamos (por parte de las naciones antisociales), de lo que no les pertenece, como niños malcriados que siempre piden más. El inten­so aislamiento y la política de no intervención de ciertos grupos de los Estados Unidos, el imperialismo británico y los insistentes recla­mos de Francia por ser reconocida, son otros ejemplos. To­do ello indica la incapacidad de pensar en términos más amplios, expresa irresponsabilidad mundial y pone de manifiesto el infantilismo de nuestra raza, incapaz de captar la amplitud del todo, del cual cada nación debe formar parte. La guerra y la constante demanda por fronteras territoriales, basadas en la historia pasada, el aferrarse a posesiones materiales y nacionales a expensas de otros pueblos, será algún día considerada por una raza de hombres más maduros, como riñas infantiles por un juguete favorito. Dentro de mil años, la his­toria lo calificará como el colmo del egoísmo infantil que niños codiciosos iniciaron, a cuyos métodos agresivos no se supo poner término, porque las otras naciones fueron también de­masiado infantiles para actuar con firmeza ante los pri­meros indicios de la guerra.

        Cuando Alemania invadió Polonia y como consecuencia Francia y Gran Bretaña le declararon la gue­rra, ¿no es lógico pensar que, si todas las naciones del mun­do civilizado le hubieran declarado sin excepción la guerra y su hubiesen unido para derrotar al agresor, ésta no ha­bría durado lo que duró? La política interna, la envidia in­ternacional, la desconfianza y los viejos rencores, el temor y la negativa a reconocer los hechos, trajeron desunión. Si todas las naciones hubieran visto las cosas con claridad, y hubiesen renunciado a su egoísmo individual, la guerra habría terminado mucho antes. Si todos hubieran decidido actuar cuando Japón entró en Manchuria, e Italia en Etiopía, la guerra que devastó a todo el planeta no hubiese sido posible. A este respecto no hay nación que esté libre de culpa. Pero volvemos a cometer el mismo error ante la invasión de Ucrania por parte de Rusia.

        La Sociedad de las Naciones, Sociedad de Naciones o Liga de las Naciones, creado por el Tratado de Versalles el 28 de junio de 1919 para proponer las bases para la paz y la reorganización de las relaciones internacionales una vez finalizada la Primera Guerra Mundial, fue un enorme fracaso como lo demuestra la Segunda Guerra Mundial. Pero la humanidad no ha aprendido nada porque la ONU, creada con los mismos fines después de la Segunda Guerra Mundial, va camino del mismo sonoro y escandaloso fracaso.

         Las naciones más poderosas, y que deberían ser responsables de promover la paz mundial, se encuentran enfrentadas en vergonzosos e inadmisibles bloques y bandos.

        Esto deberá enfrentarlo cada nación, no solo las más poderosas, con sentido de culpabilidad individual y de innato fracaso psicológico. Es difícil admitir que ninguna nación (incluso la propia) tenga las manos limpias. Casi todas son culpables de la codicia y el latrocinio, del separatismo, el orgullo y los prejuicios, lo mismo que de los odios nacio­nales y raciales. Todas las naciones tienen que hacer una limpieza interna, y deben hacerla, conjuntamente con sus esfuerzos externos, a fin de conseguir un mundo mejor y más habitable. Propongo esto a la vista de los dirigentes mundiales actuales.

       Podría ser de utilidad analizar brevemente algunos de los reajustes psicológicos que las naciones deben realizar dentro de sus propias fronteras, pues la reforma debe co­menzar por casa. La antigua afirma­ción bíblica “Donde no hay visión los pueblos perecen” tiene una base científica.

       La historia nos presenta un largo pasado de luchas, guerras, cambios de fronteras, descubrimientos y rápidas anexiones de nuevos territorios, donde se subyuga a los nativos, a veces de gran beneficio para ellos, pero generalmente injustificables. El espíritu na­cionalista y su difusión es el trasfondo de la historia mo­derna, tal como se enseña en nuestras escuelas, nutriendo así el orgullo nacional y engendrando enemistades nacionales, odio y envidia raciales. La historia se preocupa de las líneas de demarcación entre los países y el tipo de regímenes que cada uno ha desarrollado, líneas que se defienden rígidamen­te, y la adopción del pasaporte en el pasado siglo, indica la realización de esta idea. La historia describe la tenaz determi­nación de cada país en preservar sus fronteras a toda cos­ta, mantener intactas su civilización y cultura, amplián­dolas en lo posible, sin compartir nada con otras naciones, excepto lo que sea de beneficio económico, para lo cual existe una legislación internacional. Sin embargo, la hu­manidad es siempre una sola, y los productos de la tierra pertenecen a todos. Tal actitud errónea, no sólo ha fomen­tado el sentido de separatividad, sino que ha traído la ex­plotación de los grupos más débiles por los más fuertes, y el derrumbe de la vida económica de las multitudes, pro­ducido por un puñado de grupos poderosos. Como ya señalé en una comunicación anterior (El Estado prostituido y el Individuo degradado), un número cada vez más reducido de corporaciones multinacionales controlan absolutamente la economía mundial. “Nunca antes la injusticia social había sido tan bestial, ni tan abrumadora la apropiación por unos pocos de los recursos naturales, la riqueza social, la inteligencia colectiva. El 1% más rico tiene tanto patrimonio como todo el resto del mundo junto.”

       Los países, en la actualidad, retoman los modos de conducta y pensamiento, profundamente arraigados, que caracterizaron a las naciones durante generaciones.

       En bien del interés general es necesario encarar nuestro pasado, reconocer las nuevas tendencias y renunciar a los viejos modos de pensar, sentir y actuar, si no queremos que la humanidad descienda a mayores profundidades que en la última guerra.

No veo otra forma de encarar este problema si no es a través de la educación. Comenzaremos reconociendo que nuestros sistemas educativos no han sido adecuados, ni han entrenado a los niños para vivir correctamente; tampoco se les ha incul­cado esos modos de pensar y actuar que conducirán a establecer correctas relaciones humanas, relaciones esen­ciales para obtener la felicidad y el éxito y la plena expe­riencia en cualquier sector elegido de la actividad humana.

Las mentes mejor dotadas y los pensadores insignes del campo educativo apoyan constantemente tales ideas; los movimientos educativos algo han hecho para eliminar antiguos abusos e implantar nuevas técnicas, pero ellos constituyen una minoría tan pequeña que son relativamente ineficaces. Sería bueno recordar que, si la enseñanza dada a la juventud en siglos anteriores hubiera sido de otro carácter, quizás no hubiesen tenido lugar las guerras mundiales.

El hecho de que la educación estuviese en manos de alguna iglesia durante tantas décadas, supuso un completo desastre. Fomentó el espíritu sectario, fo­mentó las actitudes reaccionarias conservadoras, tan fuertemente apoyadas por los fundamentalistas de todas las Confesiones. Preparó fanáticos y erigió barreras entre los hombres y, con el tiempo, consiguió, en forma poderosa e inevitable, que nos alejáramos de todas las religiones aquellos que aprendimos finalmente a pensar por nosotros mismos cuando llegamos a la madurez. Muchos de nuestros dirigentes actuales asistieron a colegios religiosos. Así nos va.

Esto no es acusar a la religión, sino una acusación a los métodos antiguos de las iglesias y de las viejas teologías que no han sabido presentar el amor a Dios tal como es esencial­mente; tampoco es una crítica a los que han trabajado por la riqueza, el prestigio y el poder político, y trataron por todos los medios disponibles de acrecentar el número de sus afiliados y encarcelar el libre espíritu del hombre, como ya he denunciado en otras comunicaciones. Tenemos hoy sabios y buenos eclesiásticos que se dieron cuenta de ello y tra­bajan firmemente por el acercamiento a Dios, pero son relativamente pocos. 

A modo de resumen, la historia del gé­nero humano es, fundamentalmente, la historia del creci­miento de las ideas comprendidas en forma progresiva y la determinación del hombre de vivir de acuerdo a ellas; este poder otorga la capacidad de presentir lo desconocido, creer en lo improbable, buscar, investigar y exigir la reve­lación de lo que está oculto y es desconocido, y que será revelado, siglo tras siglo, debido al exigente espíritu de investigación. Tal poder consiste en reconocer lo bello, lo verdadero y lo bueno, y comprobar su existencia por medio de las artes creadoras. Esta inherente facultad es­piritual ha producido a todas las personas verdaderamente espirituales, a todos los artistas, científicos, humanistas y filósofos, y a todos aquellos que aman a sus semejantes y se sacrifican por ellos.

Encaremos ahora el problema de la juventud actual. El mundo, como lo conocimos las personas de más de 60 años, se ha derrumbado y está desapareciendo rápidamente. Los viejos valores se están desvaneciendo y lo que llamamos civilización (que fue considerada tan ma­ravillosa) va desapareciendo. Algunos lo consideran una bendición, yo entre ellos. Otros lo consideran un desastre. Pero todos lamentamos que los medios usados para tal disolución hayan acarreado, y acarreen, a la humanidad tanta agonía y sufrimiento.

Podemos definir civilización como la reacción de la humanidad respecto al propósito y a las actividades de un determinado período mundial y su modo de pensar. En cada época actúa una idea y se expresa en idealismo racial y nacional. Su tendencia fundamental ha producido, en el transcurso de los siglos, nuestro mundo moderno, el cual ha sido materialista. Ha tenido por objetivo la como­didad física; las ciencias y las artes fueron degradadas, a fin de darle al hombre un ambiente confortable y si es posible bello; los productos de la naturaleza han sido em­pleados para dar cosas a la humanidad. La educación ha tenido como objetivo, hablando en forma general, el entre­namiento del niño para competir con sus conciudadanos en “la lucha por la vida”, acumular posesiones, vivir có­modamente y alcanzar el mayor éxito posible.

Esta educación también ha sido predominantemente competidora, nacionalista y, por lo tanto, separatista. Ha entrenado al niño a considerar los valores materiales como de gran importancia, a creer que su propia nación también lo es y todas las demás son secundarias; ha nutrido su orgullo y fomentado la creencia de que él, su grupo, su nación, son infinitamente superiores a otras personas y otros pueblos. En consecuencia, se enseña a los niños a ser unilaterales, a tener un concepto erróneo acerca de los valores mundiales, a ser parciales y a tener prejuicios en sus actitudes hacia la vida.

El nivel cultural pedagógico es relativamente elevado, pero falseado e influenciado por prejuicios religiosos y nacionalistas, que se le inculcan al niño en la infancia, pues no son innatos. No se les enseña la ciudadanía mundial, ignorando siste­máticamente su responsabilidad hacia sus semejantes; se procura desarrollar la memoria, enseñándoles hechos sin correlación alguna –muchos de los cuales no tienen nada que ver con la vida cotidiana.

Nuestra civilización presente quedará en la historia como la civilización más burdamente materialista. Ha ha­bido muchas épocas materialistas en la historia, pero nin­guna tan ampliamente difundida como la actual, y que haya implicado incontables millones de personas. Se repite constantemente que la causa de la guerra es económica; ciertamente lo es, pero la verdadera razón se debe a que hemos exigido tantas comodidades y “cosas” para vivir razonablemente bien. Necesitamos mucho más de lo que necesitaron nuestros antepasados; preferimos una vida confortable y relativamente fácil; el espíritu precursor –base de todas las naciones— se ha convertido, en la ma­yoría de los casos, en una civilización indolente. Esto es particularmente cierto en la sociedad occidental.

Nuestro nivel de vida civilizada es demasiado elevado desde el punto de vista de las posesiones, y demasiado bajo desde el ángulo de los valores espirituales, o cuando se lo considera desde un inteligente sentido de proporción.

Hoy se considera que una nación es civilizada cuando da demasiado valor al desarro­llo mental, cuando premia el sentido analítico y crítico y dirige todos sus recursos para satisfacer los deseos físicos, producir cosas materiales, desarrollar propósitos materia­listas y predominar competitivamente en el mundo, acu­mular riquezas, adquirir propiedades, alcanzar un alto ni­vel de vida materialista y acaparar los productos de la tierra, mayormente en beneficio de ciertos grupos de hombres ambiciosos y acaudalados.

Ésta es una drástica generalización, siendo básica­mente correcta en sus implicaciones principales, pero in­correcta en lo que concierne a los individuos. Debido a esta triste y lamentable situación (obra de la humanidad misma) sufrimos el castigo de las guerras. Ni las iglesias ni nuestros sistemas educativos han sido suficientemente sanos para presentar la verdad que pudiera contrarrestar tal tendencia materialista. La tragedia consiste en que los niños de todo el mundo han pagado y están pagando el precio de nuestra actuación errónea. ¿Qué culpa tienen los niños palestinos, judíos, ucranianos, rusos y de otros muchos lugares, de la estupidez y ambiciones expansionistas de sus mayores? Las guerras tienen sus raíces en la codicia; la ambición material ha sido el único móvil de todas las naciones sin excepción; todos nuestros planes tuvieron por objeto la organización de la vida nacional con el único fin de que predominaran las posesiones materiales, el espíritu de competencia y los intereses egoístas individuales y nacionales. Todas las na­ciones han contribuido a ello a su manera y medida; nin­guna tiene las manos limpias; de allí el porqué de las guerras. La humanidad tiene por hábito el egoísmo y un amor innato por las posesiones materiales.

El factor cultural de toda civilización reside en la conservación y consideración de lo mejor que el pasado haya producido; el valor y el estudio de las artes, la literatura, la música y la vida creadora de todas las naciones, en el pasado y en el presente. Concierne a la refinada influencia que ejercen estos factores sobre una nación y esos individuos que se hallan en tal situación –generalmente económica— que pueden apreciar y bene­ficiarse con ello. El conocimiento y la comprensión así obtenidos permiten al hombre culto relacionar el mundo de significados (heredado del pasado) con el mundo de las apariencias en que vive, y considerarlos como un solo mundo que existe principalmente para su propio beneficio individual. Sin embargo, cuando al valor de nues­tra herencia planetaria y racial, tanto creadora como his­tórica, se agregue la comprensión de los valores morales y espirituales, sabremos más o menos lo que el hombre verdaderamente espiritual está destinado a ser. En rela­ción con la población del planeta tales hombres son pocos y están muy diseminados, pero constituyen para el resto de la humanidad el fermento y la garantía de una verdadera posibilidad en el futuro.

¿Se darán cuenta de esta oportunidad las personas cultas e influyentes y nuestros gobernantes? ¿Nuestros civilizados ciudadanos aprovecharán la oportunidad de construir esta vez no una civilización ma­terial, sino un mundo de belleza y de correctas relaciones humanas, mundo en el que los niños puedan realmente crecer a semejanza del Creador, mundo en el cual los hombres podrán volver a la sencillez de los valores espirituales, de la belleza, de la verdad y la bondad? Sinceramente, por lo que a nuestro país respecta, a mí no me lo parece a la vista de tanto separatismo, egoísmo y construcción de muros para impedir o salvar no sé qué. Y los responsables beberían ser severamente castigados, aunque solo sea en las urnas.

¿Cómo podemos construir un sólido comienzo ante tantos odios y prejuicios profundamente arraigados? Como ya he señalado en otras comunicaciones, se calcula que hay más de cincuenta millones de personas en campos de refugiados, de los cuales la mitad son niños, y estas cifras no hacen más que aumentar. Mientras tanto, vemos con impotencia cuantos cientos de miles de millones se destinan a las guerras. Algún materialista dirá que esto solo es demagogia, pero a mí me parece desolador y una vergüenza para la humanidad.

Los valores éticos y morales entre los niños, y espe­cialmente entre los adolescentes, también se han deterio­rado, y es necesario despertar en ellos valores espiri­tuales. La inundación inmunda de las redes sociales no ha hecho más que empeorarlo, ante la pasividad criminal de los dirigentes mundiales.

Todos los niños poseen cierto acervo que tienen que aprender a aplicar, el cual lo comparten con toda la humanidad, sin tener en cuenta la raza o la nacionalidad. Los educadores, por lo tanto, deberían ocuparse de poner el énfasis sobre:

 

  1. El control mental de la naturaleza emocional. La falta de dicho control es la causa de tanto acoso escolar y del intolerable número de suicidios.

 

  1. La visión o la capacidad de ver, más allá de lo que es, lo que podría ser.

 

  1. El conocimiento efectivo heredado, sobre el cual sería posible superponer la sabiduría del futuro.

 

  1. La capacidad inteligente de manejar las relaciones y reconocer y asumir la responsabilidad.

 

  1. El poder para emplear la mente de dos modos:

 

    • Como “sentido común” (dándosele a esta pa­labra su antiguo significado), que analiza y sintetiza la información impartida por los cinco sentidos.

