IDEAS SOBRE LA DOCTRINA ESOTÉRICA

 
“Persuadido estoy de que llegará día en que el fisiólogo, el poeta y el filósofo hablarán el mismo lenguaje y se entenderán todos”.
Claude Bernard
 
El conflicto entre la Ciencia y la Religión ha sido un tema recurrente en la historia de la humanidad. Numerosos pensadores, desde la Ilustración hasta el presente, han debatido sobre sus apariencias irreconciliables. Es importante recordar que este debate no es universalmente aceptado, y hay quienes consideran que ambos campos pueden complementarse cuando se entienden correctamente (Comte, 1851; Spencer, 1862). Un mal intelectual, tanto más dañino por provenir de lo alto y filtrarse sutilmente en todas las mentes, como un veneno invisible que se respira en el aire. Todo mal que afecta la inteligencia acaba, con el tiempo, por dañar el alma y, en consecuencia, la sociedad misma.
Mientras el cristianismo se limitó a proclamar sencillamente la fe, en una Europa aún semi-bárbara como en la Edad Media, fue la mayor de las fuerzas morales y modeló el alma del hombre moderno. De igual modo, cuando la ciencia experimental, resurgida en el siglo XVI, se limitó a reivindicar los derechos legítimos de la razón y su libertad ilimitada, fue la mayor de las fuerzas intelectuales. Transformó el mundo, liberando al hombre de las antiguas cadenas, y proporcionó al espíritu humano fundamentos indestructibles.
Sin embargo, desde el momento en que la Iglesia, al no poder sostener su dogma primitivo ante las objeciones científicas, se repliega en él como en una fortaleza sin ventanas, enfrentando la fe contra la razón de manera absoluta e inapelable; desde que la Ciencia, embriagada por sus logros en el ámbito físico, ha ignorado deliberadamente el ámbito psíquico e intelectual, abrazando el agnosticismo y el materialismo como sus principios y fines; y desde que la Filosofía, desconcertada e impotente frente a ambas, ha renunciado en cierto modo a sus propios derechos para hundirse en un escepticismo trascendental, se ha producido una escisión profunda en el alma de la sociedad, así como en la de los individuos.
Este conflicto, que al principio fue necesario y provechoso al establecer los derechos de la Razón y la Ciencia, ha llegado a convertirse en una fuente de debilidad y agotamiento. La Religión responde a las necesidades del corazón: de ahí su perenne encanto; la Ciencia, a las del intelecto: de ahí su inquebrantable poder. Pero desde hace tiempo, estas dos fuerzas no encuentran manera de comprenderse ni convivir. La Ciencia, carente de esperanza, y la Religión, privada de pruebas, se enfrentan una a la otra, desafiándose sin lograr superarse mutuamente.
De esta contradicción surge una guerra silenciosa, no solo entre el Estado y la Iglesia, sino también en el seno de la propia Ciencia, en el corazón de todas las Iglesias y, más aun, en la conciencia de quienes piensan. Porque, seamos quienes seamos, pertenezcamos a cualquier escuela filosófica, estética o social, todos llevamos dentro estos dos mundos enemigos, aparentemente irreconciliables, que surgen de dos necesidades fundamentales del ser humano: la necesidad científica y la necesidad religiosa. Esta situación, que se arrastra desde hace más de tres siglos, ha contribuido, sin duda, al desarrollo de las facultades humanas, al ponerlas en una tensión constante. Ha inspirado a la poesía y a la música con acentos de un patetismo y una grandeza inauditas.
Pero hoy, esa tensión prolongada ha producido el efecto contrario. Del mismo modo que el abatimiento sigue a la fiebre en el cuerpo enfermo, esa tensión se ha transformado en desánimo, tedio e impotencia. La Ciencia se ocupa exclusivamente del mundo físico y material; la filosofía moral ha perdido el rumbo de las inteligencias; la Religión, aunque aún gobierna en cierta medida a las masas, ya no ejerce su poder sobre las ciencias sociales y, aunque sigue siendo grande por la caridad, ya no brilla por la Fe. Los líderes intelectuales de nuestro tiempo son incrédulos o escépticos, perfectamente sinceros y leales, pero dudan de su propio arte y se miran entre sí, con una sonrisa cómplice, como los antiguos augures romanos. En público y en privado, predicen catástrofes sociales sin encontrar remedio alguno, o envuelven sus sombríos presagios en eufemismos cautelosos. Bajo estos auspicios, la literatura y el arte han perdido el sentido de lo divino. Despojados de los horizontes eternos, una gran parte de los jóvenes se ha enrolado en lo que sus maestros llaman naturalismo, degradando así el noble nombre de Naturaleza. Pues lo que ellos adornan con ese término no es más que la apología de los bajos instintos, la exaltación de la perversión (ejemplo notable es el consumo de pornografía a edades escandalosamente tempranas) o la representación complaciente de nuestras lacras sociales; en resumen, la negación sistemática del alma y la inteligencia.
Y la pobre Psiquis, despojada de sus alas, gime y suspira de manera extraña en lo más profundo de aquellos mismos que la insultan y la niegan. A fuerza de materialismo, positivismo y escepticismo, este siglo ha llegado a una concepción errónea tanto de la Verdad como del Progreso.
