Brevísima crónica de nuestros antepasados






BREVÍSIMA CRÓNICA DE NUESTROS ANTEPASADOS





“…Las comunidades mantenían fiera competencia entre ellas: tenían sus ricos y sus pobres; sus oradores y conquistadores, y guerreaban por un dominio o por una idea. Aunque diversos estados reconocían varias formas de gobierno, empezaban a preponderar las instituciones liberales; el poder e influencia de las asambleas populares crecía; las repúblicas pronto se generalizaron; la democracia, a la que los políticos más inteligentes aspiraban como meta final del progreso político. (Este sistema aún prevalece en nuestra época en algunas razas, consideradas con desprecio como bárbaras por la más avanzada comunidad, pero se la considera como uno de los más crudos e ignorantes experimentos de la infancia de la ciencia política). Era la época del odio y de la envidia, de fieras pasiones, de cambios sociales constantes, más o menos violentos, de lucha de clases, de guerras entre estado y estado.

El hombre estaba a merced del hombre puesto que, si querían, se podían destruir en un instante. Sólo por la fuerza se podían mantener unidas vastas comunidades dispersas en grandes extensiones y había necesidad de engrandecerse para que un estado pudiese predominar sobre otro.

Las mujeres gozaban de todos los derechos de igualdad con los hombres, en los países que se autodenominaban democráticos, a lo cual se oponían algunos filósofos y autoridades religiosas de otro gran número de países de la tierra.

El más poderoso de todos los países de aquel mundo, se estimaba a sí mismo como el mejor gobernado de todas las sociedades políticas y como el que había alcanzado el máximo de sabiduría política que es posible alcanzar; de manera que creían que las demás naciones debían imitarla.

Se regían sobre la más amplia base del gobierno de los ignorantes, estúpidos, zafios, ladrones o todo ello junto.

Se llamaban democracias participativas o de las mayorías. Fundaban el supremo bienestar en la rivalidad de unos con otros en todo, de manera que las malas pasiones nunca descansaban; competencia por el poder, por la riqueza, por el predominio en algo, y en esta rivalidad era horrible oír los vituperios, las calumnias y las acusaciones que, aun los mejores y más nobles entre ellos, se lanzaban unos a otros sin remordimiento ni pudor.

Si la sabiduría de la vida humana consiste en aproximarnos a la serena igualdad de los inmortales, no puede haber caída más directa en dirección opuesta, que un sistema que aspira a llevar al extremo las desigualdades y turbulencias de los mortales. Ni tampoco alcanzamos a ver cómo, basados en una creencia religiosa, los mortales que así obraban, podían aspirar a las alegrías de los inmortales, las cuales esperaban alcanzar por el mero acto de morir.

Por el contrario, las mentes acostumbradas a poner su felicidad en cosas tan contrarias a la divinidad, encontrarían muy aburrida tal felicidad, y anhelarían volver al mundo en que pueden reñir y pelear uno con otro.

La historia entera de aquella época pone de manifiesto la inmoralidad general de la raza humana; el absoluto desprecio, que, aun los más poderosos, famosos y encumbrados, demostraban por las leyes aceptadas como esenciales para la felicidad y bienestar general y de ellos mismos.

¿Cuál, después de todo, puede ser la utilidad de una civilización, si el objetivo que persigue no es la superioridad en conducta moral, la prueba por la cual se ha de juzgar el progreso de la misma?

Nosotros, ahora, admitimos dos hechos:

1. Que existe un algo Supremo o Divino.

2. Que existe una vida futura.

Además, hemos convenido todos que, aunque escribamos hasta gastar la carne de nuestros dedos hasta el hueso, no podremos echar luz alguna sobre la naturaleza y condiciones de ese estado futuro; ni tampoco avivar nuestra comprensión de los atributos y esencia del Ser Divino. De manera que esta otra rama de la literatura ha quedado felizmente extinguida para nuestra raza.

Decimos felizmente, porque en aquellos tiempos se escribía mucho sobre temas de los cuales nada se podía demostrar. En definitiva, la gente vivía en un estado de constante controversia y discrepancia. De ahí que una gran parte de nuestra literatura antigua consiste en relatos históricos de guerras y revoluciones del tiempo en que vivían en sociedades turbulentas, cada cual persiguiendo su engrandecimiento a costa de los demás. Nada que ver con nuestro modo sereno de vivir ahora. No tenemos acontecimientos que hagan crónica. ¿Qué más se puede decir de nosotros? Nacieron, vivieron felices y murieron.

Con respecto a la literatura más imaginativa, tal como la llamaban ellos, poesía, la razón de su decadencia entre nosotros es bien manifiesta.