 

    • Como faro que penetra en el mundo de las ideas y de la verdad abstracta.

El conocimiento llega de dos direcciones: como resulta­do del inteligente empleo de los cinco sentidos, que también se desarrolla mediante la intención de captar y comprender las ideas, complementadas ambas por la curiosidad y la investigación.

La educación debería ser de tres tipos, pues los tres son imprescindibles para llevar a la humanidad al punto necesario de desarrollo:

En primer lugar, es el proceso de adquirir el conocimiento de los hechos, pasados y presentes, y luego aprender a deducir y a extraer de este conjunto de información, gradualmente acumulada, lo que pueda ser de aplicación práctica en cualquier situación dada. Este pro­ceso implica los fundamentos de los procesos educativos actuales.

En segundo lugar, es un proceso de adquirir la sabiduría como derivada del conocimiento y la captación comprensiva del significado que se halla detrás de los hechos externos impartidos.

En tercer lugar, es, además, el poder de aplicar el conocimiento de tal manera que dé como resultado natu­ral una vida sensata y un comprensivo punto de vista, además de una inteligente técnica de conducta. Esto implica también el entrenamiento de esas actividades especializadas, basadas en las tendencias innatas, en el talento o en el genio.

A la educación, posiblemente, dedicaremos una comunicación monográfica.

Es hora de dejar la educación y atender al capital, al trabajo y a la ocupación. Hoy deberíamos encontrarnos, excepcionalmente, en una era económica totalmente nueva. Debido al triunfo de la ciencia –la liberación de la energía del átomo, entre otros— no puede vaticinarse ahora el futuro del género humano ni cuál será la civilización venidera, pero algo que debería ser motivo de alborozo para la humanidad, como la energía atómica o la inteligencia artificial, se ha convertido en temor prácticamente generalizado. Los cambios inminentes son tan trascendentales que los viejos valores económicos y las conocidas normas de vida tendrán que desaparecer, y nadie sabe qué los reemplazará. 

Las condiciones se están alterando, básicamente, en lo que concierne al empleo del carbón y el petróleo como combustibles, ¿llegarán a ser innecesarios en el futuro estos dos recursos naturales del planeta? Si es así, las condiciones se alterarán fundamentalmente y estos son solo dos ejemplos de los cambios fundamentales que nos esperan. El empleo de la energía atómica podría traer al futuro de la civilización, si no fuese por la estupidez humana, la solución a los problemas de contaminación que genera el uso de combustibles fósiles.

Dos problemas principales pueden surgir de estos descubrimientos, uno de carácter inmediato y el otro a solucionarse en el futuro.  El primero atañe a esas personas y corporaciones cuyos grandes intereses financieros están vinculados con los productos que deben ser reemplazados por el nuevo, o nuevos, tipos de energía, pues lucharán hasta el final para impedir que otros se beneficien con las nuevas fuentes de riqueza. En eso están ya. 

El segundo creará el constante problema de liberar el poder humano de las agotadoras tareas que realiza y de las intensas jornadas para satisfacer las necesidades de la vida. Uno es el problema del capital, el otro, el del trabajo; uno es el problema del control establecido por los intereses esencialmente egoístas que han dominado durante tanto tiempo la vida de la humanidad; el otro es el problema del descanso y su empleo constructivo. Un problema concierne a la civilización y a su funcionamiento, el otro a la cultura y al modo de emplear el tiempo libre en forma creativa.

No tiene objeto profetizar cómo se empleará la tan poderosa energía liberada hasta ahora para ayudar al hombre. Su primer empleo verdaderamente constructivo ha sido para dar fin a la Segunda Guerra Mundial. Sí, ya sé lo que están pensando algunas personas de cortas miras. Veamos: después de seis meses de intenso bombardeo de otras 67 ciudades, el arma nuclear Little Boy se dejó caer sobre Hiroshima el lunes 6 de agosto de 1945,​ seguida por la detonación de la bomba Fat Man el jueves 9 de agosto sobre Nagasaki. Entre 105.000 y 120.000 personas murieron y 130.000 resultaron heridas. Una auténtica hecatombe. Pero la rendición de Japón, como consecuencia de dicha masacre, puso fin a la guerra. Las preguntas son: ¿Cuántas vidas se hubiesen salvado de haber ocurrido antes? ¿Cuántas se salvaron al poner fin a la guerra? Hasta la fecha, estos bombardeos constituyen los únicos ataques nucleares de la historia. Y ojalá sean los últimos.

La aplicación constructiva de la energía nuclear, debería estar en manos de los hombres de ciencia, pero deberá ser controlada por los hombres de buena voluntad de todas las naciones, energía que debe ser protegida de los inte­reses monetarios y aplicada solo y exclusivamente a actividades de paz y utilizada para desarrollar un nuevo y más feliz mun­do. La ciencia tiene ante sí un campo totalmente nuevo de investigación, en el cual ha deseado penetrar desde hace mucho tiempo. En manos de la ciencia este nuevo poder está mucho más seguro que en las del capital, o en las de quienes sólo quieren explotar este descubrimiento para aumentar sus ingresos. Está también más seguro en manos de las grandes democracias y no de las pequeñas o grandes dictaduras. Sin embargo, la realidad no es esa. Otras naciones y razas descubri­eron el “secreto de su liberación”; por lo tanto, la seguridad futura de la humanidad depende de dos cosas:

 

  1. De la constante y metódica educación de los pue­blos en las correctas relaciones humanas y en la práctica del espíritu de buena voluntad. Esto traerá la total transformación de los actuales regímenes políticos, los cuales son en su mayor parte esencialmente nacionalistas y egoístas en su planificación y propósitos. La verdadera democracia, sólo un sueño actualmente, estará fundada en la enseñanza de la buena voluntad.

 

  1. De la educación de los niños y jóvenes en el futuro, a fin de inculcarles el principio de la unidad humana y enseñarles que los recursos del mundo deben ser empleados para bien de todos.

Algunos naciones, debido a su carácter internacional y a la multiplicidad de razas que las componen, son normal­mente más incluyentes que otras en su modo de pensar y planear, es decir, que están más propensas que otras a pensar en términos de la humanidad como un todo. El problema está en sus dirigentes, elegidos o no por sus respectivos pueblos. Las grandes naciones que deberían servir de faro y sostén de las más pequeñas y débiles, como Estados Unidos, Gran Bretaña, Rusia y Francia, están, han estado, o corren el riesgo de estar en un futuro próximo, en manos de populistas de irresponsabilidad criminal y con mentalidad infantil. China, que debería ser otro faro, juega en una liga diferente y enfrentada al bloque de Occidente, gobernada por la dictadura impuesta por el Partido Comunista Chino, lo cual agrava la situación. Desgraciadamente, Rusia ha elegido ese bando.

Todos los países, sin excepción, contienen elementos buenos y malos; existen grupos progresistas y reaccionarios y hombres ambiciosos y crueles en todas partes, que gustosos explotarían al mundo en beneficio propio y tratarían de imponer su voluntad sobre todas las clases y castas del mundo civilizado, pero en todos los países hay también pensadores y hombres de visión que se oponen a ello. En todos los países hay personas reaccionarias y cons­cientes de las clases sociales que detestan el acrecen­tado poder de las masas y se aferran desesperadamente al prestigio y a la posición heredados; ellos evitarían, si pudieran, el progreso del pueblo y verían con agrado la restauración de los viejos sistemas jerárquicos, pater­nales y feudales; pero el pueblo no está de acuerdo. En los Estados Unidos, faro mayor del mundo actual, tene­mos el aislacionismo, la persecución de las minorías, como sucede con la raza negra, y un nacionalismo ignorante y orgulloso, manifestado en los odios raciales, la actitud sepa­ratista y los nefastos métodos políticos de muchos de sus senadores y congresistas.

Sin embargo, Estados Unidos, Gran Bretaña y resto del mundo Occidental constituyen, básicamente, la esperanza del mundo y forman el núcleo espiritual fundamental que respalda los planes y delineamientos de los acontecimientos futuros. Las otras naciones poderosas, aunque se resistan a creerlo, no ocupan una posición tan sólida, ni están inspi­radas por el mismo idealismo; tampoco poseen recursos nacionales tan vastos, pues su preocupación nacional limita su visión del mundo; están condicionadas por ideologías más estrechas, por la intensa lucha en pro de su existencia nacional, por sus problemas de fronteras y de ganancias materiales y por no colaborar plenamente con toda la humanidad. Las naciones más pequeñas no adoptan la misma actitud; sus regímenes políticos son relativamente más limpios, y constituyen básicamente el núcleo del mundo fede­rado que inevitablemente tomó forma alrededor de las Grandes Potencias. Las federaciones están fundadas sobre ideas culturales; se forman para ga­rantizar correctas relaciones humanas; no deberían basarse en el poder político ni constituir una combinación de naciones unidas para ir en contra de otra combinación de naciones unidas, ambas con fines egoístas.

Ante todo, debe reconocerse que la causa de la inquie­tud permanente mundial, de las guerras que han destrozado a la huma­nidad y de la miseria que se ha extendido por buena parte del planeta, puede atribuirse en gran parte a un grupo de hombres egoístas que, con fines materialistas ha explotado, durante siglos, a las masas y ha aprovechado el trabajo humano para sus propios fines egoístas. Desde los señores feudales de Europa en la Edad Media, pasando por los poderosos grupos comerciales de la era Victoriana, hasta ese puñado de multimillonarios –nacionales e internacionales— que hoy controla los recursos del mun­do, ha surgido el sistema capitalista que ha destrozado a la humanidad. Este grupo de capitalistas monopoliza y explota los recursos del mundo y los productos necesarios para vivir en forma civilizada, y lo ha podido hacer porque posee y controla la riqueza del mundo y la retiene en sus manos mediante consejos de administración entrelazados. Ellos hicieron po­sible la enorme división entre los muy ricos y los muy pobres, como ya expuse antes; aman el dinero y el poder que el dinero da; apoyan a gobiernos políticos; controlan al electorado; hacen po­sible los objetivos estrechos y nacionalistas de políticos egoístas; financian y presionan los negociados mundiales; controlan la energía, los transportes, los medios de comunicación y, pública y anónimamente, el mundo financiero. En un viaje superficial por internet salta a la vista, para cualquier persona medianamente formada, el cruce de acciones entre los fondos de inversión más potentes del mundo, básicamente norteamericanos, y el control total sobre las mayores empresas del globo, abarcando todos los sectores de la economía. Todo esto ocurre con la colaboración, consciente o inconsciente, de todos los gobernantes del mundo. Estos gobernantes reciben las precisas instrucciones del capital en los famosos foros económicos en los que se reúnen a lo largo del año. Ya no se esconden como antaño. 

La responsabilidad de la gran miseria que prevalece hoy en todos los países del mundo corresponde principal­mente a ciertos grupos interrelacionados de hombres de negocios, banqueros, ejecutivos de cárteles internacionales, consorcios, fondos de inversión, monopolios y organizaciones, y a directores de grandes corporaciones, que solo buscan su propio beneficio o el de la corporación. No les interesa beneficiar al público, excepto en lo que respecta a la demanda de mejo­res condiciones de vida, lo cual les permitirá, bajo la ley de oferta y demanda, proveer bienes y servicios que a la larga redundarán en mayores beneficios para sus empresas. Las características de los métodos empleados por tales gru­pos son: la explotación del potencial humano, el empleo y manipulación de los principales recursos planetarios y la promoción de las guerras para beneficio comercial y personal.

En todas las naciones existen tales hombres y orga­nizaciones responsables del sistema capitalista. Las ramificaciones de sus negocios y la sujeción financiera sobre la humanidad, existían antes de las grandes guerras; estaban y están activos en todos los países. Forman un grupo internacional estrechamente interrelacionado; trabajan en completa unidad de ideas e intención y se conocen y comprenden mutuamente. Estos hombres, en el pasado, pertenecían a las Na­ciones Aliadas y a las Potencias del Eje; trabajaban juntos antes y durante todo el período de la guerra, mediante di­rectorios entrelazados, bajo nombres falsos y a través de organizaciones encubiertas, siendo ayudados por las nacio­nes neutrales que pensaban como ellos. A pesar del desastre que trajeron al mundo, se organizaron nuevamente, renovando sus métodos, y no han cambiado sus objetivos, ni se interrumpieron sus relaciones internacionales. Constitu­yen hoy la mayor amenaza que enfrenta al género humano, controlan la política; compran a los hombres prominentes de cualquier nación por medio del sistema de puertas giratorias; aseguran el silencio mediante amena­zas, dinero y temor; amasan riquezas y compran una popu­laridad espuria por medio de empresas filantrópicas; sus familiares llevan una vida cómoda y fácil y no saben lo que significa trabajar como Dios manda; se rodean de belleza, lujo y posesiones y cierran los ojos a la pobreza, la desdi­cha, la indigencia, la desnutrición y a la sordidez de la vida de millones de seres; antes contribuían en las obras de caridad y en la Iglesia, hoy en presunta filantropía, léase vacunas, etc. a fin de tranquilizar su conciencia y evitar impuestos; proporcionan trabajo a muchos millones de personas, pero les dan un salario tan exiguo que los imposibilita para disfrutar de las verdaderas comodida­des, del descanso, la cultura los viajes, etc. Ya denuncié esto con anterioridad y planteé que, al lado de la lista de las personas más ricas del mundo, debería constar el número de esclavos que lo hacen posible. Da pavor, especialmente, ver como el capital se ha hecho con todos los medios de comunicación más importantes del mundo y, desde estas grandes corporaciones, más que informarnos se nos alecciona. La independencia en los medios ha desaparecido, una vez más con el consentimiento de los gobernantes a los que estos medios sirven para poder servirse.

Esto es una terrible acusación. Pero todo el mundo puede comprobarlo. 

Sin embargo, existen aquellos que dentro del sistema capitalista son conscientes del peligro que enfrentan los intereses económicos, y cuya tendencia natural es pensar con criterio más amplio y humanitario. Estos forman dos grupos importantes:

Primero, los que son verdaderos humanitarios, buscan el bien de sus semejantes y no desean explotar a las masas ni beneficiarse con la miseria ajena. Han alcanzado posicio­nes de poder y de influencia, y gracias a su capacidad, o que por haber heredado posiciones financieras no pueden eludir la responsabilidad de manejar los millones puestos en sus manos. Frecuentemente se ven entorpecidos por los socios de la empresa y están sujetos a reglamentos, debido al sen­tido de responsabilidad hacia sus accionistas, porque com­prenden que a pesar de lo que hagan, luchen o renuncien, la situación permanecerá igual. Esta tarea es demasiado pe­sada para un solo individuo, de allí su impotencia. Son no­bles y justos, honrados y bondadosos, sencillos en sus modos de vivir, poseen un exacto sentido de los valores, pero muy poco pueden hacer en forma decisiva.

Segundo, los que son suficientemente hábiles para in­terpretar los acontecimientos de la época y comprender que el sistema capitalista no puede continuar indefinidamente ante la creciente demanda de la humanidad y la constante aparición de valores espirituales. En consecuencia, han cambiado sus métodos, han universalizado sus nego­cios y han instituido ciertos beneficios, económicos y sociales, para sus empleados. Su egoís­mo inherente los impulsa a introducir cambios, y el instinto de conservación determina sus actitudes. Entre estos se ha­llan los que no pertenecen ni a uno ni a otro grupo, y cons­tituyen terreno fértil para la propaganda de los capitalistas egoístas o de los humanitarios altruistas.

Sería de valor agregar que además del pensamiento egoísta y los móviles separatistas que caracterizan al siste­ma capitalista, existen también los comerciantes que hacen todo lo posible para explotar a sus empleados y proveedores y, si pueden, engañar a sus clientes. Sin olvidar a intermediarios y especuladores.

Tenemos que luchar contra el espíritu universal egoísta y el ansia de poder de estas élites mundiales. Las guerras han sido una depuración, han abierto los ojos a la humanidad en todas partes y les ha hecho ver la causa que subyace en las guerras: el malestar económico resultante de la explotación de los recursos del planeta por un grupo internacional de personas egoístas y de ambición desmedida. Pero hoy tenemos la oportunidad de cambiar las cosas. 

Veamos ahora el grupo opuesto: el trabajo.