Nuestros sabios, que emplean el método experimental de Bacon con precisión admirable y resultados impresionantes en el estudio del universo visible, han desarrollado una concepción de la Verdad completamente externa y material. Están convencidos de que nos acercamos a ella a medida que acumulamos más hechos, y desde su perspectiva, tienen razón. Sin embargo, lo más preocupante es que nuestros filósofos y moralistas han adoptado este mismo enfoque, lo que implica que las causas primeras y los fines últimos quedarán para siempre fuera del alcance del espíritu humano.
Imaginemos que llegamos a conocer exactamente todo lo que ocurre, en términos materiales, en los planetas de nuestro sistema solar; lo cual, dicho sea de paso, proporcionaría una base extraordinaria para nuevas inducciones científicas. Supongamos además que descubrimos qué clase de seres habitan los satélites de Sirio y las estrellas de la Vía Láctea. Sería, sin duda, un conocimiento asombroso. Pero, ¿nos acercaríamos por ello a comprender mejor nuestra propia nebulosa estelar, sin mencionar las de Andrómeda y Magallanes? La respuesta es no. Y es precisamente esta limitación la que ha llevado a nuestra época a concebir el desarrollo de la humanidad como una marcha eterna hacia una verdad indefinida, indefinible y siempre fuera de nuestro alcance.
La visión positivista de Auguste Comte y el evolucionismo de Herbert Spencer influyeron profundamente en la manera en que la ciencia y la filosofía fueron interpretadas en el siglo XIX. En sus obras principales, como Cours de Philosophie Positive (Comte, 1830-1842) y First Principles (Spencer, 1862), ambos autores argumentan que el progreso humano está vinculado al desarrollo del conocimiento científico, a menudo excluyendo el componente espiritual o esotérico. Herbert Spencer escribió hacia el final de la última edición de sus Principios (publicada en 1900, cuando tenía ochenta años) que lo Desconocido "en ningún sentido concierne a lo que llamamos espiritual, sino que es la naturaleza misma de cada religión grande, y todas las religiones, antiguas y modernas, occidentales y orientales, proclaman constantemente que este Desconocido y Absoluto es su Ser más íntimo, el principio universal omnipresente y supremo de la Conciencia o Vida".
Sin embargo, la Verdad era algo muy diferente para los sabios y teósofos de Oriente y de la antigua Grecia. Ellos sabían que no se puede alcanzar ni comprender sin cierto conocimiento del mundo físico, pero también comprendían que la Verdad reside, ante todo, en nuestro interior, en los principios intelectuales y en la vida espiritual del alma. Para ellos, el alma era la única y divina realidad, la clave del Universo. A través de la concentración de la voluntad y el desarrollo de sus facultades latentes, lograban acceder a ese centro luminoso que llamaban Dios, cuya luz les permitía comprender el sentido profundo de los hombres y de los seres.
En el contexto de las filosofías orientales y clásicas, el progreso no se limitaba al ámbito material, sino que implicaba una evolución espiritual y cósmica. Según la Doctrina Secreta de Helena Blavatsky (1888), una de las fundadoras de la teosofía moderna, el progreso espiritual implica ciclos evolutivos que conectan lo físico con lo metafísico. ¿Creéis que estos teósofos eran simplemente contemplativos, soñadores incapaces, un Simón Estilita subido a su columna? Error. El mundo no ha conocido hombres de acción más grandes, en el sentido más profundo y fecundo de la palabra.
Brillan como estrellas de primera magnitud en el firmamento de las almas. Nombres como Krishna, Buda, Zoroastro, Hermes, Moisés, Pitágoras, Jesús, son faros eternos, poderosos moldeadores de espíritus, formidables vivificadores de almas y sabios organizadores de sociedades. Al vivir exclusivamente para su idea, siempre dispuestos a morir por ella, conscientes de que la muerte por la Verdad es la acción más eficaz y suprema, han sido los creadores de las ciencias y las religiones y, por ende, de las letras y las artes, cuyo fruto nos sigue alimentando y dándonos vida.
¿Qué puede producir el positivismo y el escepticismo de nuestros días? Como ya manifesté en mi libro “Peregrinos de la Eternidad”, una generación árida, sin ideales, sin luz y sin fe; una generación que no cree ni en el alma ni en Dios, ni en el futuro de la humanidad, ni en esta vida ni en la otra. Una generación desprovista de energía en la voluntad, que duda de sí misma y de la libertad humana. "Por sus frutos los conoceréis", decía Jesús. Este sabio dicho del Maestro de los Maestros es aplicable tanto a las doctrinas como a los hombres.
Así, se impone esta reflexión: o la Verdad es para siempre inaccesible al ser humano, o ha sido, en gran medida, poseída por los más grandes sabios y los primeros iniciadores del mundo. La Verdad se halla, por tanto, en el fondo de todas las grandes religiones y en los libros sagrados de todos los pueblos. Solo es necesario saber cómo encontrarla y extraerla.
Cuando se contempla la historia de las religiones con una visión iluminada por la verdad central, que solo puede ofrecer la iniciación interna, se produce una mezcla de asombro y maravilla. Lo que se percibe en ese nivel no se asemeja casi en nada a lo que enseña la Iglesia, la cual limita la revelación exclusivamente al cristianismo y solo acepta su sentido primario. Tampoco coincide plenamente con la perspectiva que se enseña en nuestras Universidades, centrada en una ciencia puramente naturalista. Aunque esta última adopta un enfoque más amplio, al colocar a todas las religiones en un mismo plano y aplicarles un método único de investigación, aún no ha alcanzado la altura del esoterismo comparado, que revela un aspecto completamente nuevo de la historia de las religiones y de la humanidad.