Vemos que las obras maestras de esa clase de literatura describen, en su mayor parte, pasiones que ya no sentimos, tales como: ambición, venganza, amor superficial, ansia de renombre u otras por el estilo. Los viejos poetas vivieron en una atmósfera impregnada de esas pasiones, de manera que sentían vivamente lo que expresaban tan brillantemente.

Como podéis ver, pasaban su mísera existencia en conflicto perpetuo y en cambio constante. Cuando no peleaban con sus vecinos, peleaban entre ellos mismos. Estaban divididos en conjuntos que se molestaban, se robaban y, a veces, se asesinaban mutuamente, todo por cuestiones nimias que a nosotros nos resultarían incomprensibles.

Se vanagloriaban de unas llamadas redes de comunicación social que solo servían para sacar lo peor de los individuos de la sociedad, para mayor gloria de sus inventores que se hacían más y más ricos a costa de la estupidez de la mayoría, sin que sus gobernantes, que como sabemos eran mendaces y auténticos delincuentes legales y morales, moviesen un dedo para protegerlos de semejante despropósito.

Por cualquier tontería se peleaban; pretendían ser todos iguales; pero cuanto más luchaban para serlo, para eliminar todas las distinciones, más patentes se hacían las disparidades, porque no les quedaba ninguno de los afectos y vinculaciones hereditarias que hiciesen más soportable la diferencia de condición entre los muchos que tenían poco o nada y los pocos que lo tenían todo. Naturalmente los muchos odiaban a los pocos; pero, sin éstos, aquéllos no podrían vivir. Los muchos siempre atacaban a los pocos; a veces los exterminaban; pero enseguida surgían, de los muchos, nuevos pocos; luchar con los cuales era más difícil que con los antiguos, pues perfeccionaban leyes a la medida de sus crímenes.

En aquellas sociedades, en que la fiebre dominante era la competencia, para poseer algo tenía que haber siempre muchos que perdían y pocos que ganaban.

En resumen, la gente a que nos referimos, eran salvajes, buscando a tientas su camino en la oscuridad, hacia un destello de luz, los cuales merecerían nuestra conmiseración por sus dolencias si, como todos los salvajes, no hubieran provocado, con su arrogancia y crueldad, su propia destrucción.

Naciones, en efecto, tan ignorantes, que muchos de sus habitantes vivían del robo entre ellos, donde, durante todo el día, uno no podía, ni siquiera, dejar abierta la puerta de su casa.

Al parecer, en los hombres de aquel tiempo, el orgullo masculino influenciaba tanto las pasiones, que la mujer perdía para ellos el encanto femenino en cuanto percibían en ella destacada superioridad, fuese intelectual o moral. Algunos individuos, demasiados, asesinaban a sus mujeres e hijos en nombre de un presunto amor que solo era crudo egoísmo y supina estupidez.



Por último, entre nuestras características más importantes, en comparación con aquella humanidad (detalle importante, muy influyente en nuestra vida y en la paz de nuestras comunidades) es la creencia universal en la existencia de una Deidad o Naturaleza benéfica y misericordiosa y de un mundo futuro, en comparación con el cual, un siglo o dos de vida, son momentos demasiado fugaces para malgastarlos en la persecución de fama, poder o riqueza. Con esta, combinamos otra creencia general, a saber: que como no podemos saber nada de la naturaleza de tal Deidad, salvo el hecho de su bondad suprema, ni sobre el mundo futuro, aparte del hecho de la existencia feliz en el mismo, nuestra razón nos prohíbe toda discusión sobre cuestiones tan incomprensibles.

De esta manera, hemos alcanzado lo que ninguna comunidad ha logrado jamás bajo la luz de las estrellas: todas las bendiciones y consuelos de la religión, sin ninguno de los males y calamidades que engendran las luchas religiosas.

En donde no haya guerras, no pueden surgir hombres tales como Gengis Kan, Alejandro Magno, Aníbal o Napoleón. En estados tan felices que, ni temen peligro alguno, ni desean cambio de ninguna especie, no pueden nacer hombres como: Maquiavelo, Bacon, Descartes, Spinoza, Rousseau, Marx o Nietzsche. En una sociedad de tal norma moral como la nuestra, en que no hay crímenes, ni tristezas de las cuales la tragedia pueda extraer elementos de piedad y de compasión, ni vicios manifiestos o tonterías sobre los cuales la comedia pueda ejercitar su sátira divertida, no hay oportunidad de producir un Shakespeare o un Molière”.



Así, o de manera parecida, podría comenzar el relato de la sociedad de nuestro tiempo, descrita por nuestros descendientes, dentro de trescientos, mil, dos mil años...









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