Frente al poderoso grupo que representa el sistema capitalista nacional e internacional, hay otro igualmente podero­so, el de los Sindicatos Obreros y sus dirigentes. Ambos grupos son de alcance nacional e internacional. Falta saber cuál de los dos dominará con el tiempo y eventualmente en el planeta, o si surgirá un tercer grupo formado por idealistas prácticos que se haga cargo de la situación. Yo no estoy de parte del capitalismo ni del trabajo, tal como ahora actúan, estoy simplemente de parte de la humanidad.

Si nos atenemos a la historia de miles de años, los ricos terratenientes, los jefes institucionales de tribus, los seño­res feudales, los dueños de esclavos, los mercaderes o ejecu­tivos, han ejercido el poder explotado al pobre y buscado la máxima producción al menor coste posible. Esto no es nada nuevo. En la Edad Media los trabajadores explotados, los artesanos hábiles y los constructores de catedrales, empeza­ron a formar gremios y logias para protegerse mutuamente, discutir entre sí y lograr la más perfecta artesanía. Estos grupos aumentaron su poder en el transcurso de los siglos, pero aún es deplorable la situación del hombre, de la mu­jer y de los millones de niños que trabajan.

Con la invención de la maquinaria, durante los siglos XVIII y XIX, la situa­ción de los trabajadores llegó a ser tremendamente mala; las condiciones de vida eran abo­minables, insalubres y peligrosas para la salud, debido al crecimiento de las zonas urbanas alrededor de las fábricas. Aún lo son en muchos lugares del mundo. La explotación de los niños se acrecentó; prosperaron los talleres donde se explotó al trabajador; el capitalismo mo­derno entró en su apogeo; la gran diferencia entre los muy pobres y los muy ricos fue la característica predominante. La situación no pudo haber sido peor, desde el punto de vista del planeado desarrollo evo­lutivo y espiritual de la familia humana, capaz de proporcionar un modo de vivir civilizado y culto, juego limpio y las mismas oportunidades para todos. El egoísmo comer­cial y el descontento aumentaron; los muy ricos ostentaron sus riquezas ante los pobres, demostrando paternalismo patronal. Se desarrolló el espíritu revolucionario entre las masas extenuadas que, con sus esfuerzos, habían contribuido a la riqueza de las clases acaudaladas.

Gradualmente empleados y obreros se unieron para una mutua protección y para defender sus justos derechos. Oportunamente vino a la existencia la Unión Obrera con sus formidables armas: la huelga y la educación para lo­grar la libertad. Muchos descubrieron que la unión hace la fuerza y que unidos podían desafiar a los patronos y obtener de los capitalistas salarios decentes, mejores con­diciones de vida y más horas de descanso, derechos inalie­nables de todo hombre. El hecho de un constante incremento del poder de los trabajadores y el de su fuerza internacional, son muy bien conocidos.

Entre los dirigentes de tales uniones surgieron indi­viduos poderosos. Algunos patronos que se interesaban sinceramente por sus obreros apoyaron y ayudaron a tales individuos. Fueron una minoría relativamente pequeña y sirvieron para debilitar la confianza y el poder de la ma­yoría. La lucha de los trabajadores aún continúa; constan­temente obtienen mejoras; demandan menos horas de tra­bajo y mejor salario, y cuando les son negados apelan al derecho de huelga. La huelga, tan benéfica y útil en los primeros tiempos, se está convirtiendo ahora en una tiranía en manos de individuos sin escrúpulos, que persiguen su propio interés. Los dirigentes obreros son hoy tan poderosos que algunos se han convertido en dictadores y explotan a la masa obrera, a quien antes sirvieron. Miren lo que está ocurriendo actualmente en Argentina y otros países. El movimiento obrero se ha enriqueciendo excesivamente y las grandes organizaciones nacionales, en todas partes, han acumulado incontables riquezas. En nuestro país son motivo de permanente escándalo y, los poderes públicos, con nuestros impuestos, siguen alimentando su poder.

Los trabajadores y los gremios obreros han hecho un trabajo noble. Al trabajo se lo ha elevado al lugar que le corresponde en la vida de la mayoría de naciones y se ha hecho resal­tar la dignidad esencial del hombre. Sin embargo, no todo anda bien en el movimiento obre­ro. En consecuencia, cabe preguntarse si no sería urgente y necesaria una drástica limpieza. Es posible que se puedan utilizar métodos diferentes y mejores para consolidar las libertades y asegurar las correctas relaciones huma­nas. Si se ha llegado a la convicción de que deben existir correctas relaciones humanas entre las naciones, es eviden­te que tales relaciones deberán existir también entre el ca­pital y el trabajo (compuestos ambos de seres humanos) y entre las organizaciones obreras en conflicto. Algunas organizaciones de trabajadores son hoy una dictadura que utiliza la amenaza, el temor y la fuerza, para conseguir sus fines. Muchos de sus diri­gentes son hombres poderosos y ambiciosos, con profundo amor al dinero y están determinados a ejercer el poder.

La mayor ventaja que tiene el movimiento obrero sobre el capital es que actúa en nombre de incontables millones de personas, mientras que el capitalismo trabaja solamente en beneficio de unos pocos.

Después de lo antedicho, surgen ciertos interrogantes. Si la humanidad respon­de a ellos resolverá sus problemas, si éstos no son resueltos la raza puede llegar a su fin.

 

  1. ¿Deberá mantenerse en el poder el sistema capi­talista? ¿Es totalmente malo? ¿No son los capita­listas seres humanos?

 

  1. ¿No se convertirá el trabajo en una tiranía a través de sus sindicatos y del acrecentado poder de sus di­rigentes?

 

  1. ¿El trabajo y el capital pueden llegar a un prac­tico entendimiento o mezcla? ¿No nos halla­mos frente a otro tipo de guerra entre ambos gru­pos?

 

  1. ¿En qué forma se puede aplicar la ley de la oferta y la demanda a fin de que haya justicia y abun­dancia para todos?

 

  1. ¿Tendrán que adoptar los diversos gobiernos del mundo alguna forma de control totalitario, para satisfacer los requerimientos de la oferta y la de­manda? ¿Deben implantarse leyes para el bienes­tar y los fines materialistas? Este sería el sueño de Yolanda Díaz y otros comunistas.

 

  1. ¿Qué norma de vida, en el futuro, será esen­cial para el hombre? ¿Tendremos una civilización puramente materialista o una orientación espiri­tual mundial?

 

  1. ¿Qué debe hacerse para evitar que los intereses ca­pitalistas nos lleven nuevamente a la explotación del mundo?

 

  1. ¿Qué existe realmente en el núcleo de las modernas dificultades materialistas?

 

Esta última pregunta puede responderse con las bien conocidas palabras: “El amor al dinero es la raíz de todo mal”. Esto nos lleva a la debilidad fundamental de la hu­manidad, el deseo. El dinero es su resultado y su símbolo. 

Este deseo es la causa subyacente en el simple proceso de trueque e intercambio (como lo practicaban los primiti­vos salvajes) y en la complicada y formidable estructura financiera y económica del mundo moderno. Exige la satisfacción de la necesidad, del deseo de objetos, posesiones y comodidad material, de la adquisición o acumulación de cosas, poder y supremacía que sólo el dinero puede dar. Este deseo controla y domina el pensamiento humano y es la tónica de nuestra civilización moderna; es también el pulpo que lentamente sofoca la vida, el esfuerzo y la decen­cia humanos; es la “piedra de molino” que pende del cue­llo de la humanidad.

Competir con otros hombres por la supremacía y po­seerla, ha sido el principio fundamental del ser humano común –un hombre contra otro, un propietario contra otro, un negocio contra otro, una organización contra otra, un partido contra otro, una nación contra otra, el trabajo contra el capital—, reconociéndose hoy que el problema de la paz y la felicidad está relacionado principalmente con los recursos del mundo y con la propiedad de tales recursos.

Las palabras que predominan en nuestros secuestrados medios de comunicación, relacionadas con la estructura financiera de la economía humana, son: interés bancario, salarios, deuda nacional, reparaciones, cárteles y consor­cios, finanzas, impuestos, palabras que controlan nues­tros planes, despiertan nuestra envidia, alimentan nuestro odio y antipatía hacia otras naciones y nos arrojan a unos contra otros.

Existe, sin embargo, un gran número de personas cu­yas vidas no están dominadas por el amor al dinero y que pueden normalmente pensar en términos de valores más elevados. Son la esperanza del futuro, pero están indivi­dualmente prisioneros en el sistema. Aunque no aman el dinero, lo necesitan y deben poseerlo; los tentáculos del mundo comercial los envuelve; deben trabajar y ganar lo necesario para vivir; la obra que quieren realizar en bien de la humanidad no se puede llevar a cabo sin fondos.

La tarea que enfrentan hoy los hombres y mujeres de buena voluntad de todas partes parece demasiado pesada y los problemas a resolver son casi insolubles. Dichas personas se formulan las siguientes preguntas: ¿Podrá terminar el conflicto entre el capital y el trabajo y con ello renacer un nuevo mundo? ¿Cambiarán las condiciones de vida tan ra­dicalmente que las correctas relaciones humanas puedan ser establecidas en forma permanente?

Estas relaciones pueden establecerse, por las siguien­tes razones:


  1. La humanidad, que ha sufrido tan terriblemente duran­te los últimos doscientos cincuenta años, pudo haber hecho los cambios necesarios, y en parte los hizo, antes de que el dolor y la agonía fuesen olvidados y sus efectos hubiesen desa­parecido de la conciencia del hombre. Tales pasos debieron darse inmediatamente, mientras los males del pasado eran todavía evidentes, pero no se dieron.

 

  1. La liberación de la energía del átomo debió ser con­siderada como la inauguración definitiva de una nueva era; todavía estamos a tiempo y debería cambiar tan completamente nuestro modo de vivir, que muchos de los proyectos formulados hasta ahora serán de carácter provisional; ayudarán a la humanidad a hacer la gran transición del sis­tema materialista que hoy predomina, a otro siste­ma que tendrá como característica básica las co­rrectas relaciones humanas. Este nuevo y mejor modo de vivir se implantará por dos principales razones:

 

    • La estrictamente espiritual de la hermandad humana. Esto po­dría ser considerado como una razón mística y vi­sionaria, pero sus efectos están controlando ya más de lo que se cree.

 

    • La del móvil puramente egoísta de la auto conservación. El descubrimiento de la liberación de la energía atómica, no solo ha puesto en las manos humanas una poderosa fuerza que trajo inevitablemente nuevos y mejores modos de vivir, sino también una terrible arma, capaz de borrar a la familia humana de la faz de la tierra.

 

3.     El constante y abnegado trabajo de los hombres y mujeres de buena voluntad en todos los países.

Debido al descubrimiento de la energía nuclear, el capital y el trabajo enfrentan un problema cada uno, problemas que alcanzarán un punto máximo de crisis en los próximos años. Ojalá solo se quede en eso. El dinero, la acumulación del capital y el monopolio de los recursos de la tierra para la explotación organizada, serían inútiles y triviales, siempre que tales fuentes de energía, y su modo de liberarla, permaneciesen en manos de los representantes elegidos por el pueblo, y no fuese la posesión secreta de ciertos grupos de hombres poderosos, o de determinada nación. La energía atómica pertenece a la entera humanidad. La responsabilidad de su control debería residir en manos de los hombres de buena voluntad. Pero no ha sido así y ahora ya vemos las funestas consecuencias de tan descomunal descuido. Naciones prácticamente insignificantes, en el contexto mundial, son una constante amenaza global. 

Sin em­bargo, hasta que la humanidad no llegue a comprender bien las correctas relaciones humanas, un grupo internacional de hombres de buena voluntad –dignos de confianza y ele­gidos por el pueblo— deberán resguardar este potencial. Está claro que el Organismo Internacional de Energía Atómica ha sido otro fracaso de nuestra humanidad.


La liberación de la energía atómica es, en todos los rei­nos de la naturaleza, la primera entre muchas grandes libe­raciones; la gran liberación que le espera a la humanidad hará expresar los poderes creadores de la raza, las poten­cias espirituales y los desarrollos síquicos, que demostrarán y pondrán de manifiesto la divinidad y la inmortalidad del hombre.

La nota que deberá ser emitida y la palabra que tendrá que acentuarse es: humanidad. Únicamente la fuerza de un concepto predominante puede hoy salvar al mundo de la inminente y mor­tal lucha económica, e impedir el resurgimiento de los vie­jos sistemas materialistas del pasado y el surgimiento de viejas ideas y conceptos y poner fin al sutil control ejerci­do por los intereses financieros y el violento descontento de las masas. Se debe fomentar la creencia en la unidad humana. Debemos considerar esta unidad como algo digno por lo cual se lucha y se muere, y ella debe constituir el nuevo fundamento para todas nuestras organizaciones po­líticas, religiosas y sociales, y ser el tema principal de nuestros sistemas educativos. Unidad humana, compren­sión humana, relaciones humanas, juego limpio humano y unidad esencial de todos los hombres, son los únicos con­ceptos sobre los cuales construir el nuevo mundo, abolir la competencia y terminar con la explotación de un sector de la humanidad por otro, y hasta la actual injusta posesión de la riqueza de la tierra. Mientras existan las extremas riqueza y pobreza, los hombres no podrán alcanzar su ele­vado destino.

Es hora de dejar al Capital y al Trabajo con sus cuitas y echar un vistazo, aunque sea somero, al problema de las minorías. Al comenzar este repaso sería conveniente recordar que el problema que estamos considerando puede retro­traerse a la tan destacada debilidad humana de la desunión, como ya hemos comentado más arriba. Con seguridad no exis­te pecado mayor que éste, el cual es responsable de la exten­sa gama de males humanos. Fomenta la lucha entre her­manos; considera únicamente de suprema importancia el interés personal y egoísta; lleva inevitablemente al crimen y a la crueldad, y constituye el obstáculo más grande para la felicidad del mundo, porque pone un hombre contra otro, un grupo contra otro, una clase contra otra y una nación contra otra nación. Engendra un sentido destructivo de superioridad y conduce a la perniciosa doctrina de nacio­nes y razas superiores e inferiores; produce el egoísmo económico; da origen a la explotación económica de los se­res humanos, a las barreras económicas, a la condición de los que poseen y los desposeídos, a la posesión territorial y a los extremos de pobreza y riqueza; da excesiva importan­cia a las adquisiciones materiales, a las fronteras, a la pe­ligrosa doctrina de la soberanía nacional y a sus diversas implicaciones egoístas; fomenta desconfianza entre los pueblos y odio en todo el mundo, y ha conducido, desde el ori­gen del tiempo, a crueles y destructoras guerras.

Actualmente nos ha llevado a todos los habitantes del pla­neta a la presente situación de enfrentamiento generalizado, a tal punto, que las personas en todas partes comienzan a darse cuenta de que, si no hay un cambio fundamental, el género humano podrá ser destruido. Pero, ¿Quién hará el cambio necesario y dónde está el líder que podrá hacerlo? ¿Son ustedes capaces de encontrarlo o vislumbrar su figura en algún lugar de esta bendita tierra? La humanidad debe afrontar este estado de cosas en su totalidad. Si encara esta expresión básica del mal universal, la desunión, podrá traer el cambio necesario y ofrecérsele la oportunidad para actuar correctamente, lo cual conducirá a establecer correctas re­laciones humanas.

Desde el punto de vista de este tema, el problema de las minorías, ese sentido de desunión –en sus nume­rosos y amplios efectos— se divide en dos categorías prin­cipales, las cuales se hallan tan íntimamente relacionadas que es casi imposible considerarlas por separado.

Primero, existe el espíritu de nacionalismo con su sen­tido de soberanía y sus deseos y aspiraciones egoístas. Uno de sus peores aspectos es poner a una nación contra otra, y dentro de la misma nación unas regiones contra otras, fomentar el sentido de superioridad nacional y conducir a los ciudadanos de una nación a considerarse, ellos y sus instituciones, superiores a los de otra nación; cultiva el orgullo de raza, la historia, las posesiones y el progreso cultural; fomenta arrogancia, jactancia y desprecio por otras civilizaciones y culturas, lo cual es dañino y deni­grante; engendra también la tendencia a sacrificar los intereses de otros en bien de los propios, y a no querer admi­tir que “Dios ha hecho iguales a todos los hombres”. Este tipo de nacionalismo es universal y predomina en todas partes; ninguna nación está libre de él; indica ceguera, crueldad y falta de proporción, por lo cual el género humano está pagando ya un excesivo precio, y si esto persiste llevará a la humanidad a la ruina.