He experimentado esa maravilla personalmente al estudiar, y traducir al castellano, la mayor parte de la obra del Doctor Bhagavan Das, muy especialmente “La Unidad Esencial de Todas las Religiones”, una obra fundamental que explora las profundas conexiones y la unidad subyacente entre las grandes religiones del mundo. Originalmente publicada en 1932, esta obra sigue siendo una fuente valiosa de sabiduría y entendimiento para los lectores contemporáneos. Bhagavan Das, un erudito de renombre y un ferviente defensor del entendimiento interreligioso, presenta en este libro una tesis poderosa: todas las religiones comparten una verdad esencial. A través de un análisis meticuloso y la presentación de numerosos pasajes paralelos de textos sagrados como los Vedas, el Corán, la Biblia, y otros, Das ilustra cómo las enseñanzas espirituales fundamentales convergen en un mismo núcleo de sabiduría y verdad. En una nota al pie de la citada obra, después de comparar las series esenciales entre religiones, dice: “El profeta Mahoma ha sido citado antes instándonos a encontrarnos en un terreno común. Solo tenemos que traducir las dos series de 'esenciales' en términos generales para ver la unidad esencial de ellas. Así: Creencia en (1) el Ser Supremo, (2) almas altamente avanzadas filantrópicas apareciendo de tiempo en tiempo en varias razas como grandes maestros y amantes de la humanidad, (3) escrituras sagradas que encarnan el conocimiento que es de gran ayuda para la humanidad, (4) las leyes de causa y efecto, de acción y reacción, por las cuales el vicio incesantemente encuentra castigo y la virtud recompensa en su propio tiempo debido, aquí o más allá, (5) la omnisciencia y la justicia imparcial del Ser Supremo; y la práctica de (6) oración, (7) restricción auto denegada de los sentidos, especialmente de la lengua, (8) caridad discriminante, (9) peregrinación y viajes en el espíritu de reverencia por las manifestaciones de la Naturaleza de Dios, (10) defensa del derecho contra el mal, (11) festivales y reuniones públicas y monásticas para el fomento y promoción del sentimiento de compañerismo, (12) una organización social artificial con una justa división del trabajo, de los medios de vida y de las comodidades y lujos de las etapas de la vida, en consonancia con las capacidades vocacionales de las diferentes clases de personas según los principios de la psicología. Incidentalmente, Yama es lo mismo que Al Khatibi, el Regulador, Juez, Castigador; y Chitragupta es Al-Muhyi, el Registrador, el Contador, el Escriba Oculto; Lawh-al-Mahfuz, la 'Tabla Primordial' (de la Memoria, la Mente Universal, en la que todo está siempre registrado y preservado, pasado, presente y futuro)”.
Desde esta perspectiva superior, se distingue algo notable: todas las grandes religiones poseen una doble historia, una exterior y otra interior; una pública, la otra secreta. Por "historia exterior" me refiero a los dogmas y mitos que se enseñan abiertamente en templos y escuelas, los que se reconocen en los cultos y supersticiones populares. Por "historia interna" entiendo la ciencia profunda, la doctrina secreta y la acción oculta de los grandes iniciados, profetas o reformadores que han fundado, sostenido y propagado esas mismas religiones.
La primera, la historia oficial, la que se encuentra en todos los libros y se estudia a plena luz del día, es paradójicamente oscura, confusa y contradictoria. La segunda, la tradición esotérica o la doctrina de los Misterios, es difícil de desentrañar. Esta se enseña en lo más profundo de los templos y en fraternidades secretas, y sus dramas se desarrollan enteramente en el alma de los grandes profetas, quienes no confiaron sus experiencias supremas ni a pergaminos ni a discípulos. Para los no iniciados es algo que debe suponerse o adivinarse. Pero, una vez revelada, se presenta como luminosa, coherente y siempre en armonía consigo misma. Podríamos llamarla la historia de la religión eterna y universal. Esta historia es donde se revela el verdadero porqué de las cosas, el lugar de la conciencia humana, que la historia oficial solo muestra de forma parcial y laboriosa.
En esa visión más profunda, se alcanza el punto generador donde la Religión y la Filosofía se reúnen, al otro extremo de la elipse, mediante una ciencia integral. Este punto corresponde a las verdades trascendentes, donde se encuentran la causa, el origen y el propósito del trabajo prodigioso de los siglos, donde la Providencia actúa a través de sus agentes terrenales.
Para la civilización indoeuropea, el germen y núcleo de esta historia esotérica se encuentra en los Vedas. Su primera cristalización histórica se manifiesta en la doctrina trinitaria de Krishna, que confiere al brahmanismo su poder y marca indeleblemente la religión de la India. Buda, que según la cronología brahmánica apareció dos mil cuatrocientos años después de Krishna, no hace sino revelar otro aspecto de la misma doctrina oculta: el de la metempsicosis y la serie de existencias encadenadas por la ley del Karma. Aunque el budismo fue una revolución democrática, social y moral contra el brahmanismo aristocrático y sacerdotal, su esencia metafísica es similar, aunque algo menos completa.