Es innecesario decir que existe un nacionalismo ideal, que es lo contrario de todo esto, pero aún sólo existe en las mentes de unos pocos iluminados de cada nación, aun­que no es todavía un aspecto efectivo y constructivo de nación alguna; continúa siendo un sueño, una esperanza y queremos creer, una intención fija. Este tipo de naciona­lismo fomenta en forma correcta su civilización individual, pero como contribución al bien general de la comunidad de naciones y no como medio de su propia gloria; de­fiende su constitución, sus territorios y su pueblo a través de la rectitud de su expresión viviente, la belleza de su modo de vivir y el altruismo de sus actitudes, no infringe, bajo ningún pretexto, los derechos de otros pueblos o na­ciones. Aspira a mejorar y a perfeccionar su propio modo de vivir, para que todo el mundo se beneficie. Es un orga­nismo viviente, vital y espiritual, y no una organización materialista y egoísta.


Segundo, tenemos el problema de las minorías raciales, que constituye hoy un problema, aunque menor que el pasado reciente, debido a su relación con esas naciones dentro de y entre las cuales se encuentran. En gran parte es el problema de la relación entre los dé­biles y los fuertes, los pocos y los muchos, los desarrollados y los subdesarrollados, un credo religioso y otro más pode­roso y dominante; está estrechamente vinculado con el pro­blema del nacionalismo, del color, del proceso histórico y del propósito futuro, siendo en la actualidad y en todo el mundo, uno de los mayores problemas.

Al considerar el tema debemos hacer dos cosas: pri­mero, saber qué es lo que hace que un pueblo, una raza o una nación, se conviertan en una minoría, y luego, cómo llegar a una solución. El mundo está invadido por el clamor de las minorías, que, correcta o erróneamente, acusan a las mayorías, algunas de las cuales se preocupan since­ramente de que se haga justicia a las minorías que luchan y reclaman; otras las utilizan como “puntos de debate” pa­ra sus propios fines, o apoyan la causa de las naciones pe­queñas y débiles, no por razones humanitarias, sino por poder político. 

Existen minorías nacionales e internacionales. Hoy, a escala internacional, continúa la lucha de las minorías; la Federación Rusa trata de ejercer su influencia en todas direc­ciones y por si eso fuese poco, ahora está empecinada en el expansionismo a través de la guerra; Estados Unidos trata de sostener su posición de máximo control en Centro y Sudamérica y en el Lejano Oriente, comercial y políticamente, mereciendo el calificativo en esos países (correcta o incorrectamente), de imperialista; Gran Bretaña se esfuerza por proteger su “línea vital” hacia Oriente, me­diante movimientos políticos en el Cercano Oriente; Francia trata de reconquistar el poder perdido apoyando la causa de las pequeñas nacio­nes europeas. A medida que las grandes potencias hacen política y procuran afirmarse en su lugar y posición, las masas en todos los países, grandes y pequeños, están llenas de temores e interrogantes, hartas de guerras, enfermas de incertidumbre y atemorizadas por las pers­pectivas del futuro, cansadas hasta en sus propias almas de luchar y discutir, deseando únicamente vivir con seguridad y poseer lo necesario para la existencia, educar a sus hijos dentro de cierta medida de cultura civilizada y vivir en un país que posea una sana economía, una religión activa y un adecuado sistema educativo.

Los problemas de dos minorías atraen hoy, igual que en el pasado, la atención pública. Si pudieran ser solucionados, se habría dado un gran paso adelante hacia la comprensión mundial:

 

  1. El problema judío. Los judíos constituyen una mi­noría internacional muy emprendedora, extraordi­nariamente bulliciosa, que constituye una minoría prácticamente en todas las naciones del mundo; su problema es por lo tanto excepcional.

 

  1. El problema de los negros. Otro problema que puede ser considerado también excepcional. Los negros son mayoría en el gran continente africano (aún subdesarrollado), y minoría en los Estados Unidos, problema que preocupa mucho. Es único en el sentido de que es esencial­mente un problema de los blancos, y ellos mismos tendrán que resolverlo porque lo han producido y perpetuado.

Si tuviéramos alguna idea de la significación de estos problemas, material y espiritualmente, y percibiéramos las responsabilidades implicadas, nos sería de gran utilidad. En el caso de los judíos, el pecado de su separatismo es profundamente innato en la raza misma y en aquellos entre quienes viven; pero los judíos son, en gran parte, responsables de que la separación se perpetúe. En el caso de los negros el instinto de separatividad proviene de los blancos. Los ne­gros luchan para ponerle fin, por lo tanto, las fuerzas espi­rituales del mundo están de su lado.

El problema judío es muy antiguo y conocido, y resulta di­fícil decir algo sobre él que no sea vulgar ni demuestre algún tipo de prejuicio (desde el punto de vista del lector), ni despierte en el judío una reacción de rechazo. Sin embargo, de nada sirve decir lo que será aceptable o que coincida con todos los puntos de vista, o reiterar todo lo dicho hasta ahora. Hay cosas que deben decirse, que no son conocidas y raras veces se han dicho, o fueron dichas con espíritu de crítica o antisemita, y no con espíritu de amor, como se intenta hacer aquí.

Examinemos brevemente la situación de los judíos, anterior al encarnizado e imperdonable ataque de Hitler y el nazismo contra ellos, antes de la SGM. Los judíos vivían en todos los países y eran ciudadanos de dichos países; en el país de nacimiento mantenían intactos sus propia iden­tidad racial, modo de vivir y religión nacional (privilegio de todos) y una estrecha y peculiar adhesión a su propia raza. Otros grupos también lo han hecho, pero en menor grado, y con el tiempo fueron absorbidos y asimilados por la nación de su ciudadanía. Los judíos han constituido siem­pre una nación dentro de otra, aunque no tanto en Gran Bretaña, Holanda, Francia e Italia, de allí que en los países antedichos no existe un fuerte sentimiento antisemita.

En todos los países y en el transcurso de las épocas, los judíos se han dedicado al comercio y a la manipulación del dinero; son personas estrictamente comerciantes y solidarias y demostraron poco interés por la agricultura, excepto últimamente en Israel. A sus tendencias marcadamente materialistas han agregado un sentido de lo bello y un concepto artístico que ha dado mucho al mundo del arte; siempre fueron los protectores de lo bello, y figuran también entre los grandes filántropos del mundo, a pesar de sus métodos comerciales, cuando menos dudosos, que ha dado motivo a que en el mundo de los nego­cios se les tenga gran antipatía y desconfianza.

Siguen siendo un pueblo esencialmente oriental, cosa que nosotros, occidentales, frecuentemente olvidamos; si lo recordáramos, nos daríamos cuenta que el concepto oriental sobre la verdad y la honestidad, así como el empleo y posesión del dinero, es muy diferente del occidental, y aquí reside precisamente parte de la dificultad. No es cuestión de valorar lo correcto o lo incorrecto, sino de las diferentes normas e inherentes acti­tudes raciales compartidas por todo Oriente.

El judío moderno es también el producto de siglos y siglos de persecución y emigración; ha vivido errante de un país a otro y de una ciudad a otra, y en el curso de este peregrinaje ha desarrollado inevitablemente ciertos hábitos de vivir y pensar que el occidental no reconoce ni tiene en cuenta; por ejemplo, los judíos son la consecuencia de vivir en carpas, durante siglos; dan la impresión de gente poco meticulosa en cualquier comunidad en que viven, y ni el más organizado occidental (morador de las cavernas) acepta. También son el producto de la necesidad de vivir durante siglos a costa de los pueblos entre los que han peregrinado; de aprovechar la oportunidad para apoderarse de lo que deseaban; de procurar que sus hijos tengan lo mejor, no importa lo que cueste a los demás; de aferrarse a su pueblo en medio de las razas foráneas que el destino los ha ubicado y de mantener inviolada, hasta donde era posible, su reli­gión y tabúes, y sus antiguas tradiciones nacionales. Esto ha sido esencial para subsistir a través de las persecuciones; se han visto obligados a conservar, dentro de lo factible, estos factores en sus antiguas formas, a fin de demostrar a otros hebreos, de nuevas tierras y ciudades, que eran judíos tal como lo pretendían, lo cual los hace la raza más reaccio­naria y conservadora del mundo.

Las características raciales se han hecho cada vez más pronunciadas, debido a que durante siglos el judío ortodoxo contrajo enlace entre los de su raza y puso el énfasis sobre el pasado y la pureza racial. Los judíos jóvenes y modernos no hacen tanto hincapié sobre esto; por lo común no objetan el casa­miento con gentiles, pero esto es sólo un hecho reciente y moderno, el cual no es aprobado por la vieja generación. También los gentiles en muchos casos lo objetan.

El judío es un buen ciudadano, respetuoso de la ley, de modales bondadosos y decentes, ansioso de desempeñar su parte en la vida comunal y dispuesto a ayudar con su dinero cuando se le pide, pero se mantiene separado. A través de las épocas, los judíos tienden a agru­parse y a buscarse, como medida de protección y para tranquilidad comunal; los gentiles entre los cuales vivían, fomentaron esa tendencia y así crearon hábitos de asocia­ción que todavía predominan. Además, y debido a la acción separatista de los gentiles, empezaron a aparecer en muchos países, en zonas y ciudades restringidas donde a ningún judío se le permitía residir, comprar propiedades ni estable­cerse. Debido a la aptitud del judío de prosperar y vivir dentro de una nación, obteniendo beneficio de acuerdo a sus costumbres, cultura y civilización, manteniendo su identidad propia sin asimilarse a la vida nacional, ha estado siempre sujeto a persecuciones.

En toda nación y localidad hay judíos muy queridos por quienes los tratan, sean judíos o gentiles, respetados por todos cuantos los rodean y a veces solicitados y apreciados. Pertenecen a la gran aristocracia espiritual de la humanidad y, aunque actúen en cuerpos judíos y lleven nombres judíos, unen sus fuerzas a las de los hombres y mujeres de todas las demás naciones que pertenecen a la humanidad y trascendieron sus características nacionales y raciales. Estos hombres y mujeres, cuyo número aumenta cada día son, como grupo, la esperanza de la humanidad y la garantía de un mundo nuevo y mejor que todos esperamos. Cuando se hace una amplia generalización sobre una raza o nación, el individuo sufre necesariamente, pero las declaraciones hechas respecto a esa raza y nación como un todo, son correctas, verdaderas y comprobables.

Quizás el principal factor que hizo que el judío fuera separatista y desarrollara en él el complejo de superioridad que lo caracteriza (bajo una apariencia externa de inferio­ridad), es su fe religiosa. Su credo es uno de los más antiguos del mundo, varios siglos más antiguo que el budismo, mucho más que la mayoría de los credos hindúes y más aún que el cristianismo, credo que además tiene caracte­rísticas que han hecho del judío lo que es. Es una religión de prohibiciones, creada cuidadosamente para proteger al judío errante, que va de una comunidad a otra, religión que tiene una base materialista bien definida que hace resal­tar “la tierra de abundante leche y miel”, lo cual no era simbólico en aquellos días, sino que fue el objetivo de sus viajes. Lo que cobra esta religión es el separatismo, Dios es el Dios de los judíos; los judíos son el pueblo elegido por Dios; deben conservar su pureza física; su bienestar es lo de mayor importancia para Jehová; tienen sentido mesiánico, y creen que Jehová está celoso de cualquier con­tacto e interés que puedan manifestar por otro pueblo u otro Dios. Como pueblo han obedecido estos requisitos divinos, lo cual explica su situación en el mundo moderno.

La palabra “amor”, en lo que concierne a la relación con otros pueblos, ha sido omitida en esta religión, aunque se enseñe el amor a Jehová con las debidas amenazas; el concepto de una vida futura que depende de la conducta, del comportamiento, respecto a los demás, y de la correcta acción en el mundo de los hombres, ha sido totalmente omi­tido en el Antiguo Testamento y en ninguna parte se hace resaltar la inmortalidad, aparentemente dependiendo la salvación del respeto a numerosas leyes y reglas físicas, relacionadas con la limpieza física. Estos factores y otros de menor importancia son los que mantienen apartados a los judíos, y los cumplen, no importa cuán anticuados o incon­venientes sean para los demás.

Estos factores demuestran la complejidad del problema desde el punto de vista judío y su antagónica y enervante naturaleza hacia los gentiles, factor que el judío rara vez reconoce. El gentil de hoy no recuerda ni se preocupa de que los judíos fueron quienes crucificaron a Cristo (según el Nuevo Testamento), y se inclina más bien a recordar que Cristo fue judío y se asombra de que ellos no sean los primeros en aclamarlo y amarlo. El gentil recuerda más bien los métodos agudamente comerciales de los judíos, y el hecho de que el judío, si es ortodoxo, considera impuro el alimento del gentil, y que primero sean sus obligaciones raciales y después su ciudadanía. El gentil considera que el judío sigue una religión caduca; siente intensa antipatía por el cruel y celoso Jehová de los judíos y considera el Antiguo Testamento como la historia de un pueblo muy cruel y agresivo, aparte de los Salmos de David que todos los que los conocen los aman.

Estos son puntos a los que el judío nunca prestó aten­ción y en su conjunto, sin embargo, lo han separado de ese mundo en el cual quiere vivir y ser feliz y donde es víctima de una herencia que podría ser muy beneficioso moderni­zarla.

Durante épocas el gentil no ha querido a su hermano judío, el cual fue perseguido de un lado a otro, viéndose constante e incesantemente obligado a seguir su camino a través del desierto, desde Egipto a Tierra Santa, de ésta, siglos después, al valle de Mesopotamia; desde entonces han emigrado ininterrumpidamente grandes corrientes de judíos errantes, marchando incesantemente al norte, sur, oeste y una pequeña corriente hacia el este, expul­sados de ciudades y países, entre ellos España, durante la Edad Media, y después de un período de relativa tranquilidad fueron nuevamente desplazados, viéndose obligados a vagar por Europa, sin hogar, de un lado a otro (junto con millares de personas de otras nacionalidades), inermes, en manos de un cruel des­tino, algunos no desamparados, sino organizados por ciertos grupos políticos con fines internacionales y egoístas. En los países donde no existió el sentimiento antisemita prácti­camente, durante décadas, tal antagonismo está surgiendo; incluso en Gran Bretaña puede verse cómo levanta su ma­ligna cabeza, y en Estados Unidos representa una creciente amenaza. A los gentiles les corresponde poner fin, de una vez por todas, a este ciclo de persecuciones, y a los judíos dar los pasos necesarios para no despertar la antipatía de los ciudadanos entre los cuales viven.

La necesidad de los judíos actualmente es solucionar este antiguo problema que ha perturbado la paz de los países en el transcurrir de los siglos. La responsabilidad de los gentiles, a la luz de las demandas humanitarias es vital; el informe de la persecución de los judíos es una historia cruel y terrible, cuyo único paralelo se halla en el trata­miento dado por ellos a sus enemigos, según lo relata el Antiguo Testamento. El destino de los judíos, durante la última guerra mundial, es un terrible relato de crueldad, tortura y asesi­nato en masa; el trato dado a los judíos en el transcurso de las épocas es uno de los capítulos más negros de la historia humana, que no tiene justificación ni disculpa; la gente que piensa correctamente, y los hay en todas partes, se dan cuen­ta de ello, y claman ansiosamente para que terminen tales persecuciones.

Esto se solucionará únicamente cuando los mismos judíos procuren hallar una solución y abandonen sus exigencias de que los gentiles y cristianos hagan todas las concesiones, solucionen el problema y sin la ayuda de los judíos pongan fin a la mala situación. (El sionismo y la creación del estado de Israel es un asunto político del que no toca hablar aquí). Los judíos claman constantemente por justicia y ayuda; culpan de sus desgra­cias a las naciones no judías; nunca reconocen que existen condiciones de su parte que justifican así la antipatía gene­ral que despiertan; tampoco tienen en cuenta las civiliza­ciones y culturas en que viven, e insisten en permanecer separados; culpan a otros de su aislamiento, pero el hecho real es que, como ciudadanos, se les ha dado iguales opor­tunidades en todos los países de mente abierta. Su contri­bución a la solución de este antiguo problema es de orden materialista y no han demostrado penetración psicológica ni reconocimiento de los valores espirituales implicados. En la actualidad, no se puede solucionar totalmente problema alguno siguiendo un criterio materialista. El hombre, como un todo, ha trascendido eso.

Resumiendo, han establecido antiguas normas de vivir dentro de otras naciones; como ciudadanos, con todos los derechos que da la ciudadanía, han levantado una muralla, incluso física, de prohibiciones, hábitos y costumbres religiosas, que los separa de su medio ambiente y les impide su asimilación. No existe otro problema igual en el mundo; es un pueblo de raza, religión, objetivos, características y cultura, bien defi­nidos; es una civilización excepcionalmente antigua y muy reaccionaria; está diseminado como minoría en todas las naciones; planteaba un problema internacional al que se trató de dar solución con la creación del estado de Israel, con las consecuencias que estamos viendo; posee grandes riquezas e influencias; crea disen­siones continuas entre las naciones, y no procura, en manera alguna, hacer frente a su complejo problema en forma armónica, con la debida comprensión o consideración psicológica del medio ambiente gentil, al cual debe apelar incesantemente, presentando sólo soluciones materialistas y la demanda cons­tante, casi abusiva, de que los gentiles carguen con toda la culpa y pongan término a las dificultades.

Este problemático hijo dentro de la familia humana, es un hijo del Padre Uno, espiritualmente identificado con todos los hombres, y lo expuesto aquí es fruto del amor por todos. Los pue­blos saben que no hay “ni judío ni gentil”, como lo expresó San Pablo enfrentando este mismo penoso problema hace 2.000 años. Ojalá lo vean así todos los judíos de la actualidad y actúen en consecuencia, antes de que el “ojo por ojo y diente por diente” nos deje a todos desdentados y ciegos. 

El problema de la raza negra es totalmente distinto del de los judíos. En el caso de los judíos tenemos un pueblo extraordinaria­mente antiguo, que durante miles de años ha desempeñado su parte en el escenario de la historia del mundo, ha desarrollado una cultura y se ha identificado con una civilización que le permitió ocupar su lugar en iguales condiciones de los lla­mados “pueblos civilizados”. El caso de los negros podría ser considerado como un pueblo que (durante los últimos doscientos cincuenta años) empezó a ascender en la escala de las realiza­ciones humanas y durante este tiempo ha progresado en forma sorprendente, enfrentando grandes dificultades y oposiciones. Hace doscientos cincuenta años todos los negros se halla­ban en África, y aún viven allí millones; hace doscientos cincuenta años eran lo que los europeos y americanos consideraban “salvajes”, divididos en innumerables tribus, viviendo un estado natural primitivo y guerrero, sin educación desde el punto de vista moderno, regidos por caciques guiados por los dioses de la tribu y dominados por tabúes; de características muy diferentes –el pigmeo y el guerrero de Botsuana no tienen semejanza entre sí, excepto el color—, luchaban constantemente entre ellos e invadían mutuamente sus territorios.

Durante siglos los negros han sido explotados y escla­vizados, primero por los árabes, luego por quienes los com­praban a los tratantes de esclavos, llevándolos a los Estados Unidos o a las Antillas. Han sido explotados también por las naciones europeas que se apoderaron de vastos territorios en África y se enriquecieron con los productos de esos países y el trabajo de sus habitantes -los franceses en el Sudán francés, los belgas en el Congo Belga, los holandeses y británicos en Sudáfrica y, en la costa Occidental, los alema­nes e italianos en el África Oriental y actualmente China en casi todos los países. Es una penosa historia de crueldad, latrocinio y explotación por parte de la raza blanca y de los chinos, sin embargo y a pesar de todo esto, le ha hecho mucho bien a la raza negra. La historia de estas relaciones no ha terminado aún y, a no ser que en el futuro haya rectitud y justicia, lo cual no se atisba, terminará trágicamente, como puede comprobarse por los innumerables enfrentamientos dentro de las mismas naciones, alentados siempre por intereses materialistas. La tragedia del pueblo ruandés es paradigmática: el genocidio de Ruanda fue un intento de exterminio de la población tutsi por parte del gobierno hegemónico hutu de Ruanda entre el 7 de abril y el 15 de julio de 1994, en el que se asesinó aproximadamente al 70 % de los tutsis; 800.000 personas fueron asesinadas en apenas cien días y otros dos millones huyeron del país. Un fracaso total y absoluto de las Naciones Unidas y una nueva vergüenza que añadir a la humanidad. Sin olvidar el drama del sida. Se estima que a nivel mundial están infectadas con el VIH, o viven con el virus, 33,3 millones de personas, de las cuales 22,5 se encuentran el el África Subsahariana. Además, se estima que de los 2,5 millones de niños afectados en todo el mundo, 2,3 millones habitan en el África Subsahariana. Otro holocausto que añadir a la humanidad.

A pesar de todos los males que surgen de la explotación, por parte del blanco, el impacto de las razas blancas en el continente negro ha traído gran desarro­llo evolutivo y beneficios tales como: educación, asistencia médica, el fin de las incesantes guerras entre tribus, sanidad y un sistema religioso más iluminado, en lugar de los cultos bárbaros y las crueles prácticas religiosas. El explorador, el misionero y el traficante han hecho mucho mal, pero también mucho bien, especialmente los misioneros. El negro es de naturaleza religiosa y de tendencia mística, y los principales dogmas de la fe cristiana tienen para él gran atrac­tivo; los aspectos emocionales de la enseñanza cristiana (que hacen resaltar el amor, la bondad y la vida del más allá) son comprendidos, porque el negro es de tipo emocional. Detrás de los diversos cultos religiosos separatistas del continente negro surge un misticismo fundamental y puro que abarca desde el culto a la naturaleza y el animismo primitivo, hasta un profundo conocimiento oculto y una comprensión esotérica, que algún día podrán hacer de África el lugar donde se asentará la forma más pura de enseñanza y vida ocultistas, lo cual tardará varios siglos.

Las facultades innatas de los negros encierran un rico contenido. El negro es creador, artista y capaz del más elevado desarrollo mental si recibe la educación oportuna, tan capaz como el hombre blanco, lo cual ha sido comprobado una y otra vez por artistas y hombres de ciencia surgidos de la raza negra y por el hecho de sus aspiraciones y ambiciones.

El problema de la minoría negra en el hemisferio occidental constituye una historia desgraciada que compromete y deshonra seriamente al hombre blanco. Los negros fueron llevados a los Esta­dos Unidos y a las Antillas hace más de dos siglos y escla­vizados por la fuerza. Los negros nunca recibieron un trato correcto ni tuvieron buenas oportunidades. De acuerdo a la Constitución de Estados Unidos todos los hombres son con­siderados libres e iguales; sin embargo, el negro todavía no es libre ni igual. El trato dado a los negros en los Estados del sur es una mancha para el país, se les ha negado y todavía se les niega igualdad de oportunidad, y deben luchar por cada uno de los privilegios. El negro es por naturaleza sencillo, adaptable, bonda­doso y ansía agradar y ser agradable; si hoy encontramos tantos negros arrogantes, vengativos, llenos de odio y ansio­sos de imponerse, es porque los blancos los han hecho así. Los blancos enfrentan una grave responsabilidad y en sus manos está cambiar las condiciones; cuando lo hagan verán que el negro responde a un trato bueno y justo, a igual oportunidad y a iguales condiciones de vida, así como responde a veces a la mala educación, a la política y a las malas condiciones bajo las cuales trabaja. Lo que digo aquí se refiere al problema de los negros que habitan en el hemisferio occidental.

No es posible discriminar siempre en contra del negro; no se le puede pedir que defienda su país y negarle luego los derechos comunes de la ciudadanía. La opinión pública está en favor de los negros, y existe la creciente determi­nación entre los ciudadanos blancos decentes del hemisferio occidental, de que se les conceda a los negros los derechos constitucionales, iguales oportunidades comerciales y facilidades educativas, lo mismo que buenas condiciones de vida. El pueblo estadounidense debe hablar con claridad y exigir que se les otorgue a los negros sus derechos. Todo estado­unidense blanco debe cargar con su responsabilidad por esta minoría y estudiar su problema, aprender a conocer perso­nalmente al negro como amigo y hermano y procurar desem­peñar su pequeña parte para cambiar la situación actual.

Encontrar una solución al problema de las minorías es, sencillamente, hallar una solu­ción a la gran herejía de la desunión. Esto es inmen­samente difícil, no sólo por la tendencia de la humanidad que la predispone en este sentido, sino porque la naturaleza humana no se puede cambiar con facilidad ni tan rápidamen­te. Este cambio y la destrucción del espíritu de separativi­dad se lograrán, a pesar de todo, en este mundo donde las personas actualmente desconfían, temen y apenas son conscientes de lo que real­mente se necesita para el cambio: buena voluntad.

Aunque la legislación ha otorgado plenos derechos constitucionales a la minoría negra, el problema continúa, porque los corazones y las mentes de los hombres no han cambiado y la solución ha sido completamente superficial.

Aunque los judíos lograron lo que deseaban y se les entregó Palestina, el sentimiento anti­semita actual –prácticamente sin excepción alguna— en cada nación sigue exactamente lo mismo que antes, además del derramamiento de sangre en Palestina.

El problema es más profundo de lo que con frecuencia se cree; es inherente a la naturaleza humana y al producto de incontables siglos de desarrollo, así como de un erró­neo tipo de educación de la humanidad. Todavía una nación está en contra de otra, un grupo en contra de otro, un partido en contra de otro y un hombre en contra de otro hombre. Los seres inteligentes y previso­res, aquellos que están impulsados por un sano y altruista sentido común, los idealistas y los hombres y mujeres de buena voluntad, se hallan en todas partes y se esfuerzan por encontrar una solución y construir una nueva estructura mundial de ley, orden y paz, que asegure las correctas rela­ciones humanas, pero son a su vez una ínfima minoría, en comparación con la vasta multitud de seres humanos que pueblan nuestra tierra, siendo su tarea difícil y, en el nivel en que trabajan, a veces les parece que las dificultades son casi insuperables.

Ciertas preguntas surgen inevitablemente en las mentes de las personas de buena voluntad de todas partes y, entre otras, son:

¿Cuáles son los primeros pasos que debieran darse a fin de fomentar los esfuerzos que nos proporcionen una base segura para la buena voluntad mundial?

¿Qué podría hacerse para despertar a la opinión públi­ca a fin de que los legisladores y políticos de todas partes puedan dar los pasos necesarios para establecer correctas relaciones humanas?

¿Qué debieran hacer las minorías para obtener la satis­facción de sus justas demandas, sin provocar nuevas disen­siones ni alimentar el fuego del odio?

¿Cómo se podrían eliminar esas grandes líneas divisorias existentes entre razas, naciones y grupos, y también las separaciones existentes en todas partes, para que surja la “Humanidad Una” en todos los asuntos mundiales?

¿Qué se podría hacer para desarrollar la conciencia de que lo bueno para la parte debe ser también bueno para el todo, y que el mayor bien de la unidad dentro del todo garantiza el bien de ese todo?

Estas y muchas otras preguntas surgen y demandan una respuesta. La respuesta es una trivialidad generalmente aceptada y lamentablemente considerada sin importancia alguna: El establecimiento de correctas relaciones humanas mediante el desarrollo del espíritu de buena voluntad. Sólo entonces tendremos un mundo de paz, preparado para avanzar hacia una era nueva y mejor. Aunque una trivialidad en la mayoría de los casos es la afirmación de una verdad reconocida, resulta difícil en este caso hacer que la gente acepte su posibilidad, la posibilidad de que se realice. Sin embargo, debido a que es una verdad, ella se demostrará oportunamente como tal, no sólo en la mente de unas pocas personas dispersas aquí y allá, sino en amplia escala por todo el mundo. Esperamos ansiosamente que suceda algo inesperado y extraordinario; esperamos un milagro y que Dios (cualquiera que sea el significado que demos a esta palabra), actúe liberándonos de nuestra respon­sabilidad haciendo el trabajo que solo a nosotros nos corresponde.

La humanidad no progresa con tales métodos; tampoco aprende ni evoluciona eludiendo la responsabilidad. Po­dría suceder el milagro y aparecer lo bello y lo inesperado, pero esto sólo sucederá cuando los hombres hayan creado el clima propicio y hecho posible, mediante la maravilla de su propia realización, la manifestación de una expresión aún más maravillosa de la rectitud. No podremos obtener una expresión mayor de la divinidad hasta que los hombres actúen en forma más divina de lo que lo han hecho hasta ahora.

La maravilla actual y la gran oportu­nidad que encierra es que, por primera vez y a escala planetaria, las persona se dan cuenta de que debe ser elimi­nado el mal; en todas partes se discute y se planea, se organizan reuniones y asambleas, conferencias y comités, que van desde las grandes deliberaciones de las Naciones Uni­das, hasta las pequeñas reuniones celebradas en alguna aldea remota.

La belleza de la actual situación estriba en que aún en la comunidad más pequeña se les ofrece a sus habitantes una expresión práctica de lo que se necesita mundialmente; las diferencias existentes entre familias, iglesias, municipalida­des, ciudades, naciones, razas, e internacionalmente, claman por el mismo objetivo y por el mismo proceso de reajuste: el establecimiento de correctas relaciones humanas. La téc­nica o el método para obtenerlo es siempre y en todas partes el mismo: el empleo del espíritu de buena voluntad.

La buena voluntad es la expresión más simple, el escalón más bajo,  del ver­dadero amor y lo que se comprende más fácilmente. El empleo de la buena voluntad, respecto a los problemas que la humanidad debe enfrentar, libera a la inteligencia para la acción constructiva; donde hay buena voluntad se derri­ban las barreras de la separación y de la incomprensión. Quizás esté muy lejana la expresión del verdadero amor como un factor importante en la vida de nuestro pla­neta, pero la buena voluntad es una posibilidad del momento actual, y es una necesidad apremiante organizarla.

Es necesario que las personas de buena voluntad de todo el mundo desarrollen inmediatamente una campaña para que el significado de la buena voluntad sea bien comprendido, y hagan resaltar su carácter práctico, reuniendo a un grupo mundial eficaz y activo de hombres y mujeres de buena vo­luntad, no con el fin de crear una super organización sino para convencer a los desdichados, deprimidos o maltratados, de la enorme ayuda inteligente que tienen a su disposición. Así establecerán en cada nación, ciudad y pueblo, un núcleo de personas de buena voluntad comprensivas, con sentido común práctico, dispuestas a difun­dir la buena voluntad y a descubrir en su propio medio a esas personas que piensan como ellos.

Educar es el trabajo de las personas de buena voluntad; estas personas no dan ni abogan por una solución milagrosa de los problemas, pero saben que el espíritu de buena voluntad, especialmente cuando está entrenado y comple­mentado por el conocimiento, puede producir un clima y una actitud propicios para la solución de los problemas. Cuando se reúnen hombres de buena voluntad, no importa a qué partido político, nación o religión pertenezcan, no hay pro­blema que no puedan resolver a entera satisfacción de las diversas partes implicadas. El trabajo principal de los hombres de buena voluntad consiste en crear este clima y des­pertar esta actitud, y no en dar soluciones manidas. El espí­ritu de buena voluntad debe primar siempre, aunque haya desacuerdos fundamentales entre las partes. Pero eso rara vez sucede actualmente, como podemos comprobar cada día en un mundo rebosante de odio y egoísmo.

A toda persona que tenga prejuicios, sea fanática religiosa o acérrima nacionalista, le es difícil despertar la buena voluntad, lo cual es fácil de lograr si realmente aman a su semejante y no lo coartan, pero antes tendrá que descubrir en su propia mente esa zona oscura donde existe ese muro separatista y derribarlo. También deberá desarrollar (con toda premedi­tación), la verdadera buena voluntad (no tolerancia), hacia el objeto de su prejuicio, hacia el hombre de diferente religión y hacia la nación o raza que mira con desdén y des­pierta su antagonismo. Un prejuicio es el primer ladrillo de la pared separatista. La mayoría de dirigentes políticos actuales, a nivel nacional y mundial, son una desgracia para la humanidad, pero pasarán y vendrán otros más responsables.

Los hombres de buena voluntad se hallan entre dos grupos opuestos, a fin de crear las condiciones donde es posible el debate y la avenencia. Cuando la buena voluntad sea expresada y organizada, reconocida y utilizada, todos los problemas mundiales, cuales­quiera sean, se solucionarán a su debido tiempo. Cuando la buena voluntad sea un factor verdadero y activo en los asuntos humanos, obtendremos una comprensión más amplia y plena. Cuando la buena voluntad esté difundida entre los hombres, veremos estable­cidas las correctas relaciones humanas y descubriremos en el género humano una nueva confianza, fe y compresión.