La antigüedad de la doctrina sagrada es igualmente asombrosa en Egipto, cuyas tradiciones se remontan a una civilización mucho más antigua que la aparición de civilizaciones indoeuropeas en la historia. Hasta tiempos recientes, se suponía que el monismo trinitario expuesto en los textos griegos atribuidos a Hermes Trismegisto era una compilación realizada en la escuela de Alejandría bajo la influencia conjunta del judaísmo, el cristianismo y el neoplatonismo. Tanto creyentes como incrédulos, historiadores y teólogos, estaban de acuerdo en esta interpretación y la defendieron hasta bien avanzado el siglo XIX.
Sin embargo, esta teoría se derrumba ante los descubrimientos de la epigrafía egipcia. La autenticidad fundamental de los textos de Hermes, como testimonio de la sabiduría antigua de Egipto, se confirma de manera indiscutible a través del desciframiento de los jeroglíficos. No solo las inscripciones de los obeliscos de Tebas y Menfis corroboran la cronología de Manetón, sino que también revelan que los sacerdotes de Ammón-Ra practicaban una alta metafísica, semejante a la que se enseñaba en las orillas del Ganges bajo otras formas. En este sentido, se puede citar al profeta hebreo cuando dice que "la piedra habla y el muro grita".
Así como el "sol de medianoche" que, según se dice, iluminaba los Misterios de Isis y Osiris, el pensamiento de Hermes y la antigua doctrina del Verbo Solar han vuelto a brillar, resurgiendo en las tumbas de los reyes y en los papiros del Libro de los Muertos conservados  y custodiados por momias de más de cuatro mil años. Estos descubrimientos reafirman la conexión profunda entre las tradiciones egipcias y la sabiduría universal, revelando una continuidad de pensamiento esotérico a lo largo de milenios.
En Grecia, el pensamiento esotérico se muestra de una manera a la vez más visible y más velada que en otras culturas. Es más visible porque se manifiesta a través de una mitología fascinante, que fluye como sangre ambrosíaca por las venas de aquella civilización, impregnando a sus dioses como un perfume o un rocío celestial. Sin embargo, el pensamiento profundo y científico que subyace a la creación de esos mitos a menudo es más difícil de desentrañar, precisamente por la belleza seductora con la que los poetas han adornado esas narraciones. Los principios sublimes de la teosofía dórica y de la sabiduría de Delfos están inscritos con letras doradas en los fragmentos órficos, en la síntesis pitagórica y en la dialéctica, algo caprichosa, de Platón. La escuela de Alejandría también proporciona claves valiosas, ya que fue la primera en revelar parcialmente y comentar el significado de los misterios, en un tiempo en que la religión griega comenzaba a decaer frente al avance del cristianismo.
La tradición oculta de Israel, que tiene sus raíces tanto en Egipto como en Caldea y Persia, ha sido preservada, aunque bajo formas raras y oscuras, pero con toda su profundidad y amplitud, a través de la Cábala o tradición oral. Desde el Zohar y el Séfer Yetzirá, atribuido a Simón ben Yojai, hasta los comentarios de Maimónides, la Cábala contiene esta antigua sabiduría. Misteriosamente codificada en el Génesis y en el simbolismo de los profetas, la tradición resplandece de manera sorprendente en el trabajo admirable de Fabre d’Olivet sobre la lengua hebrea reconstruida. Su obra busca recrear la verdadera cosmogonía de Moisés siguiendo el método egipcio, al interpretar cada versículo, e incluso casi cada palabra, de los diez primeros capítulos del Génesis bajo un triple sentido.
En cuanto al esoterismo cristiano, brilla con luz propia en los Evangelios, iluminado por las tradiciones escénicas y gnósticas. Esta enseñanza emana como un manantial viviente de las palabras de Cristo, de sus parábolas y de la esencia misma de su alma incomparable, realmente divina. El Evangelio de San Juan, en particular, nos proporciona las claves de la enseñanza íntima y superior de Jesús, revelando el verdadero alcance y significado de su promesa. En él reencontramos la doctrina de la Trinidad y del Verbo divino, que ya había sido enseñada milenios antes en los templos de Egipto y la India, pero que ahora, a través de Cristo, el príncipe de los iniciados, cobra vida y se personifica en su más alta expresión, encarnada por el más grande de los hijos de Dios.
La aplicación del método denominado esoterismo comparado a la historia de las religiones nos conduce, por lo tanto, a un resultado de suma importancia, que se puede resumir así: la antigüedad, la continuidad y la unidad esencial de la doctrina esotérica. Este hecho es notable y digno de consideración, pues indica que los sabios y profetas de tiempos y culturas muy diversas han llegado, por la vía de la iniciación interior y la meditación, a conclusiones similares en su esencia, aunque distintas en su forma, respecto a las verdades primeras y últimas. Además, estos sabios y profetas fueron los grandes benefactores de la humanidad, los redentores que, con su fuerza salvadora, ayudaron a la humanidad a elevarse del abismo de la naturaleza inferior y de la negación espiritual.
¿No es necesario, después de esto, aceptar la idea que expresó Leibniz sobre la existencia de una "filosofía perenne", que constituye el vínculo primordial entre la ciencia y la religión, así como su unidad final? La antigua teosofía, practicada en India, Egipto y Grecia, no era solo una disciplina mística, sino una verdadera enciclopedia del conocimiento, dividida generalmente en cuatro grandes categorías:
1. Teogonía: la ciencia de los principios absolutos, que se identificaba con la ciencia de los Números aplicados al universo, lo que podríamos llamar matemáticas sagradas.
2.  Cosmogonía: la realización de los principios eternos en el espacio y el tiempo, o la involución del espíritu en la materia, que abarcaba los períodos y ciclos del mundo.
3.  Psicología: el estudio de la constitución del hombre y la evolución del alma a través de la cadena de existencias, revelando el progreso espiritual y moral.
4.  Física: la ciencia de los reinos de la naturaleza terrestre y sus propiedades, comprendiendo tanto las leyes visibles como las fuerzas ocultas que operan en el mundo físico.
El método inductivo y el experimental se combinaban y equilibraban entre sí en estos distintos órdenes de conocimiento, y a cada ciencia correspondía un arte. Estas artes, enumeradas en orden inverso, eran:
1.  Ciencias físicas: en este ámbito, destacaba una medicina especial basada en el conocimiento de las propiedades ocultas de los minerales, plantas y animales. También incluía la Alquimia, el arte de la transmutación de los metales y la reintegración de la materia mediante el agente universal, un arte conocido en el antiguo Egipto como crisopeya (fabricación del oro) y argiropeya (fabricación de la plata).
2. Artes psicúrgicas: estas se relacionaban con las fuerzas del alma, incluyendo la magia y la adivinación, formas de acceder a las verdades más profundas y ocultas mediante la intuición y la comunión espiritual.
3.  Genetliaca celeste o astrología: el arte de descubrir la relación entre los destinos de los pueblos o los individuos y los movimientos del universo, marcados por las revoluciones de los astros, revelando la conexión entre el macrocosmos y el microcosmos.
4.  Teúrgia: considerado el arte supremo del mago, la teúrgia era rara, peligrosa y difícil de practicar. Consistía en poner el alma en contacto consciente con los distintos órdenes de espíritus y seres superiores, y operar sobre ellos para influir en el destino y la realidad.
Estos conocimientos y prácticas eran, por tanto, una síntesis de las ciencias y artes antiguas, que buscaban tanto el dominio del mundo material como la elevación del espíritu hacia lo divino.
Se puede observar que en esta teosofía, ciencias y artes estaban integradas y armonizadas bajo un principio unificador que, en términos modernos, podría llamarse monismo intelectual, un espiritualismo evolutivo y trascendente. Los principios esenciales de la doctrina esotérica se pueden resumir de la siguiente manera:
El espíritu es la única realidad. La materia, en contraste, no es más que una expresión inferior y efímera, el dinamismo del espíritu manifestado en el espacio y el tiempo. La creación, por su parte, es eterna y continua, al igual que la vida.
El microcosmo-hombre es ternario en su constitución —espíritu, alma y cuerpo— y refleja el macrocosmos-universo, que también es ternario —mundo divino, humano y natural—. Este universo es, en sí mismo, el órgano del Dios indescriptible, del Espíritu Absoluto, que, por su naturaleza, es Padre, Madre e Hijo (esencia, sustancia y vida). Así, el hombre, imagen de Dios, puede llegar a convertirse en el Verbo vivo.
La gnosis, o mística racional de todos los tiempos, es el arte de encontrar a Dios en uno mismo mediante el desarrollo de las profundidades ocultas y las facultades latentes de la conciencia. El espíritu humano, el Yo, es inmortal por su esencia. Su desarrollo ocurre en planos alternantes de ascenso y descenso, a través de existencias tanto espirituales como corporales. La reencarnación es la ley evolutiva de este proceso. Cuando el espíritu alcanza la perfección, se libera de esa ley y regresa al Espíritu puro, a Dios, en la plenitud de su conciencia. Del mismo modo que el alma se eleva por encima de la ley de la lucha por la vida cuando adquiere conciencia de su humanidad, se eleva sobre la ley de la reencarnación cuando adquiere conciencia de su divinidad.
Las perspectivas que ofrece esta teosofía son vastas y profundas, especialmente cuando se las compara con el limitado y desolador horizonte que el materialismo impone al hombre, o con las explicaciones simplistas y muchas veces inaceptables, por infantiles, de la teología clerical. Al contemplarlas por primera vez, se experimenta una especie de deslumbramiento, un estremecimiento ante lo infinito. Se abren en nosotros los abismos de lo inconsciente, mostrándonos el origen oscuro del que venimos y las alturas vertiginosas hacia las que nos dirigimos. Embelesados por esta inmensidad, pero temerosos del arduo viaje que supone, podríamos desear no seguir existiendo, clamando por el Nirvana.
Sin embargo, pronto comprendemos que este deseo es una forma de debilidad, similar al cansancio del marinero que, en medio de la tormenta, está a punto de soltar el remo. Alguien dijo una vez que el hombre ha nacido en un hueco de ola, sin conocer nada del vasto océano que se extiende ante y detrás de él. Esta verdad es innegable: pero la mística trascendente nos impulsa hacia la cima de la ola. Allí, siguiendo con el símil del marinero, aun cuando los vientos y las tormentas nos azoten, percibimos el ritmo grandioso del universo. 