Existen millares de hombres y mujeres de buena vo­luntad en todas las naciones y en el mundo entero, que deben ser descubiertos, llegar hasta ellos y ponerlos en contacto y hacerlos trabajar para crear un correcto ambiente en los asuntos del mundo y en sus propias comunidades; deben saber que unidos son omnipotentes y pueden educar y entre­nar a la opinión pública, para que la actitud del mundo hacia los problemas mundiales sea justa y correcta; tienen que darse cuenta además que la solución de los problemas cruciales que enfrenta la huma­nidad en nuestro tiempo, no vendrá imponiendo al público determinada línea de acción con campañas y propa­ganda, sino abogando por el espíritu de buena voluntad y desarrollándolo, lo cual traerá como resultado un ambiente y una sana actitud, además de un corazón comprensivo.

Toca hablar ahora de las Iglesias o Confesiones y este es un terreno extremadamente peligroso, porque alrededor de ellas hay mucho sectarismo y fanatismo.

La necesidad inmediata del género humano y los pasos que las iglesias se proponen dar para satisfacer esa necesidad surgen hoy con claridad. Por lo tanto, es de primor­dial importancia encarar la situación exactamente tal como es, aislar las verdades esenciales para el progreso y esclare­cimiento de las personas y eliminar los factores que producen controversia y son de poca importancia. Además, es preciso definir el camino de salvación que deberán seguir las iglesias; si ellas trabajan y los eclesiásticos piensan en forma crítica, entonces la salvación de la humanidad está asegurada. Sobre todas las cosas es también de primordial importancia presentar una misma visión de los hechos, para todos los hombres donde quiera que se encuentren, que no sea simplemente una bella esperanza para un grupo sectario, o para una fanática organización satisfecha de sí misma. Es imprescindible volver a Cristo, a su Mensaje y a la forma de vida que Él ejemplificó.

El cristianismo es una expresión –en esencia, aunque todavía no de hecho, porque la humanidad no lo practica— del amor de Dios, inmanente en Su universo creado. El clero, sin embargo, es propenso a ser ata­cado y la gente preocupada y reflexiva lo sabe, pero desafortunadamente es una pequeña minoría. En bien de la claridad y a los efec­tos del delineamiento de los hechos y para que sus potencia­lidades puedan surgir con claridad, presentaremos este tema en las siguientes partes, comenzando por la más desagrada­ble y antagónica y terminando con una nota de esperanza, propósito y visión.


  1. El fracaso de las iglesias. ¿Podría decirse con toda sinceridad, en vista de los acontecimientos mundiales, que las iglesias han triunfado?
  2. La oportunidad de las iglesias. ¿Ellas la reconocen?
  3. Las verdades esenciales que la humanidad necesita y acepta intuitivamente. ¿Cuáles son?
  4. La regeneración de las iglesias. ¿Será posible?

Los eclesiásticos deben recordar que el espíritu huma­no es superior a todas las iglesias y a sus enseñanzas. Cristo no necesita prela­dos ni jerarcas; necesita humildes instructores de la verdad, capaces de ejemplificar la vida espiritual. Nada sobre la tierra podrá detener el progreso del alma humana en su largo peregrinaje de la oscuridad a la luz, de lo irreal a lo real, de la muerte a la inmortalidad y de la ignorancia a la sabiduría. Si los grandes grupos de iglesias organiza­das, de todos los credos, no ofrecen guía y ayuda espiritual, la humanidad hallará otro camino. Nada puede apartar de Dios al espíritu humano.

En cuanto al fracaso de la Iglesias, recordemos: Cristo no ha fracasado. El elemento hu­mano es el que ha fracaso y ha defraudado sus intenciones; ha tergiversado la Verdad que Él presentó. La teología, el dogma, la doctrina, el materialismo, la política y el dinero, han creado una enorme y oscura nube entre la iglesia y Dios y han obstruido la verdadera visión del amor de Dios, y debemos volver a esa visión de una realidad amorosa y al vital reconocimiento de sus implicaciones. ¿Existe alguna probabilidad de que se vuelva a reno­var la fe, tal como estaba en el Cristo? ¿Hay en las iglesias suficientes hombres de visión que puedan salvar la situa­ción, visión que satisfaga las necesidades del hombre y no la ambición de crecimiento y engrandecimiento de las Iglesias? En toda organización religiosa existen tales hom­bres, pero lamentablemente son muy pocos.

Las tribunas religiosas, los púlpitos, periódicos y re­vistas de carácter religioso, de cualquier Confesión, hacen una llamada a los hombres para que vuelvan a Dios y encuentren en la religión una salida a la caótica situación actual. Sin embargo, la huma­nidad nunca ha estado tan espiritualmente inclinada ni tan consciente y decididamente orientada hacia los valores espi­rituales y hacia la necesidad de la puesta en valor y realización espirituales. La llamada deberá hacerse a los conductores de las iglesias y a los eclesiásticos de todos los credos, así como también a quienes trabajan para las iglesias en todas partes; son ellos los que deben volver a la simplicidad de la fe que está en Cristo. Son ellos los que necesitan regene­rarse. En todas partes la humanidad demanda luz. ¿Quién puede dársela?

Dos factores primordiales son responsables del fracaso de las iglesias:

 

1.     Las estrechas interpretaciones teológicas de las Es­crituras.

 

2.     Las ambiciones materiales y políticas.

En todo tiempo y lugar los hombres han tratado de imponer a las masas sus interpretaciones religiosas perso­nales sobre la Verdad, las Escrituras y Dios. Han tomado la biblias del mundo y han tratado de explicarlas, infiltran­do las ideas que descubrieron a través de sus mentes y ce­rebros, y en el proceso han diluido inevitablemente el signi­ficado. Cada religión –el budismo, el hinduismo, en sus diferentes aspectos, el islamismo y el cristianismo—, han producido una pléyade de mentes prominentes que trataron (por lo general con absoluta sin­ceridad), de comprender lo que se supone que Dios dijo; for­mularon doctrinas y dogmas en base a lo que ellos creye­ron que Dios quiso decir; en consecuencia, sus ideas y pala­bras se convirtieron en leyes religiosas y en verdades irre­futables para millones de hombres. En último análisis ¿Qué tenemos? Tenemos las ideas de alguna mente humana –ideas interpretadas en términos de su época, tradición y trasfondo- respecto a lo que Dios dijo en cierta Escritura, la cual ha estado durante siglos sujeta a los inconvenientes y errores incidentales, a las constantes transcripciones frecuentemente basadas en la enseñanza oral. Es bien sabido que todas las Escrituras del mundo se basan en traducciones deficien­tes y que ninguna de sus partes –después de miles de años e infinitas versiones— es lo que fue originalmente, si es que alguna vez existió el manuscrito original, o sí fue en reali­dad lo que alguien recordó de lo que se dijo. La cuestión es que los dogmas, las doctrinas y las afirmaciones teológicas y sectarias, no indican necesa­riamente la verdad tal como existe en la mente de Dios, con la cual la gran mayoría de los intérpretes dogmáticos pre­tenden estar familiarizados. La teología es simplemente lo que los hombres creen que contiene la mente de Dios.

Cuanto más antigua sea una Escritura mayor será, lógi­camente, su tergiversación. La doctrina de un Dios venga­tivo y del castigo en algún mitológico infierno, la enseñanza de que Dios ama únicamente a quienes Lo interpretan de acuerdo a una determinada escuela de pensamiento teoló­gico, el simbolismo del sacrificio de la sangre, la adopción de la cruz como símbolo del cristianismo, la enseñanza sobre el nacimiento virginal y la representación de una Deidad ira­cunda, que se aplaca sólo con la muerte, son los desconsola­dores resultados de los pensamientos del hombre, de su na­turaleza inferior, de su aislamiento sectario (fomentado por el Antiguo Testamento hebreo, que por regla general no existe en los credos orientales), y del temor heredado de su naturaleza animal, todo ello fomentado e inculcado por la teología, pero no por el Cristo, ni por el Buddha, ni por Shri Krishna.

Las pequeñas mentes de los hombres, durante la pasada y la actual etapa de evolución, no pudo ni podrá jamás com­prender la Mente y los propósitos de Aquel en Quien vivi­mos, nos movemos y tenemos nuestro ser. Los hombres han interpretado a Dios de acuerdo a su propio criterio; en con­secuencia, cuando un hombre acepta irreflexivamente un dogma, sólo acepta el punto de vista de otro ser humano falible como él, y no una verdad divina. Ésta es la verdad que debie­ran empezar a enseñar los seminarios teológicos, entrenando a los seminaristas para que piensen por sí mismos, recordándoles que la clave de la verdad reside en la fuerza unificadora de la Religión Comparada. Solo los principios y verdades reconocidos universalmente, que hallan cabida en toda reli­gión, son realmente necesarios para la salvación. Las ver­dades secundarias y accesorias son generalmente innecesarias, o sólo tienen significación hasta donde fortalecen la verdad primordial y esencial. Esta deformación de la verdad condujo a la humanidad a formular un conjunto de doctrinas que el Cristo no cono­cía. Al Cristo sólo le interesó que los hombres reconocieran que Dios es Amor y que todos los hombres son hijos de un solo Padre, por consiguiente, hermanos; que el espíritu del hombre es eterno y que no existe la muerte. Anhelaba que el espíritu de Amor que mora en cada ser humano (la innata conciencia Crística que nos unifica a todos y también con Él), floreciera en toda su gloria; enseñó que el servicio es la tónica de la vida espiritual y que la voluntad de Dios les sería revelada.

Éstos no son puntos sobre los cuales han escrito los comentaristas, intérpretes, etc. Sólo han discutido hasta la saciedad sobre cuán divino y humano fue el Cristo, la índole del alum­bramiento virginal, la función de San Pablo como Instructor de la verdad cristiana, la naturaleza del infierno, la salva­ción por el sacrificio de la sangre y la autenticidad y verdad histórica de la biblia.

Las mentes actuales se están liberando de la teología y están reconociendo un nuevo amanecer de la libertad; comprenden que toda persona debe ser libre para adorar a Dios a su manera y que su propia mente, ilu­minada por Dios, buscará la verdad y la interpretará sin intermediarios. Han pasado los días de la teología, aunque las iglesias ortodoxas no quieran reco­nocerlo. La verdad no produce controversias, por eso no necesita intérpretes.

Hemos logrado mucho al rechazar dogmas y doctrinas; esto es bueno, justo y estimulante y significa progreso; sin embargo, las Iglesias aún no han percibido en esto la actuación de la divinidad. La libertad de pensa­miento, las discutibles verdades presentadas, la negativa en aceptar la enseñanza de las iglesias de acuerdo a la teología antigua y el rechazo de la imposición de la autoridad eclesiás­tica, son características del pensamiento espiritual creador del momento, lo cual es considerado por los clérigos ortodo­xos como un indicio de tendencias peligrosas y un alejamiento de Dios y, en consecuencia, la pérdida del sentido de la divinidad. Pero todo esto indica exactamente lo contrario. 

Quizás lo más grave de todo esto sea la ambición mate­rialista y la política de las Iglesias, porque ejerce su influencia sobre incontables millones de personas ignorantes, lo cual no existe en forma tan marcada en los credos orientales. Esta tendencia en el mundo occidental está llevando rápidamente a la degeneración de las Iglesias y la huida de sus fieles. En las religiones orientales ha prevalecido una desastrosa negatividad; las verdades que han impartido no han servido para mejorar el día a día del creyente. Las doctrinas orientales tienen, en gran parte, un efecto subjetivo y negativo en lo que se refiere a la vida diaria. La negatividad de las interpretaciones teológicas de las Escrituras buddhista e hindú, han mantenido al pueblo en un estado de pasividad, del que están saliendo paulatinamente. El credo mahometa­no, análogamente al cristianismo, es una presentación positiva de la verdad, aunque muy materialista, siendo ambos credos militantes y políticos en sus actividades.

El gran credo occidental, el cristianismo, expone la ver­dad en forma definidamente objetiva, lo cual fue necesario. Ha sido militante, fanático, muy materialista y ambicioso. Ha mezclado los objetivos políticos con la pompa y la ceremonia, con los grandes edificios de piedra, el poder y la im­posición de una autoridad muy estrecha.

La primitiva iglesia cristiana (que fue relativamente pura en su exposición de la verdad y en su proceso vital) se dividió, con el tiempo, en tres ramas principales: la Igle­sia Católica Romana que, aún hoy, trata de beneficiarse de su presunción de que fue la Madre Iglesia; la Iglesia Bizan­tina o Griega Ortodoxa, y la iglesia Protestante. Todas se dividieron por cuestiones de doctrina y, originariamente, fueron sinceras, limpias y relativamente puras y buenas. Todas se fueron deteriorando constantemente desde el día de su fundación y hoy tenemos la triste y grave situación siguiente:

 

  1. La Iglesia Católica Romana se distingue por cosas que son contrarias al espíritu del Cristo.

 

    • La actitud intensamente materialista. La Iglesia de Roma presenta grandes estructuras de piedra –catedrales, iglesias, instituciones, conventos y monasterios. El método empleado para llegar a construirlas fue, durante siglos, vaciar los bolsillos de los ricos y de los pobres. La Iglesia Católica Romana es estrictamente capitalista. El dinero acu­mulado en sus arcas mantiene una poderosa jerarquía eclesiástica y sostiene una infinidad de instituciones y escuelas.

 

    • Un programa político de gran envergadura y de amplia visión, cuyo objetivo es el poder temporal, no el bienestar de los humildes. El programa actual de la Iglesia Católica tiene implicaciones políticas bien definidas. En la actualidad, sus actividades polí­ticas no consisten en establecer la paz, no importa bajo qué apariencia la presenten.

 

La Iglesia Católica Romana permanece atrincherada y unificada contra cualquier presentación al pueblo de toda verdad nueva y evolutiva, tiene sus raíces en el pasado, y no progresa hacia la luz; sus vastos recursos financieros le permiten ser una amenaza para el adelanto del género humano, bajo el manto del paternalismo y la co­lorida apariencia externa que oculta el enquistamiento y nece­dad intelectual, que deberá inevitablemente, con el tiempo, ser su perdición. Siguen empeñados en explicar e interpretar la vida de Cristo en vez de practicar el cristianismo.

 

  1. La Iglesia Griega Ortodoxa llegó a tal grado de co­rrupción, soborno, ambición y sensualismo, que fue abolida temporalmente por la revolución rusa. El énfasis de esta iglesia era totalmente materialista, pero nunca manejó (ni mane­jará) tanto poder como lo ha hecho en el pasado la Iglesia Católica Romana. Fue muy benéfica y saludable la negativa del partido revolucionario ruso en reconocer esta iglesia co­rrompida, lo cual no produjo daño alguno, pues el sentido de Dios jamás puede ser desterrado del corazón humano y en la población de la extinta Unión Soviética no decayó la espiritualidad. Si las iglesias desaparecieran y resurgieran en la tierra, se ma­nifestaría con mayor fortaleza y convicción el sentido de Dios y el reconocimiento y conocimiento del Cristo. Como bien se sabe, en Rusia, la Iglesia ha sido reconocida nueva­mente en forma oficial. Las declaraciones de su patriarca, con relación a la invasión de Ucrania por parte de Rusia, no hacen albergar esperanza alguna respecto a su espiritualidad y utilidad para la marcha del mundo.

 

  1. Las Iglesias Protestantes. La iglesia denominada ge­néricamente “protestante” se caracteriza por su multiplicidad de divisiones; es amplia, estrecha, liberal, extremista y siempre protesta. Incluye dentro de su fuente muchas igle­sias grandes y pequeñas, las cuales se caracterizan por su objetivo materialista. Están relativamente libres de los pre­juicios políticos como los que condicionan a la Iglesia Cató­lica Romana, pero son un grupo de creyentes belicosos, fa­náticos e intolerantes. Prepondera en ellas el espíritu de diferenciación; no tienen unidad ni coherencia; poseen un constante espíritu de rechazo y un partidismo virulento, y fundan centenares de cultos protestantes, presentando conti­nuamente una estrecha teología que no enseña nada nuevo sino, por lo contrario, suscita más luchas sobre algunas doc­trinas, asuntos o procedimientos referentes a la organización de la iglesia. Las Iglesias Protestantes han sentado un precedente de controversia mordaz, de la que están relati­vamente libres las iglesias más antiguas, debido a su siste­ma jerárquico de gobierno y a su autoritario control centra­lizado. Recientemente se han emprendido los primeros esfuerzos y se continuarán llevando a cabo para lograr cierto tipo de unidad y cooperación. 

Se plantea el interrogante de si el Cristo se sentiría cómodo en las iglesias si volviera a caminar entre los hombres, debido a los rituales, ceremonias, pompas, vestidu­ras, candelabros y oropel, y el orden jerárquico de papas, cardenales, arzobispos, obispos, canónigos, sacerdotes, pas­tores y clérigos de todo orden, no tendría ningún interés para el sencillo Hijo de Dios, que en Su vida terrena no tuvo donde apoyar su cabeza. 

Existen hombres profundamente espirituales, cuyo des­tino los ha ubicado dentro del clericalismo, y si en conjunto son muchos y se hallan en todas las iglesias y credos, su destino es muy difícil, pues se dan cuenta de la situación y luchan y se esfuerzan por presentar sanas ideas cristia­nas y religiosas a un mundo que busca y sufre. Son verdaderos hijos de Dios y han puesto sus pies en los lugares más desagradables; conocen el virus que ha carcomido la estructura clerical, así como también el fana­tismo, el egoísmo, la ambición y la estrechez mental que los rodea.

Saben muy bien que ningún hombre se ha salvado por la teología, sino únicamente por el Cristo viviente y por la consciente convicción de que el Cristo mora en cada cora­zón humano; internamente repudian el materialismo que les rodea, y no cifran la esperanza de la humanidad en las Iglesias; saben muy bien que por el desarrollo mate­rial las Iglesias se han olvidado de las realidades espirituales; aman a sus semejantes y quisieran que el dinero invertido para construir y conservar los edificios de las iglesias se destinará a la creación del Templo de Dios, “aquel que no se construye con las manos y que es eterno en los cielos”. Sirven a esa Jerarquía espiritual que perma­nece invisible e inmutable detrás de todos los asuntos hu­manos, y en su fuero interno no sienten lealtad hacia ninguna jerarquía eclesiástica externa. Para ellos, el factor de primordial importancia consiste en conducir al ser humano a una consciente relación con el Cristo y la Jerar­quía espiritual, y no en aumentar el número de feligreses en las Iglesias, ni la autoridad de hombres insignificantes. Creen en el Reino de Dios del cual el Cristo es el Regente, pero no tienen confianza en el poder temporal que los papas y arzobispos se adjudican y proclaman.

Tales hombres se encuentran en todas las grandes or­ganizaciones religiosas, en Oriente, en Occidente y en todos los grupos espirituales dedicados ostensiblemente a obje­tivos espirituales. Son hombres sencillos y santos que nada piden para sí, pero representan a Dios en verdad y en vida y no tienen participación efectiva en la iglesia donde actúan; para no perder su prestigio y poder, la Iglesia raras veces les permite ocupar posiciones destacadas, y por eso se des­prestigia. Si bien su ejemplo espiritual trae iluminación y fuerza al pueblo, su poder temporal es nulo. Son la espe­ranza de la humanidad, porque están en contacto con el Cristo y son parte integrante del Reino de Dios; repre­sentan a la Deidad como pocas veces lo hacen los grandes eclesiásticos y los llamados Príncipes de la Iglesia.

Hace apenas 70 años, algo de trascendental importancia ocurrió en el mundo: el espíritu de destrucción en forma incontrolable arrasó la tierra dejando en ruinas al mundo del pasa­do y a la civilización que había regido aquel modo de vida. Fueron destruidas ciudades y hogares; desaparecieron reinos y gobernantes como corolario de la guerra; las ideologías y las creencias más preciadas fracasaron en satis­facer la necesidad de los pueblos y se derrumbaron bajo la prueba del tiempo; en todas partes prevaleció el hambre y la inseguridad; se desintegraron familias y agrupa­ciones sociales; la muerte cobró su tributo a todas las naciones, y millones de seres humanos murieron como resultado del inhumano proceso de la guerra. Hablando en forma más general, todos conocieron el terror, el temor y el desaliento al encarar el futuro. Todos se preguntaron qué les depararía el futuro, sin seguridad en parte al­guna. La voz de la humanidad clamaba por luz, paz y se­guridad. Pues bien, casi todas aquellas personas nos han dejado, algunos apenas recordamos las consecuencias de aquella locura y todos, sin excepción, hemos olvidado las razones que llevaron a aquel infierno. Basta con comprobar el nivel de materialismo y egoísmo actuales.

La guerra no se hu­biera producido si la ambición, el odio y el separatismo, no hubiesen predominado en la tierra y en los corazones de los hombres; estos funestos errores se cometieron por la falta de valores espirituales en la vida de los pueblos, y ello se ha debido a que estos valores no han tenido cabida durante siglos en la vida de las Iglesias, recayendo la res­ponsabilidad estrictamente sobre ellas.

Pero la humanidad ha avanzado tanto en el camino de la evolución, que sus demandas y expectativas no están presentadas únicamente en términos de mejoras materiales, sino en tér­minos de visión espiritual, verdaderos valores y correctas relaciones humanas. Los pueblos reclaman enseñanza y ayuda espiritual, a la par que piden alimento, ropa y la oportunidad de trabajar y vivir en libertad. Sufren ham­bre en numerosas regiones del planeta y sienten con igual congoja el hambre del alma. Sin embargo, su gran tra­gedia es que no saben a dónde dirigirse ni a quién escuchar. Su esperanza es de orden espiritual y nunca morirá.

Ahora bien, ¿Cuál es la solución de esta intrincada y difícil relación en todo el mundo? Pues una nueva forma de pre­sentar la verdad, porque Dios no es un fundamentalista; un nuevo acercamiento a la divinidad, porque Dios siempre es accesible y no necesita intermediarios externos; una nueva forma de interpretar las antiguas enseñanzas espirituales, porque el hombre ha evolucionado, y lo que era adecuado para una humanidad infantil no lo es hoy para el género humano adulto. Estos cambios son imperiosos.

La Iglesia Católica enfrenta hoy su mayor oportunidad y también su mayor crisis. El catolicismo está fundado en una antigua tradición y afianza a la autoridad eclesiás­tica, responde a formas y rituales externos –a pesar de una filantropía amplia y benéfica— y no les da libertad de acción a sus adeptos. Si la Iglesia Católica cambiara sus técnicas, abdicara su autoridad sobre las almas de los hom­bres (que, en realidad, nunca la tuvo) y siguiera el camino del Salvador, del humilde carpintero de Nazaret, podría prestar un servicio mundial y dar el ejemplo que serviría para iluminar a los seguidores de todos los credos y de todas las sectas cristianas.

El espíritu del hombre es inmortal, como ya manifesté en mi libro Peregrinos de la eternidad; perdura eterna­mente, progresando de un nivel a otro y de una etapa a otra en el Sendero de Evolución, desarrollando constante y correlativamente los atributos y aspectos divinos. Esta verdad implica, necesariamente, el reconocimiento de dos grandes leyes naturales: La Ley de Renacimiento y la Ley de Causa y Efecto. Las iglesias de Occidente rehusaron reconocer oficialmente la Ley de Renacimiento; así se ex­traviaron en un atolladero teológico y en un callejón sin salida. Las Iglesias de Oriente han recalcado con exceso estas leyes, al punto que predomina en el pueblo una actitud negativa de conformismo hacia la vida y sus procesos, fun­dándose en una constante renovación de la oportunidad. Algo así como: “si no lo hago en esta vida ya lo haré en la siguiente”. El cristianismo ha insistido en la inmortalidad, pero afirma que la felicidad eterna depende de la aceptación del dogma teológico que dice: profesa la verdadera fe cristiana y vi­virás eternamente en un fastuoso cielo; rehúsa aceptar el dogma cristiano e irás a un infierno indescriptible –infier­no surgido de la teología del Antiguo Testamento y de la presentación de un Dios lleno de odio y envidia. Ambos conceptos son hoy rechazados por cualquier persona sensata y sincera. Nadie que razone o crea en un Dios de Amor acepta el cielo de los eclesiásticos, ni siente el menor deseo de ir al mismo. 

Tampoco aceptan el “lago que arde con fuego y azufre”, ni la eterna tortura que, según se supone, un Dios de amor condena a todo aquel que no cree en las interpre­taciones teológicas de la Edad Media, de los fundamenta­listas y talibanes modernos o eclesiásticos que tratan –mediante la doctrina, el temor y la amenaza— de dominar al pueblo con una enseñanza antigua y caduca.

La verdad esencial reside en otra parte. “El hombre cosecha lo que siembra”, verdad que debe ser reafirmada. Con estas palabras San Pablo nos define la antigua y ver­dadera enseñanza de la Ley de Causa y Efecto, denominada en Oriente la Ley del Karma. A esto agrega, en otra parte, el mandamiento “logra tu propia salvación” y –como esto contradice la enseñanza teológica y sobre todo no puede lograrse en una sola vida— apoya implícitamente la Ley de Renacimiento y hace de la escuela de la vida una expe­riencia que se repite constantemente hasta que el hombre haya cumplido el mandato del Cristo (lo cual se refiere a todos los hombres) cuando dice: “sed perfectos como vues­tro Padre en el Cielo es perfecto”. Al reconocer el resultado de las acciones buenas o malas, y por el constante renaci­miento el hombre alcanza, con el tiempo, “la medida de la estatura de la plenitud del Cristo”.

La realidad de esta divinidad innata explica el anhelo que anida en el corazón de todo hombre por superarse, adquirir experiencia, progresar, acrecentar su comprensión y esforzarse constantemente en conquistar las lejanas cum­bres que ha visualizado. No existe otra explicación sobre la capacidad que posee el espíritu humano para salir de la oscuridad, del mal y de la muerte, y entrar en la vida y el bien. Tal surgimiento ha sido infaliblemente la historia del hombre. Siempre le acontece algo al alma humana que la proyecta más allá de la Fuente de todo Bien. Nada en la tierra puede detener este acercamiento a Dios.

Las iglesias han puesto el énfasis, y aún lo hacen, sobre el Cristo muerto. No se le da la debida importancia a Su vivencia y a Su presencia hoy, aquí y ahora en la tierra, excepto cuando se generaliza en forma vaga y superficial. Los hombres han olvidado que el Cristo que vive con nosotros en la tierra, rodeado por Sus discípulos, los Maestros de Sabiduría, los mismos que escriben y supervisas estas letras, es accesible para quienes se acercan a Él en forma correcta. 

La verdadera religión debería resaltar tales verda­des; proclamar la vida y no la muerte; enseñar cómo se logra la realización del estado espiritual por medio de la vida espiritual, y la realidad de la existencia de quienes ya lo han logrado y trabajan con el Cristo para ayudar a la humanidad. La verdadera religión demostrará la realidad de la existencia de la Jerarquía espiritual de nuestro planeta; la capacidad del género humano para ponerse en contacto con Sus miembros y trabajar en colaboración con Ellos, y la existencia de Aquellos que conocen cuál es la Voluntad de Dios y pueden trabajar inteligentemente con Ella.

La realidad de la existencia de esta Jerarquía y de su Guía Supremo, el Cristo, guía reconocida conscientemente por centenares de miles de personas, aunque lo nieguen los ortodoxos. Son tantos los que conocen esta verdad, y tantas las personas íntegras y dignas que colaboran consciente­mente con los Miembros de la Jerarquía, que carecen de importancia los antagonismos eclesiásticos y los comentarios despectivos de quienes poseen una mentalidad estrecha. Muchas personas ya se están liberando de la autoridad doctrinaria, están entrando en la experiencia directa, personal y espi­ritual y bajo la autoridad directa que confiere el contacto con el Cristo y Sus discípulos, los Maestros.

 No es mi caso. Yo de momento clamo, como San Agustín: “Señor, hazme puro, pero todavía no”.

El Cristo siempre ha vivido y permanecido con nosotros du­rante dos mil años, vigilando a Su pueblo, inspirando a Sus discípulos activos, los Maestros de Sabiduría, “hombres jus­tos hechos perfectos”, como los denomina la Biblia; el Cristo nos demuestra la posibilidad de esta conciencia viviente y espiritual en desarrollo (a la cual se le ha dado el nombre indefinido de “conciencia Crística”) que conduce a cada hombre oportunamente –bajo las Leyes de Renacimiento y de Causa y Efecto— a la perfección final; éstas son las verdades que la iglesia con el tiempo apoyará, enseñará y expresará a través del ejemplo de las vidas y palabras de sus exponentes, cambio que, en la pre­sentación doctrinaria, llevará a la humanidad a ser muy diferente de la de hoy; producirá una humanidad que reco­nocerá la divinidad en todos los hombres, en sus diferentes etapas de manifestación, humanidad que no sólo espera el retorno de Cristo, sino que está segura de Su advenimiento y reaparición –no desde algún cielo lejano, sino desde ese lugar en la tierra donde siempre ha estado, y hasta el cual han llegado y conocen millares de personas, pero que la teología y la táctica de las Iglesias de infundir temor, lo han man­tenido alejado.

A todas las verdades mencionadas, esenciales para el desarrollo humano, debe agregarse otra verdad que apenas es presentida, porque es la verdad más grande que hasta ahora se ha presentado a la conciencia del género humano. Es más grande porque está relacionada con el Todo y no únicamente con el hombre individual y su salvación per­sonal. Es una ampliación del acercamiento individual a la verdad. Digamos que es la verdad que concierne a los grandes Acercamientos cíclicos de lo divino a lo humano. Todos los salvadores e Instructores del mundo son símbolo y aval de dichos acercamientos. En lo que respecta a Dios, que actúa a través del Guía de la Jerarquía espiritual y de sus Miem­bros, el esfuerzo fue intencional, consciente y deliberado; en lo que respecta al hombre, dicho esfuerzo fue en el pasado mayoritariamente inconsciente, y la humanidad se vio obligada a realizarlo debido a lo trágico de las circunstan­cias, la desesperada necesidad y el impulso de la conciencia crística inmanente. 

Estos grandes acercamientos se produjeron en el transcurso de los siglos, y siempre trajeron una comprensión más clara del propósito divino, una nueva y fresca revelación de la cualidad divina, la institución de algún aspecto de un nuevo credo mundial, emitiendo una nota que produjo una nueva civilización y cultura, o un nuevo reconocimiento de la relación entre Dios y el hombre, o entre el hombre y su hermano.

En el remoto pasado de la historia (sugerido por los símbolos y las Biblias del mundo) tuvo lugar el primer Acercamiento importante. Este Acerca­miento trajo la aparición de la facultad mental, implan­tándose en el hombre el poder rudimentario de pensar, razonar y saber. La Mente Universal de Dios quedó refle­jada en la minúscula mente del hombre.

Se dice que más tarde, cuando el desarrollo de los poderes mentales de la humanidad primitiva lo justificó, fue posible otro Acercamiento entre Dios y el hombre, entre la Jerarquía espiritual y la humanidad. El hombre aprendió que por medio del amor podría entrar en el camino que conduce al Lugar Sagrado. Al principio mental se le agregó por la fuerza de la invocación y la respuesta evocada, otro atributo o principio divino, el del amor.

Estos dos grandes Acercamientos hicieron posible que el alma humana expresara o manifestara dos aspectos de la divinidad: Inteligencia y Amor. La inteligencia florece hoy por medio del conocimiento y de la ciencia; sin em­bargo, no ha desarrollado ampliamente la latente belleza de la sabiduría; el Amor empieza ahora a ocupar la aten­ción humana; su aspecto más inferior, la buena voluntad, ahora está siendo reconocida como energía divina, siendo aún una teoría y una esperanza.

El Buddha vino y personificó en Sí mismo la divina cualidad de la sabiduría; fue la manifestación de la luz, el Instructor del camino de la iluminación. Demostró en Sí mismo los procesos de la iluminación y llegó a ser “El Iluminado”. Luz, sabiduría, razón, como atributos divinos, a la vez que humanos, se enfocaron en el Buddha. Instó al pueblo a seguir el Sendero de la Iluminación, cuyos aspectos evidentes son sabiduría, percepción mental e intuición.

Luego vino el siguiente gran Instructor, el Cristo. Personificó en Sí mismo un principio divino aún mayor –más grande que el de la Mente, el Amor- sin embargo abarcó también en Sí mismo toda la Luz del Buddha. El Cristo fue la expresión de la Luz y del Amor.

Hemos tenido cuatro grandes Acercamientos de lo di­vino a lo humano, dos mayores y dos menores. Los menores nos aclararon la verdadera naturaleza de los mayores, y demostraron que lo que fue concedido a la raza en tiempos remotos, constituye una herencia divina y la simiente de la perfección final. Si el Buddha y el Cristo pudieron, todos los humanos podemos; ese es el mensaje; es nuestra herencia divina; solo es cuestión de tiempo.