La sorpresa aumenta cuando, al observar el desarrollo de las ciencias modernas desde Bacon y Descartes, nos damos cuenta de que, aunque de manera involuntaria, estas tienden de forma gradual y segura a regresar a los principios de la antigua teosofía. A pesar de mantener la hipótesis de los átomos, la física moderna ha llegado progresivamente a identificar la idea de fuerza, lo que representa un paso hacia un dinamismo espiritualista. Para explicar fenómenos como la luz, el magnetismo y la electricidad, los científicos han tenido que postular la existencia de una materia sutil, imponderable, que llena el espacio y penetra todos los cuerpos: el éter. Esto es una aproximación moderna a la antigua idea teosófica del anima mundi "alma del mundo", especialmente en cuanto a la impresionabilidad y la docilidad inteligente de esa materia. Existe en internet un estudio científico divulgado de forma magistral, por lo sencillo y comprensible, sobre la inteligencia de la materia, que yo mismo utilizo en mis charlas. Lo encontrarán tecleando en internet experimento de la doble rendija.
Entre todas las ciencias, la zoología comparada y la antropología parecían ser las que más dificultades planteaban al espiritualismo, pero en realidad han sido sus aliadas al revelar la intervención del mundo inteligible en el mundo animal. Darwin, por ejemplo, dio el golpe final a la noción infantil de la creación según la teología primaria, regresando de hecho a las ideas de la antigua teosofía. Pitágoras ya había dicho que "el hombre es pariente del animal", y Darwin mostró las leyes por las cuales la naturaleza ejecuta el plan divino: la lucha por la vida, la herencia y la selección natural. Darwin demostró la variabilidad de las especies, redujo su número y estableció su jerarquía. Sin embargo, sus seguidores, los teóricos del transformismo absoluto, exageraron al postular que todas las especies derivaban de un único prototipo y que su aparición dependía exclusivamente de las influencias del medio ambiente, promoviendo una visión puramente externa y materialista de la naturaleza.
No obstante, los medios no explican por completo las especies, así como las leyes físicas no explican las leyes químicas, ni la química explica el principio evolutivo de las plantas, ni estas el principio evolutivo de los animales. Las grandes familias de animales corresponden a tipos eternos de vida, signos del Espíritu que marcan la escala de la conciencia. La aparición de los mamíferos después de los reptiles y las aves no se justifica solo por un cambio en el medio terrestre, que es solo una condición, no una causa. Esto requiere una nueva embriogénesis y, por lo tanto, una nueva fuerza intelectual y anímica operando dentro y en el fondo de la naturaleza, lo que llamamos más allá en relación con la percepción de los sentidos. Sin esta fuerza intelectual y anímica, no se podría explicar siquiera la aparición de una célula organizada en el mundo inorgánico. Pongo varios ejemplos de todo esto también en mis charlas.
El hombre, que resume y corona la serie de los seres vivos, revela todo el pensamiento divino a través de la armonía de sus órganos y la perfección de su forma, siendo una efigie viva del alma universal y de la inteligencia activa. Al condensar todas las leyes de la evolución y toda la naturaleza en su cuerpo, el hombre la domina y se eleva por encima de ella, entrando, por medio de su conciencia y libertad, en el reino infinito del Espíritu. Todo esto está explicado de manera maravillosa en la mencionada obra del doctor Bhagavan Das, especialmente en “La Ciencia de la Paz”; “La Ciencia de las Emociones” y “La Ciencia de la Sagrada Palabra OM” que he tenido el enorme placer de traducir al castellano.
La psicología experimental, apoyada por la fisiología, ha estado volviendo gradualmente a sus raíces como ciencia durante casi tres siglos. Ha llevado a los sabios contemporáneos al umbral de un mundo diferente: el mundo del alma, donde las leyes cambian, aunque sin romper las analogías con el mundo físico. Los estudios sobre el biomagnetismo y la bioenergética, el sonambulismo y los diversos estados del alma diferentes de la vigilia, desde el sueño lúcido hasta la doble vista y el éxtasis, han ofrecido indicios de un orden de hechos sorprendentes. La ciencia moderna, aunque ha avanzado solo de manera tentativa en estos campos, ha descubierto fenómenos que parecen maravillosos y hasta inexplicables bajo las teorías materialistas que dominan el pensamiento científico actual, aunque hay notables excepciones, como Max Planck. Como fundador de la Teoría Cuántica, y por lo cual se le concedió el premio Nobel de Física, en el discurso de recepción de dicho premio, dijo: “Lo único que puede decirles un científico que ha dedicado toda su vida al estudio ortodoxo de la materia, es que ésta como tal no existe. Toda la materia surge y persiste debido, solamente, a una fuerza que causa que las partículas atómicas vibren, manteniéndolas juntas en el más diminuto de los sistemas solares: el átomo.  Y, aun así, en todo el universo no hay fuerza que, por sí misma, sea inteligente o eterna y, por lo tanto, debemos asumir que detrás de estas fuerzas existe una Consciencia, una Mente Inteligente o Espíritu Superior”.
Nada resulta más revelador que la indignada incredulidad de ciertos eruditos materialistas ante fenómenos que sugieren la existencia de un mundo invisible y espiritual. Hoy en día, intentar demostrar la existencia del alma puede escandalizar a los ortodoxos del ateísmo, de la misma forma que en el pasado escandalizaba negar a Dios a los ortodoxos de la Iglesia. Si bien ya no se arriesga la vida, pues ha desaparecido la Inquisición, si se arriesga la reputación, solo hay que ver lo ocurrido con el premio Nobel Luc Montagnier, y sigue habiendo mucha resistencia.