Ahora es posible un quinto Acercamiento; tendrá lugar cuando la humanidad haya puesto en orden su casa. Una nueva revelación se cierne sobre el género humano, y los anteriores cuatro Acercamientos han preparado a la hu­manidad. Un nuevo cielo y una nueva tierra están en camino. Las palabras “un nuevo cielo” significan una concepción completamente nueva sobre el mundo de las realidades espirituales y quizás de la naturaleza de Dios Mismo. ¿No será posible que nuestras actuales ideas res­pecto a Dios, como Mente Universal, Amor y Voluntad, sean enriquecidas con alguna nueva idea y cualidad, para las que no tenemos aún nombre o término, ni siquiera la más mínima noción? Cada uno de los tres conceptos, res­pecto a la naturaleza de la divinidad –mente, amor y voluntad- eran completamente nuevos cuando fueron pre­sentados por primera vez a la humanidad. Lo que este quinto Acercamiento traerá a la huma­nidad no lo sabemos ni podemos saberlo. Seguramente apor­tará a la conciencia humana resultados tan definidos como los Acercamientos anteriores. Solamente podemos estar seguros de que este quinto Acercamiento demostrará en alguna forma –profundamen­te espiritual, pero totalmente real— la verdad de la esencia de Dios.

La pregunta que surge es: ¿Pueden las iglesias de Oriente y de Occidente rege­nerarse, purificarse y alinearse con la verdad divina? ¿Pue­den en realidad, hacerse cargo de la tarea que proclaman como propia y llegar a ser genuinas dispensadoras de la verdad y representantes del Reino de Dios en la tierra? La respuesta es sí. Estos cambios son factibles; su posibi­lidad puede ser demostrada mediante el reconocimiento de ciertos factores que con frecuencia se pasan por alto.

Es posible mantener un profundo y sano optimismo, aun en medio de las desalentadoras condiciones. El cora­zón de la humanidad es sano; Dios en su verdadera natu­raleza y con todo su poder está presente en la persona de cada hombre, aunque sin revelarse en la mayoría, pero está eternamente presente y avanzando hacia la plena ex­presión. Nada puede impedir ni nunca ha impedido al género humano progresar firmemente de la ignorancia al conocimiento, de la oscuridad a la luz. La primera gran cláusula de la plegaria más antigua del mundo “Condúcenos de la oscuridad a la Luz”, se ha cumplido en gran parte. Hoy estamos al borde de recibir la respuesta a la segunda cláusula “condúcenos de lo irreal a lo Real”. Esto podría ser muy bien el destacado efecto del venidero quinto Acercamiento.

Dios no es como ha sido presentado; la salvación tam­poco se alcanza como lo enseñan las iglesias, ni el hombre es el miserable pecador que el clero obliga a creer que es. Todo esto es irreal, pero lo Real existe; existe para las Iglesias y para los representantes profesionales de todas las reli­giones organizadas, lo mismo que para cualquier hombre o grupo. Los eclesiásticos son fundamentalmente divinos, sanos y se hallan en el camino de la iluminación como cual­quier otro grupo de hombres en la tierra. La salvación de las iglesias depende de lo humano de sus representantes y de su divinidad innata y también de la salvación de las masas humanas. Éstas son palabras muy duras para la Iglesia.

Hombres grandes y buenos, santos y humildes, ofician como sacerdotes en cada Iglesia, tratando de vivir en el silencio y la quietud, como el Cristo quiere que vivan, dando ejemplo de conciencia crística y demostrando su íntima y reconocida relación con Dios. Las iglesias proclamarán enton­ces que los hombres pueden acercarse a Dios, no por la me­diación, la absolución o la intercesión de cualquier sacer­dote o clérigo, sino por derecho de la divinidad inherente en el hombre. El deber de cada clérigo será evocar, me­diante el ejemplo, la energía del amor aplicado y práctico (no expresado en un paternalismo soporífero) y el esfuerzo unificado del sacerdocio de todos los credos del mundo.

Echemos ahora un vistazo sobre el día a día de la humanidad.

Cuan­do la distribución de la riqueza del mundo no es equitativa y existe el problema de que unas naciones poseen o acaparan todo, mientras otras carecen de lo más elemental para la vida, es evidente que hay un factor que fomenta dificul­tades y que algo debe hacerse.

Al final de la Segunda Guerra Mundial, vino la oportunidad de inaugurar un nuevo y mejor modo de vivir y de establecer la seguridad y la paz que todos los hombres anhelan incesantemente. Tres grupos aparecieron entonces en el mundo:

 

  1. Los grupos conservadores, reaccionarios y podero­sos, que desean conservar, en la medida de lo posi­ble, el pasado; poseen gran poder, pero no visión.

 

  1. Los idealistas fanáticos de todos los países comu­nistas, demócratas y fascistas.

 

  1. Las masas inactivas de los pueblos de todos los paí­ses, ignorantes en su mayor parte de lo que en realidad ocurre, que desean la paz después de la tormenta y la seguridad en lugar del desastre económico, los cuales son víctimas de sus gobernantes, de las antiguas condiciones esta­blecidas, impidiéndoles conocer la verdad de la si­tuación mundial.

Todos estos factores producen los desórdenes actuales y condicionan las deliberaciones de las Naciones Unidas, que solo tienen de unidas el nombre. Si bien no existe una guerra global, tampoco hay paz, seguri­dad ni esperanza inmediata de que se logre.

Seis décadas después de su fundación por Ewald von Kleist, la Conferencia de Seguridad de Múnich reunirá una vez más a altos responsables de la toma de decisiones y líderes de opinión de todo el mundo para debatir sobre las preocupaciones de seguridad internacional más apremiantes en febrero de este año 2024. Además, el MSC, por sus siglas en inglés, fundado en el otoño de 1963, celebrará su 60º aniversario hasta y durante la próxima conferencia principal.

Así comienza su informe de seguridad de este año, que pueden leer íntegro en la web del propio Organismo: “En medio de crecientes tensiones geopolíticas y una creciente incertidumbre económica, muchos gobiernos ya no se centran en los beneficios absolutos de la cooperación global, sino que están cada vez más preocupados de estar ganando menos que otros”. El win-win (beneficio mutuo), que había guiado las siete décadas de relaciones al término de la SGM, se ha cambiado por el lose-lose, que podríamos traducir como pérdida mutua. La encuesta de opinión que acompaña al informe, revela que esta antipatía o aversión va más allá de las decisiones de los gobiernos y alcanza a la opinión pública. Los encuestados de los Estados del G7 (Estados Unidos, Canadá, Francia, Alemania, Reino Unido, Italia y Japón), son mucho más reacios a que sus respectivos países cooperen con China, Rusia y otros países no democráticos. “Desde la perspectiva de la mayoría de los europeos, la seguridad ya no se puede lograr junto con Rusia, sino solo contra ella. En Estados Unidos, políticos de ambos partidos han llegado a la conclusión de que la disuasión ahora debe prevalecer sobre la confianza en las relaciones con Pekín”, señala el documento.

Este año, como los últimos 59, contará con la presencia de decenas de jefes de Estado y ministros de Defensa y Asuntos Exteriores. Siempre ha sido escenario de algunos de los debates más importantes para la geopolítica de los últimos dos siglos. Fue este el foro en el que Vladímir Putin, en 2007, anunció al mundo el rechazo de Rusia a la arquitectura de seguridad liderada por Estados Unidos. Un discurso que presagiaba una nueva era de confrontación entre Moscú y Occidente. Diecisiete años más tarde, nos encontramos con la invasión de Ucrania por parte de Rusia. ¿O deberíamos decir por parte de Putin?

A la vista de este pesimista informe, podríamos decir que nos encontramos peor que al final de la Segunda Guerra Mundial. Tratemos de señalar las condiciones erróneas que trajeron a la humanidad al presente estado. Tales condiciones son el resultado de los credos religiosos cuyo modo de pensar no progresó durante centenares de años, repasen sino las declaraciones del patriarca ortodoxo de Moscú sobre la invasión de Ucrania, entre otras; de los sistemas económicos que ponen el énfasis sobre la acumulación de rique­zas y las posesiones materiales y dejan todo el poder y los productos de la tierra en manos de una exigua minoría, mientras el resto de la humanidad lucha por la mera subsistencia y lo cual ya fue tratado en la comunicación El estado prostituido y el individuo degradado; de los regímenes políticos, manejados por políticos mediocres, corruptos o las dos cosas, por gente de mente totalitaria, especuladores y aquellos que ambicionan posiciones ventajosas y poder, porque aman más eso que a sus semejantes. Ha pasado ya el momento en que se podía trazar una línea divisoria entre los mundos religioso, político y económico. La razón de la corrupción política y los planes ambiciosos de la mayoría de los hombres más sobresalientes del mundo, puede hallarse en el hecho de que las personas espiritualmente orientadas no han asumido –como deber y responsabilidad espiritual que tenían y tienen- la dirección de los pue­blos. Han dejado el poder en malas manos y han permitido que dirijan los egoístas y los indeseables.

La palabra espiritual no pertenece a las Iglesias ni a las religiones del mundo. Las iglesias mismas son grandes sistemas capitalistas, y demuestran muy poco la mente del Cristo. Las iglesias han tenido su oportunidad, pero hicieron muy poco para cambiar el corazón de los hom­bres y beneficiar a los pueblos. Espiritualidad es, esencialmente, el establecimiento de correctas relaciones humanas, la promoción de la buena voluntad y, finalmente, el establecimiento de la verdadera paz en la tierra, como resultado de estas dos expresiones de la divinidad.

El mundo está abarrotado actualmente de voces belige­rantes; en todas partes se protesta contra las condiciones mundiales; todo se expone a la luz del día; los abusos se de­nuncian desde los tejados, como el Cristo profetizó que ocu­rriría. La razón de estas protestas, las discusiones y las en­sordecedoras críticas, reside en que a medida que los hombres despiertan a los hechos y empiezan a pensar y a hacer planes, se dan cuenta que la culpa reside en ellos mismos, remor­diéndoles la conciencia; son conscientes de la desigualdad de las oportunidades, de los graves abusos, de las profundas diferencias entre los hombres y del factor de discriminación racial y nacional y dudan de sus propias metas individuales y de los planes nacionales. Las multitudes, en todos los países, empiezan a darse cuenta de que son, en gran parte, responsables de los males, y de que su inercia, falta de acción y de pensamientos correctos, han llevado los asuntos mundiales al estado actual. Esto constituye un desafío, y ningún desa­fío es siempre bienvenido. 

Acerca de las actuales agendas mundiales - he tratado este asunto también en la mencionada comunicación: (“Y el sistema socioeconómico, dirigido por una élite cada vez más minoritaria, funciona con base en automatismos técnicos-económicos -pronto será la inteligencia artificial- ajenos a cualquier consideración no ya ética, sino simplemente humana. Esa es la Agenda 2030”), estas las elaboran los mega millonarios con la colaboración activa de los gobernantes corruptos y no tanto.

Y también señalo en la misma comunicación: “Y esta es la realidad: lo humano ya no cuenta para nada en la toma de decisiones de ninguna de las grandes corporaciones que dominan la economía y la sociedad mundial. El “Big Data”, al servicio de estas élites, no hará sino empeorar lo que acabo de mencionar; y a esto habrá que añadir, en un futuro próximo, la manipulación genética.” No es que no cuente lo espiritual y la buena voluntad en las relaciones, es que ya no cuenta para ellos ni el factor humano.

La unidad, la paz y la seguridad de las naciones, gran­des y pequeñas, no se alcanzarán siguiendo las directivas de los capitalistas codiciosos, ni de los ambiciosos de cualquier nación, por muchas reuniones que celebren al año, aunque se acepten en muchos casos; tampoco se lo­grarán siguiendo ciegamente una determinada ideología, por muy buena que les parezca a quienes están condicionados por ella. Vendrán mediante el reconocimiento, inteligentemente comprobado, de los males que ha traído la presente situación mundial, que son idénticos a los del pasado. para luego dar los pasos inteligentes y comprensivos que conducirán a establecer correctas relaciones humanas, a sustituir el actual sistema de competencia por el de colaboración, y a educar a la población de todos los países respecto a la verdadera buena voluntad y su poder hasta ahora no utilizado. Esto es lo espiritual y lo importante, y para ello debemos luchar todos.

¿O volveremos a elegir, con nuestra pasividad, un destino de aniquilamiento, una nueva guerra planetaria, una nueva era de ham­bre y pestes mundiales, de una nación contra otra, y de un total derrumbe de todo aquello que hace la vida digna de ser vi­vida? Todo esto puede ocurrir si no se hacen cambios fundamentales inspirados en la buena voluntad y en la com­prensión mutua.

¿Qué es lo que en estos momentos parece obstaculizar la unidad mundial e impide a las naciones, grandes y pequeñas, llegar a concretar las soluciones que el hombre de la calle espera tan ansiosamente? No es difícil hallar la respuesta, e im­plica a todas las naciones: nacionalismo, capitalismo, com­petencia, codicia ciega y estúpida. Por otra parte, la sociedad, en todos los países, debe despertar y darse cuenta que el bien es para todos los hombres y no precisamente para unos pocos grupos privilegiados y enseñar también que “el odio no cesa por el odio, sino que cesa por el amor”. Este amor no es un sentimiento infantil ni de catequesis, sino buena voluntad práctica, expresándose en las comunidades y naciones por medio de los individuos.

A pesar de todo, en la actualidad, hay hombres y mujeres en todas par­tes -de posición encumbrada o humilde, en cada nación, co­munidad y grupo- que muestran una visión de las correctas relaciones humanas, y que deben constituir el canon de la hu­manidad futura. En política, en algún momento, aparecerán grandes e inteligentes estadistas que traten de guiar sabia­mente a sus pueblos, pero que tendrán muchos obstáculos que remover; Franklin D. Roosevelt, fue un destacado ejemplo, porque dio lo mejor de sí mismo y murió sirviendo a la hu­manidad. Hay educadores, escritores y conferenciantes con las ideas claras en todos los países, que tratan de demostrar al pue­blo cuán práctico es el ideal, cuán abundante es la buena voluntad en la humanidad y cuán fácil es aplicar estos idea­les porque hay en el mundo hombres y mujeres de buena voluntad en número suficiente para hacerlo. Éste es el factor importante. Hay también científicos, médicos y agri­cultores que han dedicado su vida a la mejora de las condiciones de vida de la humanidad; hay además eclesiásticos de todos los credos que siguen sinceramente los pasos del Cristo (aunque no son dirigentes) y repudian el materialismo que ha arruinado a las iglesias; y, en general, hay muchos millones de hombres y mujeres que ven realmente, piensan con claridad y trabajan sin descanso en sus comunidades, para establecer correctas relaciones humanas.

Estas personas de buena voluntad deben encontrarse y organizarse para descubrir su potencia numérica, porque existe. Deben constituir un grupo mundial que fomente correctas relaciones humanas y eduque sobre la naturaleza y el poder de la buena voluntad. De esta manera, crearán una opinión pública mundial tan potente y tan franca en favor del bienestar humano, que los dirigentes, los estadistas, los políticos, los empresarios y los eclesiásticos, se verán obligados a escuchar y a cumplir la demanda. Se debe enseñar, firme y regularmente, al público en general un internacionalismo y una unidad mundial fundada en la simple buena voluntad y la interdependencia cooperativa.

Esto no es un programa místico o poco práctico; no se desarrolla valiéndose del procedimiento de acusar, socavar y atacar, sino que hace resaltar una nueva política, por ejem­plo, la que se instituya en el principio del establecimiento de las correctas relaciones humanas. Cuando este grupo de hombres y mujeres de buena voluntad esté formado por millones de personas, se ubicará entre los fabricantes y traficantes de armamentos y los pa­cifistas, entre el pueblo y sus dirigentes, entre empresarios y trabajadores, sin inclinarse ni a uno ni a otro lado, ni manifestar un espíritu partidista, ni fomentar perturbaciones políticas o religiosas, ni nutrir odios. Hoy ya existen, como profesiones, mediadores familiares, de conflictos, etc., para tratar de solucionar las relaciones interpersonales.

No es necesario tener mucha imaginación para darse cuenta que si se trata de difundir buena voluntad y educar a la opinión pública para que desarrolle todo su poder, y si las mujeres y hombres de buena voluntad son descubiertos y organi­zados en todos los países, se puede hacer mucho bien en el corto plazo. Millares de personas podrían in­gresar a las filas de los hombres y mujeres de buena volun­tad. Esta es la tarea inicial. El poder de un grupo así, res­paldado por la opinión pública, será inmenso y alcanzará resultados extraordinarios.

Paz y amor para todos.

 


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