Lo que resalta de fenómenos como la sugestión mental a distancia y mediante el pensamiento puro —fenómeno comprobado innumerables veces en los anales del magnetismo— es la acción del espíritu y de la voluntad más allá de las leyes físicas del mundo visible. La puerta hacia lo Invisible está, por lo tanto, abierta. En los fenómenos superiores del sonambulismo, este mundo se abre por completo, pero me detengo aquí en lo que ha sido comprobado por la ciencia oficial.
Si pasamos de la psicología experimental y objetiva a la psicología íntima y subjetiva de nuestro tiempo, expresada a través de la poesía, la música y la literatura, observamos que un vasto soplo de esoterismo inconsciente las atraviesa. Nunca antes la aspiración hacia la vida espiritual y hacia el mundo invisible, que ha sido rechazado tanto por las teorías materialistas de los científicos como por la opinión general, ha sido tan seria y real como ahora. Esta aspiración se manifiesta en los lamentos, las dudas, las melancolías sombrías y las blasfemias de nuestros escritores naturalistas y poetas decadentes, así como en el creciente número de suicidios. El suicidio es una de las principales causas de muerte tanto a nivel mundial como en España. A nivel global, el suicidio representa alrededor de 1 de cada 100 muertes, lo que lo convierte en una de las mayores causas de mortalidad no relacionada con enfermedades infecciosas o accidentes. De hecho, se encuentra por encima de otras causas como el VIH, la malaria y ciertos tipos de cáncer​, según datos de WHO. En cuanto a España, las cifras más recientes indican que el suicidio es espeluznante: en 2023, se registraron aproximadamente 4.000 muertes por suicidio, lo que lo sitúa como una de las principales causas de muerte no natural en el país. Es particularmente preocupante entre la población joven, ya que el suicidio es la primera causa de muerte entre jóvenes de 15 a 29 años, según el INE. Jamás el alma humana ha experimentado una sensación más profunda de la insuficiencia, la miseria y la irrealidad de la vida presente, ni ha aspirado con más fervor hacia lo invisible del más allá, sin lograr creer en su existencia.
A veces, esta intuición llega a expresar verdades trascendentes que no forman parte de las creencias aceptadas por la razón, contradiciendo las opiniones superficiales y revelando relámpagos involuntarios de la conciencia oculta. Un ejemplo notable de esta intuición es un pasaje de Frédéric Amiel, un pensador que comprendió toda la amargura y la soledad moral de su tiempo. Él escribió:
"Cada esfera del ser tiende hacia una esfera más elevada y ya tiene de ellas revelaciones y presentimientos. El ideal, bajo todas sus formas, es la anticipación, la visión profética de esa existencia superior, a la que todo ser aspira. Esa existencia es más interior, más espiritual. Como los volcanes revelan los secretos del interior de la Tierra, el entusiasmo y el éxtasis son explosiones pasajeras de ese mundo interior del alma. La vida humana no es más que una preparación para esa vida espiritual. Los grados de la iniciación son innumerables. Trabaja, discípulo de la vida, crisálida de un ángel, en tu florecimiento futuro. La Odisea divina no es más que una serie de metamorfosis cada vez más etéreas, en las que cada forma es la condición de la siguiente. La vida divina es una serie de muertes sucesivas, en las que el espíritu se despoja de sus imperfecciones y símbolos, atraído cada vez más hacia el centro inefable, hacia el sol de la Inteligencia y el Amor."
Amiel, que generalmente era un hegeliano y moralista, el día que escribió estas líneas fue un profundo teósofo. En este pasaje capturó de manera luminosa y profunda la esencia misma de la verdad esotérica.
Estos ejemplos son suficientes para demostrar que la ciencia y el espíritu moderno, sin saberlo y sin quererlo, se están preparando para una reconstitución de la antigua teosofía, pero ahora con herramientas más refinadas y sobre una base más sólida. Como decía Lamartine: "La humanidad es como un tejedor que trabaja hacia atrás en la trama del tiempo. Llegará el día en que, al pasar al otro lado del tejido, la humanidad contemplará el espléndido y majestuoso cuadro que ha tejido a lo largo de los siglos, sin haber visto antes más que el embrollo de hilos entrelazados. Ese día, la humanidad reconocerá la Providencia manifestada en sí misma”.
Entonces se confirmarán las palabras de un escritor hermético contemporáneo, que ya no parecerán demasiado audaces para aquellos que han profundizado lo suficiente en las tradiciones ocultas como para sospechar de su maravillosa unidad: "La doctrina esotérica no es solo una ciencia, una filosofía, una moral, una religión. Es la ciencia, la filosofía, la moral y la religión, de las cuales todas las otras no son más que preparaciones o degeneraciones, expresiones parciales o falsedades, según se acerquen o se alejen de ella."
Lejos de mí está la idea vana de haber ofrecido una demostración completa de esta ciencia de las ciencias. Para lograr tal objetivo, sería necesario abarcar el edificio entero de las ciencias, tanto las conocidas como las desconocidas, reconstituyéndolas en su jerarquía natural y reorganizándolas bajo el espíritu del esoterismo. Lo único que creo haber mostrado es que la doctrina de los Misterios está en las raíces de nuestra civilización; que ha dado origen tanto a las grandes religiones arias como a las semíticas; que el cristianismo impulsa el progreso de la humanidad mediante su núcleo esotérico; que la ciencia moderna, de manera providencial, sigue una trayectoria que la lleva hacia el mismo destino; y, finalmente, que ciencia y religión deben encontrarse de nuevo en una síntesis común, como en el puerto de su confluencia.
Se puede afirmar que donde existe un fragmento de la doctrina esotérica, esta se halla virtualmente en su totalidad, puesto que cada una de sus partes implica o genera a las otras. Los grandes sabios y los verdaderos profetas la han poseído siempre, y los del futuro la poseerán igual que los del pasado. La luz puede variar en su intensidad, pero siempre es la misma luz. La forma, los detalles y las aplicaciones pueden cambiar infinitamente, pero el fondo, es decir, los principios y el fin, permanecen inalterables.
Aquellos que comparten conmigo la conciencia del momento presente en la historia, entenderán lo que intento decir: a pesar de las riquezas materiales que lo definen, este tiempo no es más que un desierto árido cuando se trata del alma y de sus inmortales aspiraciones. Nos encontramos en una de las horas más graves, y las consecuencias extremas del agnosticismo ya comienzan a notarse a través de la desorganización social. Estamos en un punto decisivo: o asentamos firmemente las verdades centrales y orgánicas sobre sus bases indestructibles, o caemos definitivamente en el abismo del materialismo y la anarquía.
Tanto la Religión como la Ciencia, que deberían ser los guardianes supremos de la civilización, han perdido su don más preciado: la capacidad de forjar una gran y sólida educación. Los templos de India y Egipto produjeron los más grandes sabios de la Tierra; los templos griegos moldearon héroes y poetas. Incluso la Iglesia de la Edad Media, con su teología rudimentaria, formó santos y caballeros porque creía, y de vez en cuando, muy de vez en cuando, el espíritu de Cristo palpitaba en ella. Sin embargo, hoy ni la Iglesia, aprisionada en su dogma, ni la Ciencia, encerrada en la materia, saben cómo formar personas completas.
El Arte de formar almas se ha perdido, y no se recuperará hasta que la Ciencia y la Religión, refundidas en una fuerza viva, trabajen juntas, en común acuerdo, por el bien y la salvación de la humanidad. La Ciencia no necesita cambiar su método, solo extender su dominio, mientras que el cristianismo, religión todavía mayoritaria en el mundo y en Europa, aunque aquí dividida en tres ramas, no requiere abandonar su tradición, sino comprender sus orígenes, su espíritu y su alcance. Esto mismo es válido para las demás religiones.
Estoy convencido de que ese tiempo de regeneración intelectual y transformación social llegará. Ya ciertos presagios lo anuncian. Cuando la Ciencia alcance el verdadero conocimiento, la Religión podrá actuar, y el Hombre trabajará con una energía renovada. El Arte de la vida y todas las demás artes solo podrán renacer cuando Ciencia y Religión vuelvan a coincidir.
Pero mientras tanto, ¿Qué podemos hacer en estos tiempos que parecen un descenso en un abismo sin fondo, con un crepúsculo amenazador, justo cuando parecíamos estar ascendiendo hacia cumbres de libertad, bajo una aurora brillante? Un gran doctor ha dicho que la fe es el valor del espíritu que se lanza hacia adelante, confiado en encontrar la verdad. Esta fe no es enemiga de la razón, sino su antorcha, pues allí donde la razón termina, comienza la fe. Es la fe de Cristóbal Colón y de Galileo, que busca la prueba y acepta la objeción.
Para aquellos que han perdido esta fe de manera irrevocable —y son muchos, porque el ejemplo ha venido de lo más alto— el camino es fácil y está claramente trazado: seguir la corriente del día, aceptar pasivamente los tiempos, resignarse a la duda y a la negación. Consolarse ante las miserias humanas y los cataclismos inminentes con una sonrisa de desdén, cubriendo la nada profunda que se percibe en las cosas —pues no se cree en nada más— con un velo brillante adornado con el nombre de ideal, con minúscula, político o de cualquier otra índole, aun sabiendo en el fondo que ese ideal no es más que una quimera útil.
En cuanto a nosotros, pobres seres perdidos en este mundo efímero y cambiante, que creemos que el Ideal, con mayúscula, es la única Realidad y la única Verdad; que confiamos en la sanción y el cumplimiento de sus promesas, tanto en la historia de la humanidad como en la vida futura; que sabemos que esa sanción es inevitable, pues es la recompensa de la fraternidad humana, la razón del Universo y la lógica de Dios, o como queramos llamarlo, para nosotros, que tenemos esta convicción profunda, no hay más que un camino a seguir: debemos afirmar esa Verdad sin temor y proclamarla tan alto como sea posible, recordando siempre que ninguna doctrina es menos aceptable, ni menos verdadera, porque la hayan expuesto Moisés, Cristo, Buda o Lao Tse.
Es en ese compromiso y en esa búsqueda interior donde hallaremos el verdadero sentido de nuestra acción, conectando nuestras vidas con las fuerzas eternas que nos trascienden.
Es precisamente lo que he intentado hacer en esta comunicación, con la esperanza de que otros me sigan y lo hagan mejor que yo. Al expresar estas ideas, confío en que aquellos que compartan este Ideal se sientan inspirados a continuar el trabajo, profundizando en la búsqueda de la Verdad y llevándola más lejos de lo que yo he podido. Porque el camino hacia la realización de estos principios no es de un solo individuo, sino de todos aquellos que estén dispuestos a abrazar el Ideal y a contribuir a su cumplimiento.

Paz y amor para todos.

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